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EL CORREO DEL ZAR
Columna
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En el Crac de los Caballeros, tras los pasos de Lawrence de Arabia

Jean Rolin sigue en un libro el viaje en 1909 del aventurero personaje para estudiar los castillos cruzados de Oriente Medio

Jacinto Antón
El crac de los Caballeros, castillo sirio de los hospitalarios.
El crac de los Caballeros, castillo sirio de los hospitalarios.

He vuelto al Crac de los Caballeros, el gran castillo de los cruzados en la otrora Tierra Santa y hoy Siria. Estuve en 2009 y fue una experiencia sensacional, aunque incluyó un ataque de vértigo en las almenas de la muralla exterior indigno de alguien que se subió allí muy pinturero, esgrimiendo un palo como si fuera una espada y pensando que era el valiente Balián de Ibelín (el personaje real en el que se basó, desbrozándolo un poco, el protagonista de El Reino de los Cielos de Ridley Scott). En fin, peor ha sido después lo que se ha vivido en el castillo durante la guerra civil siria...

Esta vez he visitado el Crac, o Krak, que también se escribe así y que queda como más exótico, en un libro, lo que es más seguro, de la mano de Jean Rolin (Crac, Ediciones del Asteroide, 2019). Soy un gran fan de su hermano mayor (se llevan dos años y ambos fueron soixante-huitards del ala dura), el novelista Olivier Rolin (1947), autor de uno de mis libros de cabecera, Meroe (Anagrama, 2001), la crónica de un desengaño amoroso purgado en Jartum con melancolía y arqueología, una de las novelas más arrebatadoras que he leído; pero me encanta la forma de mezclar géneros de Jean (1949), que junta ficción, periodismo, historia y literatura de viajes –y además es un apasionado de los pájaros, los barcos y los maestros de la aventura-. En La cerca (Sexto Piso, 2002) mezcló de manera alucinante un paseo por el bulevard Ney de París, describiendo a personajes marginales del barrio, con la vida del propio mariscal de Napoleón.

Ahora en Crac nos lleva a un personalísimo y apasionante recorrido actual por los castillos de los cruzados en Oriente Medio siguiendo los pasos de Lawrence de Arabia. Como es sabido, años antes de incrustarse en la rebelión árabe y convertirse en ese legendario personaje, pulido por Lowell Thomas y David Lean, T. E. Lawrence había vivido de joven, a los veinte años, una aventura primigenia e iniciática viajando en 1909 por Palestina solo y a pie a fin de visitar las fortalezas de los cruzados, con el  propósito de preparar su tesis doctoral para Oxford que titularía Influencia de las Cruzadas en la arquitectura militar europea hasta finales del siglo XII (calificación cum laude). En esa época, Lawrence ya sobreactuaba (aunque no tanto como luego con el traje de staff beduino que le regaló Feisal y el puñal de Nasir) y portaba el germen de inconformismo, desequilibrio, genialidad y valor que le llevaría a conquistar Aqaba y entrar en Damasco.

El Crac recibe el impacto de una biomba durante la guerra civil siria.
El Crac recibe el impacto de una biomba durante la guerra civil siria.

Rolin empieza su itinerario tras los pasos de Lawrence y sus 37 castillos, basándose especialmente en sus cartas, explicándonos como buen mitómano que, como el autor de Los siete pilares de la sabiduría, él también pasó parte de su infancia en Denan (la familia de Lawrence se había instalado allí para huir del oprobio de que el padre hubiera abandonado a su esposa e hijas legítimas). Nos cuenta luego los prolegómenos del viaje de Lawrence –el gran Doughty le recomendó que no fuera, por los peligros-, y cómo este se embarca en la aventura, desde Beirut, con una cámara de fotos, una guía Baedeker de Siria y una pistola Mauser (mejor que mi palo). Menudo y aniñado (los locales le echan 15 años), Lawrence, al que por entonces no le interesan para nada los camellos, tendrá algunos encuentros desagradables, incluso uno que casi prefigura su mixtificada violación años después en Deraa.

El viaje de Rolin, en 2017, durante la guerra siria, es, claro, muy distinto y resulta apasionante observar como ambos trayectos se imbrican, se juntan y se alejan a lo largo del camino. Rolin no pierde nunca de vista a Lawrence ni a los castillos, entre ellos el de Safita o Chastel Blanc, el castillo del Mar en Saïda o el de Margat. En una ocasión lanza una piedra desde el mismo sitio en que lo hizo el personaje, la ventana de la capilla del castillo de Beaufort, y en otra desciende a la planta baja del torreón del de Saône (o de Saladino) -del que menciona la historia del cráneo de Rober el Leproso-, para ver si es cierto que allí reside una enorme colonia de serpientes: solo encuentra dos cisternas. Pero el francés lleva su propia agenda y sus espléndidas descripciones del paisaje de la región y de las personas que se encuentra -así como su ironía y su inteligente sentido del humor (advierte a los estadounidenses que deben aprender de los cruzados que “para forjar una amistad duradera con los tus aliados locales no basta con haber combatido juntos al emir de Mosul”)- tienen un extraordinario interés por sí mismas, más aún porque reflejan el estado de las cosas y las gentes en estos tiempos convulsos. Por otro lado, Lawrence no pudo visitar como él el alucinante museo de Hezbollah en Mlita o escuchar la historia de la búsqueda de la cabeza perdida del soldado israelí Yonatan decapitado por un misil en el castillo de Beaufort. Del celo de Rolin en su periplo da fe que va a visitar el castillo de Shobek, uno de los dos que Lawrence se dejó en su viaje de 1909, junto con el famoso Kerak del denostado Reinaldo de Chatillon, al que el avanturero británico no fue, paradójicamente, porque unos beduinos habían arrancado las vías del ferrocarril. Esa fortaleza de Shobek, nos explica Rolin, Lawrence la visitó en 1918 ya como Lawrence de Arabia y a lomos de Wodeiha, su camella favorita., aunque, apunta, es raro que lo hiciera montado porque resulta imposible.

Cuando fue Lawrence había un lío de cabras y perros parias.  Yo solo encontré turistas. Jean Rolin se ha topado con una situación posbélica.

Es en el Crac, llamado así porque originariamente, antes de que los hospitalarios lo reconstruyeran y lo convirtieran en su macizo castillo, había una guarnición kurda (Hisn al- Akrad, “la fortaleza de los kurdos”, de donde el cristianizado Krak), donde coincidimos por fin, metafóricamente, Lawrence, Rolin y yo. El primero prácticamente cumplió los 21 años allí y lo describió en su tesis como “quizá el castillo mejor conservado y el más maravilloso del mundo”, con lo que no podemos más que estar de acuerdo. A los tres nos impresionó especialmente el corredor en rampa de acceso al recinto interior. Por no hablar de las vertiginosas vistas desde las murallas y el gran patio interior con el Salón de los Caballeros. Cuando fue Lawrence había un lío de cabras y perros parias y el castillo estaba ocupado por centenares de personas que vivían ahí. Yo solo encontré turistas. Y Rolin se topó con una situación posbélica: el castillo y el pueblo a sus pies habían estado tomados dos años por los rebeldes del Ejército Sirio de Liberación y lo había recuperado el ejército del régimen de Assad en 2014 tras una lucha intensa en la que la fortaleza fue alcanzada por la artillería. Vio la destrucción causada, incluido el impacto de una bomba aérea en una torre que ríete tú de las catapultas de Baybars cuando lo asaltó en 1271. El castillo cayó sin embargo con una estratagema: el sultán hizo llegar una carta falsa en la que el gran maestre de los hospitalarios ordenaba su rendición.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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