Más rápido de lo que pensamos
Recordé mi ritmo cardíaco, elevado de golpe unos días antes al contemplar una tablilla de madera en el Museo Egipcio de El Cairo, uno de los retratos de El Fayum
Anoche, en la puerta del Teatre Lliure de Barcelona, después de una conversación en la que pensábamos el hecho de pintar con la mirada y el de mirar con las manos, un grupo de personas formábamos un corrillo y nos preguntábamos cuántas veces en la vida se puede llegar a sentir el síndrome de Stendhal. Una afirmaba que muchas, todas, que se podía ser muy sensible y tener el don de no permitir que cesara ni en veces ni en intensidad. Otra pensaba que podía no sentirse nunca, o una vez, quizás, con suerte. Una tercera recordaba una experiencia en el Prado durante un taller de pintura en las tripas del museo que coincidió con la exposición de las poesías de Tiziano. Decía que después de aquel taller, cuando observaba la superficie de las telas, sentía unas ganas irrefrenables de llorar. Además, El rapto de Europa estaba justo al lado de Las Hilanderas de Velázquez, y aquel diálogo (el tapiz con la agresión de Zeus detrás de las artesanas, saber que El rapto de Europa formaba parte del fondo del museo gracias a Velázquez) aceleraba las pulsaciones y la confusión cobraba una dimensión desconocida. Yo pensaba en mi ritmo cardíaco, elevado de golpe unos días antes al contemplar una tablilla de madera de unos 30 por 45 centímetros en el Museo Egipcio de El Cairo, y en que había experimentado aquello únicamente tres veces a lo largo de mi vida, en que ojalá la primera mujer tuviera razón porque deseaba con todas mis fuerzas que aquello volviera a suceder.
El temblor lo provocaron unos retratos de más de 2.000 años de antigüedad. Identificaba, en las tablas, la paleta velazqueña y la pincelada del maestro barroco, pero aquellas pinturas habían sido hechas 1.500 años antes de que este moliera el primer pigmento. Aquellas pocas tablillas pintadas con encáustica, tan radicales como gritos estridentes en medio de los centenares de retratos que buscaban la idealización del rostro, escupían a la cara de quienes los mirábamos fogonazos de vida en cada pincelada.
La primera vez que escuché nombrar los retratos de El Fayum fue en la boca de alguien que pronunció las palabras con fuego en la mirada. Más tarde leí el nombre en un libro de procedimientos pictóricos, pero lo olvidé de inmediato. A la pintora chilena de origen español Roser Bru, aquellas tablillas condicionaron su manera de entender la pintura. Estuve en el Louvre antes de escuchar hablar de ellas, con lo que no pude ir a buscarlas, y durante años las observé en las pocas reproducciones que encontraba en internet. Sabía que en el Museo Egipcio había unas pocas y cuando hace unos días me encontré con ellas me costó respirar.
Dos vitrinas con los cristales polvorientos guardaban a una decena de personas que parecía que estuvieran más vivas que nosotras y quisieran avisarnos de que el tiempo corre más rápido de lo que pensamos. Me acerqué a uno de los retratos y reconocí la textura de la cera. También el trazo del pintor. La facilidad con la que estaban construidos los planos y habían fundido los colores con una técnica compleja como la encáustica, que necesita el calor extremo para llevarse a cabo, no ayudaba a calmar mi agitación. Me sorprendió también la densidad de los tonos más claros teniendo en cuenta que el aglutinante utilizado es casi transparente y que los fondos de las tablas son oscuros.
Conocemos las pinturas de El Fayum como retratos funerarios, pero lo cierto es que en el momento en que fueron pintados, los retratados estaban en la plenitud de la vida. Las tablas se pintaron para colgar de las paredes de sus casas hasta que estos abandonaran el mundo de los vivos, sabían que aquellas imágenes serían las encargadas de identificarlos en la otra vida. Quienes los pintaron buscaban captar el alma de aquellas personas, representarlas en su individualidad, por lo que adoptaron la postura radical de alejarse de una larga tradición y consiguieron que 2.000 años más tarde una mujer de 40 años los reconociera como iguales y lamentara su pérdida. Quienes pintamos rostros buscamos justamente eso: representar la vida en una piel que inevitablemente va a acabar podrida.
Babelia
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