De Pushkin a Brodsky: la literatura que anticipó la invasión de Ucrania
Marta Rebón escribe un ensayo en el que bucea en referentes de las letras para aportar contexto a la guerra de Putin
Sucedió en la primavera de 1992, pocos meses después de proclamarse la independencia de Ucrania. Joseph Brodsky, el premio Nobel de Literatura ruso exiliado en Estados Unidos, lanzó una pregunta que delataba el sentir ruso que alienta hoy la invasión de Ucrania. Brodsky participaba en un debate sobre poesía eslava en la Universidad Rutgers de Estados Unidos con el polaco Czeslaw Milosz y Oksana Zabuzhko. Cuando esta fue presentada como poeta ucrania, Brodsky preguntó en tono de burla: “¿Dónde está Ucrania?”. Zabuzhko, que se sentaba entre él y Milosz, respondió: “¿No lo ve? Está donde siempre, entre Polonia y Rusia”.
Esta escena aparece citada en El complejo de Caín, ensayo que Marta Rebón acaba de publicar con la editorial Destino. Este breve libro, escrito por una de las traductoras del ruso más prolíficas en España, es una reflexión sobre el imperialismo que quiere someter a Ucrania, un libro levantado sobre la vida y obra de algunos de los más importantes literatos rusos y ucranios. La llegada de El complejo de Caín a las librerías españolas se adelanta por unos meses al aclamado Las puertas de Europa, la historia de Ucrania contada por el profesor de Harvard Serhii Plokhy. En esta obra, que publicará Debate y que ha sido traducida al castellano por Rebón, Plokhy sintetiza ya en la primera página el pecado de Ucrania, que fue dar la puntilla al imperio ruso: “En diciembre de 1991, cuando los ciudadanos de Ucrania fueron a las urnas en masa para votar por la independencia, también enviaron a la Unión Soviética a la papelera de la historia”.
El caso de Brodsky es paradigmático de la concepción extendida entre generaciones de rusos de que Ucrania, como Estado independiente, es una ficción porque es parte indisociable del mundo ruso. El propio Brodsky, que fue víctima de la represión soviética y que se benefició de la democracia en Estados Unidos, no podía soportar la separación de Ucrania. El poeta Evgenii Rein, amigo de Brodsky, contó en una entrevista de 2015 que el Nobel “quedó devastado” por la desintegración “del imperio ruso”, “del espacio eslavo”, no por la desaparición de la Unión Soviética, que consideraba un régimen cruel. “Crimea tiene que ser rusa”, le repetía Brodsky. Rusia se anexionó la península del Mar Negro en 2014.
Brodsky escribió en 1991 el poema La independencia de Ucrania, texto nacido del rencor y en el que proclamaba que los cosacos ucranios, ahora separados de Rusia, cuando murieran no oirían los mediocres versos de Tarás Shevchenko, sino los de Alexandr Pushkin. Shevchenko es el gran icono patriótico ucranio, su imagen está presente en escuelas de todo el país, en las plazas de pueblos y ciudades, y también en los carteles de propaganda bélica contra el invasor. Enfrente está Pushkin, utilizado por el nacionalismo ruso. Rebón pone en contexto uno de sus poemas, A los calumniadores de Rusia, una diatriba de 1831 contra Francia: “El argumento central se repetiría en la época soviética, en las disputas entre eslavos, Occidente no debía inmiscuirse —”Incomprensible y ajena es para vosotros esta enemistad de familia”—, y Rusia, juez y parte, no tenía más lugar que ser el centro del mundo eslavo, su único y predestinado interlocutor”. Además, prosigue la autora, “Pushkin lanzó una pregunta que sigue vigente para Moscú: «¿Se unirán los riachuelos eslavos en el mar ruso? ¿O se secará? He aquí el dilema»”.
Rebón ilustra el destino autoritario que depara a las repúblicas satélites de Rusia con el ejemplo de la represión que ejerce el presidente bielorruso y aliado de Vladímir Putin, Aleksandr Lukashenko. Svetlana Alexiévich, la gran autora de este país, residente en Alemania, aparece citada en El complejo de Caín para confirmar que hay un vínculo cultural entre estos pueblos, el del “hombre rojo”, el homo sovieticus. Aunque si hay alguna lectura de Alexiévich que interpela a Ucrania, esa es Voces de Chernóbil. Una entrevistada procedente de uno de los pueblos evacuados tras la catástrofe nuclear de 1986 lo exponía así a la premio Nobel de Literatura: “Nosotros siempre hemos vivido sumidos en el terror; sabemos vivir en el terror; es nuestro medio natural de vida. Y en esto, nuestro pueblo no tiene igual”.
El accidente en la central nuclear ucrania aceleró el final, en palabras de Zabuzhko recogidas por Rebón: “Menos de un mes después de lo ocurrido en Chernóbil se respiraba en el ambiente que Ucrania se había liberado del miedo al mito imperial [...] el poder del Kremlin, considerado por la mayoría de los habitantes de la URSS como eterno, resultó endeble”.
La democracia termina en Ucrania
“La democracia rusa termina donde empieza la cuestión ucrania”. Es la cita que Rebón ofrece en El complejo de Caín del escritor ucranio Volodímir Vinnichenko, uno de los referentes del soberanismo ucranio de principios del siglo XX. Algo parecido expresó la escritora Anne Applebaum en Hambruna roja, la guerra de Stalin contra Ucrania (Debate): “Igual que en 1932, cuando Stalin dijo a [Lázar] Kaganovich que su principal temor era perder Ucrania, el actual Gobierno ruso también cree que una Ucrania estable, soberana y democrática, ligada al resto de Europa mediante lazos culturales y comerciales, es una amenaza a los intereses de los líderes rusos”.
El libro de Applebaum es un ingente trabajo de investigación sobre la muerte de casi cuatro millones de ucranios por hambre en la década de los treinta, por decisión de Stalin, acompañada por el asesinato de cientos de intelectuales y referentes de la cultura ucrania. Bajo el terror del estalinismo cayó incluso Isaak Bábel, quien, aunque alejado de cualquier veleidad nacionalista, sí alimentó con sus cuentos el mito de la Odesa cosmopolita o el de la idiosincrasia de los cosacos. Bábel fue fusilado en enero de 1940 acusado de trotskista y de ser espía de Francia e Inglaterra.
La lectura de cualquier relato de Bábel permite entender que una voz tan libre como la suya no podía sobrevivir en la Unión Soviética. “Los escritores son ingenieros del alma humana”, fue la cita que Stalin retorció del escritor de Odesa Yuri Olesha para pedir a los creadores que trabajaran en pro del ideal soviético. En este ideal, Stalin se encargó mediante la violencia de que en la Unión Soviética no tuvieran sitio ni la lengua ucrania ni su identidad. También los zares hicieron lo posible para que en siglo XIX no floreciera su cultura. Rebón recuerda que Nikolái Gógol fue ignorado mientras quiso escribir sobre la cultura ucrania. Tuvo que cambiar de registro y emigrar a San Petersburgo desde su Poltava natal para triunfar. “La patria, la verdadera Rusia, eran Moscú y San Petersburgo, y esto es la provincia, una colonia”, decía uno de los personajes de Cosas del servicio, relato de 1899 de Antón Chéjov.
Chéjov nació en Taganrog, a la orilla del Mar de Azov, “una ciudad perdida” en los confines del imperio, apunta Rebón, “tan cerca de Teherán como de San Petersburgo, o de Constantinopla como de Moscú”. Conocedor de la pluralidad del mundo eslavo, cuando se retiró a Crimea, Chéjov se significó por su apoyo a los tártaros contra la colonización rusa de su tierra. Rebón insiste en la diversidad de identidades que tendría Crimea destacando la novela de Liudmila Ulítskaya Medea y sus hijos, en la que conviven los descendientes de griegos, italianos, los tártaros, los judíos y los jázaros, un legado ignorado en el relato putiniano de la Crimea rusa.
Vasili Grossman, nacido en Berdíchev, en la Ucrania occidental, es el mayor protagonista en El complejo de Caín. En su novela Todo fluye, prohibida en la Unión Soviética, Grossman reflexiona sobre lo que nunca tuvo ni permitió el poder ruso, la libertad individual. La libertad era un bien más preciado en Ucrania, y por eso Stalin la castigó con las hambrunas de la década de los treinta. “Una orden así no la había firmado nunca el zar, ni los tártaros, ni los ocupantes alemanes. Una orden que decía: matar de hambre a los campesinos de Ucrania, del Don, de Kubán, matarlos a ellos y a sus hijos”. “Moscú tenía todas sus esperanzas puestas en Ucrania”, decía Grossman en Todo fluye, “y fue sobre todo contra Ucrania contra la que más tarde se desencadenaría su ira”.
Algo que no se menciona en El complejo de Caín es la ley del péndulo, la reacción a este pasado de la Ucrania independiente: la desrusificación de la sociedad, la progresiva retirada del ruso de las instituciones y del espacio público, proceso acelerado con la guerra en el Donbás de 2014. Otro efecto sería un empobrecimiento de la literatura ucrania, una escritura militante y de reacción al invasor, según explicó a EL PAÍS el novelista Andréi Kurkov, también partidario de apartar el ruso de Ucrania. “Gracias a la presión rusa, la nación se ha unificado en torno a la lengua ucrania como nunca desde los años veinte″, confirma Applebaum.
Voltaire, faro de la Ilustración, apuntó en 1756 que “Ucrania siempre aspiró a ser libre”, lo que no implica que coincidiera con estos deseos: el pensador francés consideraba necesario que Catalina II, emperatriz rusa y del despotismo ilustrado, “pusiera orden en esta parte de Europa” en detrimento de Polonia, como recuerda Plokhy en Las puertas de Europa. “El peor temor de Stalin sucedió en 1991″, según valora Applebaum, “cuando se fundó por primera una Ucrania libre, junto con una nueva generación de historiadores ucranios, archiveros, periodistas y editores. Y gracias a sus esfuerzos, la historia de las hambrunas de 1932 y 1933 puede ser hoy contada”. Una libertad que Putin, el heredero de los zares, quiere volver a someter.
Babelia
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