El humo de aquel primer cigarrillo
Miguel se decidió a fumar a los 18 años viendo cómo lo hacían en las películas los actores de Hollywood
Miguel se decidió a fumar a los 18 años viendo cómo lo hacían en las películas los actores de Hollywood. El que más le gustaba era Robert Mitchum porque te miraba de soslayo a través del humo del cigarrillo con un párpado entornado, lo que le daba un aire displicente de perdonavidas. Tal vez solo así se podría enamorar a una chica, pensaba Miguel. En cambio, pese a que daba las caladas con una cadencia medida, Humphrey Bogart apuraba demasiado las colillas y la cámara mostraba sus labios siempre mojados, que a ninguna chica le apetecería besar. Miguel no recuerda dónde fumó el primer cigarrillo, ya que la memoria a cierta edad se convierte también en humo. Puede que fuera sentado en la terraza del bar de la plaza del pueblo en las fiestas de verano durante una verbena. “Robert Mitchum y Bogart se tragan el humo, porque son hombres de verdad”, le tentaba una amiga. Sería tabaco negro, un Ducados o un Celta Largo sin filtro, muy de acuerdo con el jolgorio popular que le rodeaba.
O tal vez fue en uno de aquellos guateques una tarde de domingo en Valencia en una casa muy burguesa que tenía cuatro balcones a la Gran Vía y mucha plata en las vitrinas del aparador, lienzos de caza en el salón cuyos sillones y sofás habían sido apartados y las alfombras levantadas para que el grupo de amigos y amigas pudiera bailar y besarse detrás de las cortinas cuando al final sonara muy lento el clarinete de Petite Fleur. Así eran de complacientes los padres de aquella muchacha, que se habían ido al cine con la promesa de no regresar hasta pasadas las 11 de la noche. El humo ciega tus ojos era una canción de los Platters que recordaba Miguel mientras tenía un cigarrillo entre los dedos. También sonaba otra hermosa melodía de Duke Ellington que cantaba Ivy Anderson. “El amor es como un cigarrillo que se quema a medida que se acerca a tus labios”. El arte consistía en saber encenderlo mirando a la chica que te gustaba. Sería un Lucky Strike.
Hasta entonces el tabaco le había producido cierta repugnancia, sobre todo porque no había conseguido olvidar cómo olía aquel oscuro confesonario donde de niño vertía la retahíla de sus pecados veniales y el cura, que se fumaba dos paquetes diarios de picadura selecta, también llamados caldo de gallina, le echaba el aliento a la cara mientras le sobaba las mejillas con suaves pescozones. De niño solo había visto fumar a los jornaleros y a los viejos labradores en las solanas un tabaco negro apestoso que repartía el gobierno con la saca, pero un día en que su madre lo llevó a Valencia a comprarle ropa y zapatos, Miguel comenzó a recorrer los vagones del tren. Los viajeros de tercera clase, gente subalterna y aplastada por la vida, iban todos hacinados bajo una espesa humareda de tagarnina; en cambio, llevado por la curiosidad llegó hasta el vagón silencioso del coche cama que tenía el pasillo alfombrado y en uno de sus departamentos descubrió a un hombre joven de pelo rubio, con chaqueta azul, pantalón gris de franela, corbata y zapatos relucientes que estaba fumando un cigarrillo cuyo humo formaba aros en el aire y lo llenaba de un aroma agradable a chocolate. Es una imagen que a Miguel no lo ha abandonado. A lo largo de los años la ha ido recreando en su memoria. Recuerda que aquel hombre solitario, tan atractivo, le sonrió y al ver que el niño parecía quedar extasiado por aquel aroma, pronunció una palabra misteriosa, Camel, mientras le mostraba el paquete con la imagen de un camello que brillaba detrás de una envoltura trasparente. Aquel personaje siempre fue un referente en la vida de Miguel, quien durante años pensó que sería maravilloso convertirse, como aquel señor, en un tipo elegante, con el cigarrillo entre los dedos viendo pasar la vida por la ventanilla de un tren que te llevaba muy lejos sin saber tu destino a ninguna parte.
Hubo un tiempo en que para Miguel la diferencia de clases no se establecía entre pobres y ricos, patronos y asalariados, explotadores y explotados, sino entre los que encendían el cigarrillo con un mechero de oro y los que lo hacían con un chisquero de mecha. Un humo olía bien y otro olía mal. En medio de esta lucha de clases se hallaba el sabor hediondo a pecado que exhalaba la oscuridad del confesionario. A lo largo de la vida, Miguel fue ascendiendo en la escala social según la marca de cigarrillos que fumaba. Celtas y Ducados durante la dictadura y Rubio en la transición, Lucky, Chester, Winston, Marlboro hasta llegar al desencanto donde le esperaba el Pall Mall. Después de haber leído tantos libros a través del humo y haber invocado el adjetivo preciso con cada calada, un día, mientras esperaba esa palabra que no llegaba, se sorprendió con un cigarrillo encendido en el cenicero y otro en los labios. Al comprobar que el tabaco se había apoderado de su alma, lo dejó.
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