Lawrence de Arabia en el calor de Oxford
Encuentro con las sandalias del aventurero, el recuerdo del explorador Wilfred Thesiger y los campos de juego en la añeja ciudad universitaria
Hacía un calor infernal en Oxford, pero ni aun así podía imaginar que iba a encontrarme con Lawrence de Arabia. Fue en el Ashmolean, el apabullante museo de arte y arqueología, en el que además inauguraban una exposición sobre los prerrafaelitas. Prerrafaelitas, Lawrence y yo: no se me ocurre más feliz coincidencia. El Ashmolean, en el corazón de Oxford, está lleno de cosas hermosas y emocionantes, pero la gran sorpresa me la llevé en las salas dedicadas a los textiles, tras pasar por la sección de rarezas (el museo empezó en el siglo XVIII como edificio para albergar el gabinete de curiosidades de Elias Ashmole), con objetos como los zapatones de John Bigg, el verdugo de Carlos I, o las espuelas del propio monarca, que nunca imaginó que las fuera a calzar tan separadas de la cabeza. En una vitrina estaba ¡la vestimenta árabe de T. E. Lawrence!
A ver, yo tenía controlada una muda, la que generalmente se exhibe en el National Army Museum de Londres, en Chelsea. Pero, claro, Lawrence debía de tener más, en el desierto te ensucias mucho, sobre todo si vas dinamitando trenes turcos o te das un revolcón en Deraa, chez el bey… Será por fondo de armario, Thomas Edward. El caso es que ahí estaba un conjunto extraordinario con túnica de seda blanca y dorada, cinto con daga preciosa y un anillo de oro y zafiro blanco que el maniquí mostraba en un dedo de la mano izquierda. Pero lo más conmovedor eran un par de sandalias, baqueteadas como si acabarán de hacer toda la marcha a pie hasta Áqaba. Pasé mucho rato mirándolas, abismado en pensamientos de valor, sacrificio y arena. Entonces caí en la cuenta de que no era raro hallar huellas de Lawrence en Oxford, pues vivió su juventud aquí desde los ocho años, cuando la familia se trasladó en 1896 a la ciudad universitaria para que él y sus hermanos tuvieran una buena educación.
Vivían al norte en una casa victoriana de ladrillos rojos en el número 2 de Polstead Road, una de cuyas puertas se subastó no hace mucho y en la que podían verse unas rayas que habían ido marcando el crecimiento de T. E. Lawrence (no llegaban muy arriba). El chico estudió en la City of Oxford High School y en 1907 ingresó en el Jesus College, de donde salió para ir a excavar a Karkemish, la revuelta árabe, la moto, etcétera. Por lo visto ya era un apasionado de la arqueología y de la historia militar y tenía en mente liberar un pueblo que no reveló. Según los que lo conocieron, se preparaba para un asunto serio que el destino le tenía reservado. Yo hacía lo mismo y he acabado de periodista de cultura. Visitar Oxford tiene eso, que no puedes dejar de preguntarte si has aprovechado bien tu vida, y si te hubiera ido mejor de estudiar en el Magdalen o el Trinity.
Pasaba ante los college y me sentía como una versión aún más desgraciada y sin corbata del Charles Ryder de Retorno a Brideshead. Mi melancolía aumentó al encontrarme al atardecer en un campo de juego cerca del Museo de Historia Natural (donde saludé al dodo de Jordi Serrallonga) y el Pitt Rivers, cuya visita me recomendó hace años el añorado Mike O’Grady, una pelota de críquet que destacaba roja sobre la hierba como un recordatorio de pasadas glorias. Se la enseñé al recepcionista paquistaní de mi nada victoriano hotelito Victoria House, en George Street —en mi habitación apenas cabíamos mi melancolía y yo—, por si me enseñaba los rudimentos del juego y por hacer un amigo, pero estaba muy ocupado, el hombre. Así que volví a deambular por la ciudad, compré una postal para Javier Marías, visité el castillo y todas las librerías que encontré, como nos habíamos conjurado a hacer algún día con Mike. Acabé en una de viejo, Arcadia Second Hand Books, en Sant Michael Street, un poco más allá del pub The Three Goat Heads y cerca de la Torre Sajona. Vamos, que sólo faltaba el sheriff de Nottingham. El local ofrece también recuerdos y viejas fotos y postales. Las estaba mirando cuando el dueño me dijo que tenía de todos los college y me preguntó a cuál había ido. Sólo abrir la boca ya comprendió que a ninguno, pero se mostró muy cordial mientras yo revolvía las pilas de libros e iba a dar con un ejemplar de la biografía del explorador Wilfred Thesiger por Michael Asher, que por cierto escribió otra estupenda de Lawrence de Arabia.
Thesiger (1910-2003) fue también estudiante en Oxford (en el Magdalen, donde capitaneó el equipo de boxeo de la universidad) y asimismo un amante del desierto y, como muchos papeles y cosas de Lawrence (i. e. la ropa), su archivo y sus maravillosas fotos están depositadas en instituciones de la ciudad, en su caso el Museo Pitt Rivers. Le expliqué al propietario de la librería, un hombre mayor, culto y amable que se llama Michael, que Thesiger cruzó el Rub al Khali, el temible desierto del centro de Arabia, el Territorio Vacío, con un grupo de beduinos en camello y ataviado como ellos; quizá estudiar en Oxford predispone a vestirse de árabe, arriesgué. Con el libro en la mano como el taciturno príncipe danés con la calavera de Yorick, le comenté a Michael que yo había conocido a Thesiger poco antes de morir. Le sorprendió. “¿Y cómo era?”. Especial. Entre una persona y un camello prefería un camello. A no ser que fueras un beduino; entonces dependía de la circunstancia. “¿Usted cree que conoció a Tony Blair?”. Me desconcertó la pregunta. Lo dudo, dije, porque no tenía vida social ni amigos. Todo lo más guardaba fidelidad a Haile Selassie. “Qué triste”.
Quizá fuera el calor, el peso del viaje, y que llevaba dos días pateándome Oxford como un poseso casi sin comer, pero me invadió una pena del tamaño de la Torre Carfax. Allí estaba, sin Mike, ni compañía alguna, excepto el librero y los lejanos recuerdos de un explorador misántropo muerto y de las polvorientas sandalias de Lawrence de Arabia. Pero entonces recordé que llevaba la bola de críquet, roja como la antorcha de la vida, y corrí de vuelta a los campos de juego recordando el Vitai lampada —”Play up! play up! and play the game!”, ánimo, ánimo y juega el juego— y aquellas palabras de los Siete pilares de la sabiduría: “No obstante, era feliz; pues había estado entre individuos capaces de cualquier cosa, y el mundo creería que él también lo era”.
Babelia
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