Los festivales literarios son ‘Misery’: la experiencia extrema de un escritor en contacto íntimo con sus lectores
Cuando los autores celebramos el encuentro con el público nos referimos a intercambiar tres frases en una civilizada feria del libro, no a escucharnos las ventosidades nocturnas apiñados en cuartos de literas
“¿Qué te ha gustado más del festival: los ronquidos, la cama o que no haya agua en las duchas?”. Me lo preguntaba en el desayuno un escritor eslovaco gigante, un tipo de dos metros con el que acababa de pasar una de las peores noches que recuerdo. Estábamos en un refugio de montaña de los Alpes italianos, junto a un montón de extraños que se habían apuntado a aquel festival literario.
La cosa iba de literatura y reporterismo de viajes, y el formato combinaba caminatas —para el público que había pagado la entrada— y charlas al aire libre en la montaña con escritores venidos de toda Europa. Sobre el papel, cuando recibí la invitación, pintaba muy bien: unos días en el norte de Italia, paisajes de poeta romántico y tiempo para conversar. Era un festival más que atípico en el que los escritores en cartel formábamos parte del reclamo para quienes querían vivir eso que ahora se llama experiencia.
Ignorábamos que los ponentes seríamos arrastrados también a la experiencia. No se nos exigía tan solo que entretuviésemos al respetable con una charla amena, sino que nos fundiéramos en el ambiente rústico alpino, hasta el extremo de compartir cama, secreciones, ronquidos y cuarto de baño con los lectores y oyentes.
Cuando los escritores celebramos el contacto con el público nos referimos a intercambiar tres frases en la civilizadísima feria del libro, no a escucharnos las ventosidades nocturnas apiñados en literas concentracionarias. Sin embargo, cada vez son más los gestores culturales que imaginan formas extremas de forzar la intimidad entre escritores y lectores, y abundan los festivales excéntricos donde el invitado ya no sabe si va a hablar de sus libros o a ejercer de terapeuta, amigo postizo, bufón, animador de cenas o incluso amante, que de todo hay y de todo pasa.
Escribir y leer no bastan. Esa forma de relación —intimísima, por otro lado— entre autores y lectores basada en el acto de pasar páginas en silencio es insuficiente en este siglo del yo caprichoso. Ahora, el libro es a veces solo una excusa para justificar una industria de eventos en la que los autores ejercemos de monitores de tiempo libre para una parte del público ansiosa por vivir experiencias.
Cuando los organizadores del festival alpino se montaron en el todoterreno y bajaron al pueblo, a dormir a sus casas, nos quedamos a merced del dueño del refugio, una especie de Gárgamel que apagaba las luces a las diez de la noche y cerraba con llave las duchas para que no gastáramos agua. Nos preguntábamos por qué no nos habían llevado a un hotel después de cenar. Los asistentes querían vivir esa experiencia comunitaria, pero a nosotros solo se nos pagaba (poco, pero se nos pagaba) por hablar y responder preguntas. ¿Por qué nos hacían dormir así? ¿Era acaso una forma de desmitificación? ¿Un memento mori para nosotros y una constatación para ellos de que los escritores que les gustan también roncan?
Hace años, coincidí en un festival (este, convencional) con una cantante mítica del rock (y aunque omito su nombre por pudor, el adjetivo mítica es adecuado). Su habitación de hotel era paredaña a la de un amigo escritor que la admiraba mucho y se puso nerviosísimo al saber que compartía tabique con su ídolo. El tal tabique era muy fino, y en mitad de la noche, mi amigo escuchó ruidos que humanizaban demasiado a su ídolo y que le amargaron el viaje y el disfrute de sus canciones, que ya no sonaron igual. El escenario no sirve para encumbrar al orador, sino para proteger al público que lo admira y no quiere saber que necesita comer más fibra para mover el intestino o que usa una camiseta de la Expo 92 para dormir.
Sin llegar a los extremos de los Alpes, es bastante común que el escritor feriante se comprometa a actividades que van mucho más allá de una charla o una mesa redonda. Cenar con un grupo de lectores muy pequeño en el reservado de un restaurante o animar una tertulia con café en un hotel son ya rutinas para cualquier juntaletras cuyos libros hagan un mínimo eco en la bóveda del mercado. Abundan también las convivencias con escritores, como la que montan en Menorca bajo el título de Islados, en la que un grupo de lectores pasa un fin de semana largo con un escritor que les imparte un taller.
En el balneario de Panticosa, en el Pirineo aragonés, se celebra en julio el festival Tocando el Cielo, que mezcla a escritores y músicos para un público muy selecto que se aloja en el hotel. Las jornadas Transversal hacen algo parecido, pero solo con escritores, en un hotel de lujo en la playa de El Vendrell. Hay muchos más en toda Europa, y los encuentros clásicos, al estilo del Hay Festival, también propician el roce entre invitados y público con actividades premium e íntimas que se ofrecen pagando un poco más.
En esos casos, las habitaciones cómodas y la comida estupenda hacen de la experiencia algo mucho más civilizado y menos propio de un reality de televisión, pero todos abundan en un sentimiento de absurdo e irrealidad. Al final del día, no hay un solo autor que no se pregunte qué diablos hace allí con toda esa gente. Quizá sean síntomas apocalípticos, propios de una sociedad a la que se le atragantan los libros y prefiere que se los cuenten quienes lo escriben. Se ha naturalizado tanto, que son pocos los escritores capaces de escapar de estos circuitos sin condenarse a la irrelevancia.
La vida literaria de hoy consiste en evitar por todos los medios que el escritor se quede en casa escribiendo. Si la novela moderna acabó con el narrador omnisciente (ese que todo lo sabe y todo lo cuenta en tercera persona), la vida literaria moderna ha creado un tipo de lector omnisciente que empieza a parecerse a la Anna Wilkes de Misery, la terrorífica novela de Stephen King. No queda lejos el día en que se presente un festival con un único lector entre el público, celebrado en una cabaña aislada en el bosque. Estoy deseando que me inviten. Espero, al menos, que esté bien pagado.
Babelia
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