Javier Marías, la novela total, absoluta y perfecta
El autor de ‘Tu rostro mañana’ será siempre una ausencia enorme, el día del Nobel que habría llegado a ganar
Algo me dice ―quizás, o sin lugar a dudas, aquella columna en la que se mofaba del auge de las escrituras autobiográficas por el modo en que transformaban la desgracia personal en tema y valor de mercado― que a Javier Marías no le gustaría que lo despidieran con el gesto que me surge de forma automática, es decir, con mi anecdotario personal, con la disposición en crudo de mi experiencia. Y, sin embargo, después de haber barajado veinticinco comienzos distintos para este texto ―el encargo más emocionante, incómodo y difícil de cuantos he recibido y, sin duda por contaminación, porque el estilo también es tributo, el que más me obligará a utilizar guiones y comas, una sintaxis que se repliega y se expande, que bebe de sí misma como el cultivo de algo vivo, un kéfir o una kombucha, una bola de nieve que rueda pendiente abajo y es siempre la misma y algo nuevo―; después de haberme obligado a no hacerlo, digo, necesito empezar con lo que me pasó, a media tarde del 11 de septiembre, cuando tuve noticia de su muerte.
Me ahorraré los detalles de relleno, el cómo, el dónde y el con quién. Lo importante es mi reacción puramente somática, la incredulidad primero y la parálisis más tarde, como si mi cuerpo se resistiera a la idea de que aquello que había pasado le había pasado a alguien a quien nunca conocí —aunque sí nos conocimos, en sentido estricto, en una Feria del Libro de Madrid durante una final de Copa entre el Athletic y el Barça; mientras me firmaba mi ejemplar de Todas las almas, me dijo que comenzaba a desprenderse del Madrid pero que su nuevo equipo fetiche, a pesar de ser vasco, no era el mío—; la perplejidad ante el zarandeo de una muerte que no debería computar como una propia. Pero este es un oficio extraño, y no me refiero al de la escritura, sino al oficio del lector. Cuando lees, cuando lo haces con toda tu pasión y tu rutina, adquieres conciencia antes que otros de que muchos vínculos son ficcionales, porque la ficción propicia vínculos; y también del enorme mito que es la identidad como algo estable e inamovible. Y es que no hay nada más extraño que regresar a los libros que te marcaron en un momento que es ayer y ya no es hoy. Quién era yo cuando me tatué estas líneas en el brazo, cuando escribí estos renglones en la pared de mi cuarto, cuando decidí que, si llegaba a ser novelista, lo sería en estos términos. “Se ha muerto tan pronto que no he podido releerlo”, le dije a mi marido con el primer vino después del ajetreo y el impacto. Y aun así, no tengo que volver —aunque lo haré— a Javier Marías para saber que hubo un punto en el que mi mirada se alejó por completo de la suya.
A menudo señalo que, después de haber leído todos sus libros, dejé de repetir con Los enamoramientos, y solía dar por hecho que había algo intrínseco a esta obra, un desvío en su propuesta, que era lo que me había alejado de él, pero no hace falta ser muy perceptivo para advertir que se dio lo contrario. Marías y yo compartimos canon por un tiempo —me recuerdo, durante un puente invernal en el que me quedé sola en casa, por la época en la que estudiaba Filolofía Inglesa a distancia, leyendo los tres volúmenes de Tu rostro mañana junto a la estufa de aceite, tan encapsulada en la trilogía como en el cerco de calor que abarcaba unos pocos pasos de circunferencia, y este es mi momento Ulysses, mi momento En busca del tiempo perdido, mi momento de comunión y mística con la novela como género neurótico—; compartimos canon, decía, durante una época en la que la palabra de Dios era masculina, anglófila y pretérita. Si Shakespeare y T. S. Eliot están en tu Olimpo personal, no hay nada más emocionante que escuchar cómo repica en tu propio idioma el estribillo recurrente de tus clásicos, cómo resuena y se reencarna y adquiere mil significados según el tramo de la trama, y todo de la mano de un autor que fue tan brillante inventando prosa como traduciéndola.
Lo cierto es que los tiempos han cambiado, mi canon se reinventó, Marías siguió en el mundo del que yo me fui alejando paulatinamente, pero no se agota la gratitud hacia quien te enseñó, si no a escribir, sí al menos a ambicionar la novela, total, absoluta y perfecta —y ambición es lo que necesita un novelista; un novelista necesita creerse inmenso en la primera línea e inseguro en la segunda—; una novela que desdeña las directrices que impartimos en las escuelas de escritura y que, al mismo tiempo, las confirma: sin estructuras ni argumentos predefinidos o encorsetados —”I progress as I digress”, solía decir, citando a Sterne—, la vindicación de que la voz es el concepto, de que no hay fondo sin forma porque somos, ante todo, estilo; el estilo como identidad, por encima de lo experiencial y lo autobiográfico, y no porque esto, a mi juicio, sea menor, sino porque lo experiencial y lo autobiográfico conforman el estilo y lo subliman.
Hoy mi mente no entendía que mi cuerpo reaccionara ante esta muerte como se reacciona ante las pérdidas cercanas, pero en toda su distancia mediada por la cita, el disfraz y el talento, Javier Marías nunca fue, y jamás será, un desconocido. Será siempre una ausencia enorme, el día del Nobel que habría llegado a ganar, las noches etílicas que acaban con el recitado de Tu rostro mañana, e incluso los domingos en Twitter sin sus exabruptos, porque yo no creo en la ansiedad de la influencia que promulgaba Bloom, yo no quiero matar a mis padres literarios —menos aún a mis madres—, pero siempre estimulan los adversarios ideológicos que, desde su altura de colosos, engrandecen a los que venimos detrás y somos, necesariamente, diminutos; tan, tan pequeñitos aún a la sombra del siglo XX.
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