Habitar el mundo
La poesía no es una curandera ni un bastón sobre el que apoyarse, nos recuerda que hay otra manera de vivir
A los brutos no les gusta la poesía. Por eso Lorca, en la cuneta, baleado. Aunque dicen que Stalin leía... pues eso, poesía. Lo hacía, manoseándose el bigote, como un gato delante de la jaula del canario, después de haber decapitado a su víctima, y arrancándole antes los ojos. Pero en todo caso, ni los brutos lo tienen del todo claro. Por eso le chillan a Pasternak al teléfono, a pulmón abierto. Por eso mandan a pasear a Mandelstam por Siberia, y se lo llevan allí, en un tren lleno de piojos, para que se entere. Pero incluso los más brutos no se atreven del todo: de ahí Ajmátova, reclusa, insumisa, que seguirá hasta el final, con su verbo en alto, declamando como un canario, sin que se le atreva ni siquiera el oso a tocarle ni un mechón.
Y quizás la pregunta para todos nosotros, para el alcalde, el atleta, el banquero, el necio, el rubio, el fuera de serie, el rey del mundo o los que se dedican a las criptos o a los neutrones: ¿cómo habitar este mundo?, ¿cómo habitar poéticamente este mundo que se nos va de las manos? Por eso, bájate del avión, aparca el coche, apaga el motor, cierra el grifo, deja un instante el móvil de lado, y respira hondo, agárrate al verso. En esas líneas, en esos poemas, no encontrarás alivio, ninguna filosofía de bolsillo, ninguna novelilla de aeropuerto, ni tampoco algo que venga a decir cómo encarar la factura de fin de mes. ¿Entonces de qué me sirve? ¿Por qué tanto ruido, barullo, silencio, para tan pocas nueces?
Leer un libro es una actividad cada vez más escasa, de romancero, de gitano, algo así como hacer un Giotto o hacerse el Sandro. En nuestro mundo moderno, donde todo es cuántico, líquido, sigiloso, tiene algo de actividad de secta, algo minoritario, clandestino, como si uno, de pronto, se metiera en un callejón oscuro. Quizás temamos que por esas líneas nos cuelen un navajazo, o nos quedemos atrapados, sin salida, sin auxilio. En todo caso apenas se lee, y menos aún poesía. En España la facturación de la poesía —incluso ella se puede medir, contabilizar, numerar— en 2021 ha sido de apenas unos 7,5 millones de euros, es decir, menos del 1% del total de los libros vendidos ese año. Por tener un punto de referencia, la novela alcanzó más de 500 millones de euros, casi un 20% del total. La producción anual de poesía se queda en apenas 500 títulos, en comparación con las casi 10.000 novelas anuales.
Y sin embargo, los cinco últimos Premios Cervantes han sido todos ellos poetas: Ida Vitale, Cristina Peri-Rossi, Joan Margarit, Francisco Brines y, el último, Rafael Cadenas. Por si fuera poco, uno de los últimos Premios Nobel también ha ido a parar a manos de una poeta, la americana Louise Glück. La poesía es ese refrán, ese estribillo, que nadie recuerda, que nadie ahora canta, y, sin embargo, tiene esa áurea, esa aureola inmaculada, porque así es desde los inicios. Porque leer las coplas de Jorge Manrique o los versos de Sharon Olds no deja ileso. Estas Navidades entrará de todo en las casas, entrará algún móvil de última generación, incluso quizás una lavadora, sin duda muchos perfumes, ropas, prendas, de todas las tallas, de todos los colores, quizás algún libro, pero me temo que ninguno será de poesía.
¿Qué significa entonces, repito, habitar el mundo poéticamente? Habitar un mundo donde la pornografía ha desbancado el cortejo, un mundo sin piel ni carne donde el móvil nos sirve de rosario, donde nos prometen el paraíso a cada esquina de pantalla rota. Donde el desperdicio, el despilfarro, se han convertido en nuestras rutinas, en nuestros salmos, algo que masticamos, tragamos, como si fuera aire o humo. De nada nos sirve respirar si lo hacemos sin aliento. Lo sabemos, nos lo dicen los estudios de los sociólogos, incluso los economistas nos lo advierten. Poseer no es ser. Acumular fruslerías que en un pestañear de ojos se transforman en basuras, caducan tan pronto las compramos, nos aburren tan pronto las metemos en el armario, no eleva nuestra dopamina. Entramos en trance, los viernes de luto, los viernes negros, atropellándonos en las tiendas: esto no alivia nuestra soledad, no llena nuestro vacío.
Veremos este invierno cómo los juguetes se nos amontonan delante del retablo, ahí delante de los belenes, mientras suena la musiquita de siempre. Cantaremos algún que otro villancico, con suerte sin patrocinador alrededor, a menos de una legua. Celebraremos, delante de las hogueras de los escaparates, la obsolescencia programada de todo y de nada, incluso del planeta. Y entonces, así, los brazos erguidos, las caras atravesadas, imploraremos a la inteligencia artificial, la invocaremos para que ella por fin venga, por fin, para que descienda sobre la tierra, para que nos libere.
Se puede enterrar a un poeta, no sus palabras
Uno puede enterrar a un poeta, su cuerpo, su carne. Pero es imposible enterrar sus palabras. La poesía es ese corazón de las cosas que fueron, las que apenas se dicen, incluso los silencios, los que un día hemos amado. De eso hablan los poemas. De ese infinito ínfimo que somos, de esas eternidades breves que nos llevaremos cada uno de nosotros a la tumba. Y eso no tiene precio. El poema no es una moneda que haces saltar en el aire, o que te metes en el bolsillo y allí olvidas. Cuando el poeta Brodsky se acercó al ataúd de Ajmátova, le dijo, en voz bajita, para que no lo escuchara quizás el oso que la había acorralado toda su vida: has hablado para todos esos que no hablan, para todos esos que no tienen las palabras, para los que no saben, has hablado para todas las cosas de este mundo que no tienen lenguaje, para la vida, con el corazón.
Muchos atravesamos nuestras existencias, y lo hacemos cada día sin apenas percatarnos de que habitar así el mundo no sirve. Para vivir hay que estar en cada cosa que hacemos. Estar en cada amor que podemos. Porque cada día es una vida. De eso nos habla la poesía. Cada día es una vida. Quizás ella no sirva para nada, ni siquiera para levantarnos por la mañana, o acostarnos sin ese dolor de espalda cada noche. Pero no se trata de eso. La poesía no es una curandera ni un bastón sobre el que apoyarse. Ella nos recuerda que hay otra manera de habitar este mundo. Incluso el malvado, el bruto, lo adivina, lo percibe. Por eso no se atreve a espetarle la última estocada. Por eso el oso no se atreve a darle un último puñetazo, a sacarle las garras.
Y entonces el poeta Christian Bobin nos envía, casi moribundo, con un pie en la tumba, su último, pequeño, diminuto, libro, Le muguet rouge. Y lo hace como si fuera su manera de dimitir, justo un día antes de esos nuevos viernes santos que nos hemos inventado, los viernes negros en los que celebramos nuestras vidas matándonos de compras. Y, entonces, nos espeta, con calma, suave. Lo hace con su prosa poética incomparable, esa verdad, truncada, de trébol, que no queremos escuchar, que empaquetamos en nuestros sótanos, allí donde todavía se agita el niño, donde ni el oso se mete.
Nos dice, por ejemplo, que avanzamos, progresamos. No sabemos muy bien hacia qué acantilado, pero lo hacemos de manera los ojos vendados, cegados por tanto escaparate, por tanta pantalla móvil, atrapados en las redes, perdidos en la nube. Avanzamos, pero a ciegas, tanteando, tonteando. Peor, nos hemos atado los cordones de los zapatos, y aquí nos tienes, avanzando, bordeando el precipicio. Hemos renunciado, abdicado, dejado de lado la verdad, pateado en el fuera de juego la bondad, para preferir la cólera, la ira, las palabras que se empaquetan en misiles, en eslóganes. Nos hemos olvidado de que el verbo también encarna, se hace carne, y así vamos, con nuestras flores de plástico, de mano en mano, convencidos de que estos días que desparramamos, a diestra y siniestra, no dejarán de florecer con la chequera.
Es posible que estas Navidades depositen muy pocos libros delante de nuestras chimeneas, y que tampoco, en la repesca, los Reyes Magos nos vengan con mucha poesía. Como cada año, solo nos traerán incienso, oro y mirra; y quizás incluso algo de carbón, porque así son nuestros tiempos de ahora, donde nos autoengañamos con querer bajo consumo, pero, sin embargo, la fiesta prosigue, las guirnaldas se encienden, la hoguera arde. Y, sin embargo, escuchemos, esa carne, esa voz, esa luz, ahí está ella, en esos libros llenos de versos, o de prosa, ahí está ella, de proa. La poesía se cuela en los pliegues, entra por los reglones, no se rinde. Dale paso, abre la puerta, alguien ahí llama, y quizás te toparás, con eso, con poesía, que eres tú. Te encontrarás contigo mismo, así lo dice este poema de Derek Walcott, El amor después del amor. Que tengas una feliz Navidad: “Un tiempo vendrá / en el que, con gran alegría, / te saludarás a ti mismo, / al tú que llega a tu puerta, / al que ves en tu espejo / y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro, / y dirá, siéntate aquí. Come. / Seguirás amando al extraño que fuiste tú mismo. / Ofrece vino, Ofrece pan. Devuelve tu amor / a ti mismo, al extraño que te amó / toda tu vida, a quien no has conocido / para conocer a otro corazón / que te conoce de memoria. / Recoge las cartas del escritorio, / las fotografías, las desesperadas líneas, / despega tu imagen del espejo. / Siéntate. Celebra tu vida”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.