La ascensión de Ocaña de artista a fetiche andaluz
El pueblo sevillano de Cantillana celebra el aniversario del nacimiento y muerte del pintor que convirtió su vida y obra en una lucha artística y precursora de los derechos LGTBI
En las calles del pueblo sevillano de Cantillana, por cada azulejo dedicado a la virgen de la Asunción hay otro enfrente para la Pastora, las dos devociones a las que se entrega maniqueamente la localidad. Pero las guirnaldas de luces que ya festonean las callejuelas anuncian que, en pocos días, le toca a la primera salir en procesión. Los pintores tiñen de brillantes blancos, ocres y azules las fachadas para el día grande de los asuncionistas, el 15 de agosto. En esas debió verse, en algún momento de la España gris de finales de los 60, el joven José Pérez Ocaña, devoto de su Asunción y solo reputado encalador por aquel entonces. Fue poco antes de que cambiase la brocha gorda por los pinceles, antes de que le diese la vuelta a la faltona etiqueta de “maricón” del pueblo y se proclamase, coronado con mantilla y joyas, como “la Pasionaria de los mariquitas” en las Ramblas de una Barcelona inserta en la convulsa Transición.
Tanto corrió Ocaña en convertir su vida en arte performático, oda al folclore andaluz y grito activista LGTBI que, en pleno 75 aniversario de su nacimiento y a punto de arrancar el 40 de su muerte, los jóvenes creadores de hoy aún le sienten tan actual que le han ascendido a icono de un nuevo andalucismo sin complejos que usa el imaginario más tradicional del sur para deconstruirlo y agitarlo con orgullo.
Aquellas “viejas” —como las llamaba el propio pintor— que enrejan los flecos de los mantones, acuden a entierros y ven procesiones en los cuadros de Ocaña no están tan lejos de las escenas pastel de la obra del joven creador sevillano Ricardo Pueyo. Ni el elogio de la mantilla, de los corales y del folclore que realiza hoy el bailarín Carlos Carvento en su drag y en su obra Maricón de España se antoja tan distante de aquel cantillanero que lanzaba piropos a la virgen en la película Retrato intermitente (1978), de Ventura Pons.
En pleno aumento de los delitos de odio, ni siquiera parece tan remoto en el tiempo contemplar la agitación y la violencia de la serie de dibujos a pastel Paliza y detención que Ocaña creó después de que, en julio de 1978, la policía le agrediese por pasearse travestido por las Ramblas. Y eso que el artista se marchó de su Cantillana natal en 1971 huyendo de la opresión de las críticas de un pueblo “que se le quedó pequeño”, como apunta José Manuel González, fotógrafo y amigo del artista. Pero nunca renegó de una localidad a la que volvía con cada primavera y verano, fascinado por esos “fetiches”, como él los llamaba, que cuajan su cosmovisión pintada y performática: esas viejas, la copla, el campo andaluz, la virgen o sus recurrentes ángeles. “Me gusta mucho ser de pueblo, y de este, donde unos me quieren y otros me critican”, resumía el mismo pintor.
No es la única contradicción que se entrevera en su producción artística. “Ocaña es tremendamente andaluz en sus expresiones, pero eso lo encuentra cuando llega a Barcelona”, apunta Andrés Luque, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla y especialista en vanguardias. En los apenas 12 años que van desde la llegada a la ciudad condal a su prematura muerte en Cantillana, el creador fue capaz de producir una obra diversa, heterogénea, cambiante y muy prolífica. “Trabajaba mucho, se pasaba hasta las dos de la mañana pintando”, recuerda Jesús Pérez Ocaña, hermano mellizo del artista. Para conseguir esa velocidad, pasó del lienzo y el óleo al papel y el acrílico. “Ahí es cuando toma un lenguaje más propio, aunque no tiene una evolución lineal. Su pintura es intuitiva con el color. Coge los recursos estéticos que le interesan”, resume José Naranjo, pintor e investigador de la obra del cantillanero.
Luque aprecia en la obra de Ocaña conexiones con el fauvismo francés, el impresionismo alemán, el surrealismo o el arte naif de Henri Rousseau: “Es más conceptual que técnico. Es dinámico, reforma con el color y la línea para provocar un sentimiento. Ocaña es un valiente en el sentido amplio porque su interés es mostrarle a todo el mundo su realidad, que no es la suya sino de la homosexualidad de aquel momento”. Ese universo vibrante quedó plasmado en una gran variedad de pinturas que él vendió, trocó o regaló a sus clientes, amigos y familiares.
Unas 80 piezas, de una producción mucho más amplia y dispersa en colecciones particulares de España, lucen desde hace cuatro años en el Centro de Interpretación Ocaña de Cantillana, ubicado en una antigua iglesia conventual rehabilitada. Cuando en 1996 Ángeles García, actual alcaldesa del pueblo y entonces concejala de Cultura, habló por primera vez del proyecto recuerda que la tildaron de “loca”. “Tenía clara su importancia, pero tuvimos que hacer mucha pedagogía entre los vecinos para hacerla comprender”, explica la regidora.
Y no fue precisamente porque Ocaña pasase desapercibido cuando visitaba el pueblo. Encarni Ortiz, sobrina del pintor, le tiene grabado “bajando del autobús con sus pantalones anchos, su mantón, su bombín y los jazmines en el pelo”. Por aquel entonces, el cantillanero ya era un creador de cierto renombre en Barcelona y, con cada viaje, el pueblo se dividía entre los jóvenes y mujeres mayores que se sentían “atraídos” por los pasacalles o decoraciones para el Corpus que organizaba y los que “le criticaban” por su visibilidad, como recuerda su amigo González. “A él no le daba miedo de nadie, le contestaba al que le dijese algo. Pero cuando lo pasaba mal se refugiaba en su hermana”, apunta Ortiz, en referencia a su madre, Luisa. Y ella, sentada a su lado, replica en uno de los atisbos de lucidez que su enfermedad le concede: “¡Qué lástima de mi Pepe! Tenía leones a su alrededor que le defendían”.
Era el precio de ser un adelantado, de reivindicar la pluma y el travestismo en señora andaluza a golpe de mantilla, recreaciones de procesiones y salvas a la virgen, lo que que él llamaba “ser teatrero”, más por interés antropológico y superstición que por creencia religiosa. “De cualquier improvisación —creadas especialmente en Barcelona— surgía una obra de arte, aunque él no tenía el concepto de performance actual”, apunta Naranjo. La obra de Ocaña es quizás hoy más conocida gracias a la fascinación que siguen produciendo las escenas grabadas por Ventura Pons o los icónicos posados que hizo para Colita —en los que aparece desnudo, engalanado con peina, gargantilla y mantón— y que la fotógrafa ha donado al museo en Cantillana.
“Muestra la vitalidad contra la marginación, la valentía contra la vida, pero desde un modo ingenuo. Es tremendamente espiritual, le da un gran valor al folclore. Es un artista con muchísimas aristas. Hoy, sigue siendo rupturista, podría ser la bandera de todos los chicos de hoy en día”, resume Luque. Por eso, al profesor le contraría que su obra pictórica aún no esté tan valorada como debiera, aunque su hermano Jesús aprecia “como ha ganado valor en las galerías de arte”. Luque centra su crítica en la falta de libros y más estudios que den a conocer “su sufrimiento para sacar la cabeza” y la escasa presencia del artista en museos públicos de referencia, a los que señala de “siempre aceptar obras de los mismos”. Ese vacío institucional —disociado del interés que genera el artista entre los jóvenes creadores— lo sufre el propio pueblo de Cantillana, que lucha desde hace meses por introducir el Centro Ocaña en la red de Espacios Culturales de Andalucía y por conseguir subvenciones que les permitan dejar de tener que financiarlo “a pulmón” con un presupuesto de apenas 30.000 euros, como se queja la alcaldesa.
Ángeles García confía en que las efemérides que conmemoran el nacimiento y muerte del pintor hagan posible el cambio de tendencia. De momento, una carroza dedicada Ocaña, que participó en las pasadas fiestas del Orgullo en Madrid, visitó el pasado 28 de julio Cantillana, como primera parada de una ruta por la España rural en la que reivindican el sexilio que sufren las personas LGTBI de pueblo. Pintada de amarillo, llena de cintas de colores y coronada por un sol, la batea recuerda la que fue su penúltima actuación. El 23 de agosto de 1983, Ocaña acudió a la llamada de su pueblo para organizar un pasacalles por la Semana de la Juventud. Se pintó la cara de vivos colores y se enfundó un mono amarillo del que pendían centenares de tiras de papel maché. Pero todo ardió, prendido por unas bengalas que llevaba en sus puntas un sol que completaba el disfraz.
José Pérez Ocaña murió el 18 de septiembre, víctima de las quemaduras y complicaciones que se derivaron de una hepatitis mal curada. Su entierro fue justo como él describió y pintó proféticamente en su sobrecogedora obra El velatorio (Premonición). “Por fin lo he pintado. El velatorio lo veo con alegría, no con lloro. En Andalucía, el velatorio y la fiesta van muy juntos”, dijo cuando acabó su obra. Y el pueblo cumplió su voluntad. Quien hizo arte de su propia vida protagonizó su última performance festiva. “Incluso sus detractores fueron a su entierro. ¿Que qué era mi hermano? Ocaña era todo: era maricón, era pintor y, sobre todo, era una gran persona”, zanja su mellizo emocionado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.