Cita frustrada con Lawrence de Arabia
Acudí a mi cita periódica con Lawrence lleno de alegría, pero ya no estaba allí donde está siempre
Acudí a mi cita periódica con Lawrence de Arabia lleno de alegría. Siempre es un placer encontrarte con los viejos amigos. A diferencia de cuando he quedado con Johnny Depp, Shakira o Karl Popper, con T. E. Lawrence no he de pensar qué ponerme: basta con no parecer turco. Te ve con aire de bey e igual se sobresalta; o vaya a saber, que lo que pasó aquella noche loca en Deraa no lo tengo muy claro y el propio Thomas Edward creo que tampoco. Fui al encuentro de negro, que siempre resalta el traje blanco de él, el famoso atavío de jerife que Lawrence prefería al uniforme de oficial británico. Se veía igual de bajito, y no digamos de ridículo, pero a un tipo vestido de jerife no se lo dices a la cara, y menos si lleva de complemento una daga de dos palmos, por no mencionar la dinamita. A Faisal, su patrón, no le hacía demasiada gracia que Lawrence vistiera como un descendiente de Mahoma, y ninguna que apareciera ataviado de tal guisa en la conferencia de paz en Francia en noviembre de 1918 (en el desierto aún, Aurens, se diría el emir, pero en Francia, por favor…). Sin embargo, Lawrence lo tenía claro: “Si vistes ropa árabe, viste lo mejor”, algo que no le vamos a discutir, y menos en ICON.
Mi cita con el famoso autor de Los siete pilares de la sabiduría no era en el Wadi Rum ni en Áqaba sino en el National Army Museum de Londres (NAM), que es como mi segunda casa. Llego a Londres y mientras otros se van a comer al 34 en Mayfair a mí se me van las piernas ya desde Victoria Station rumbo a Chelsea y al museo. Es una tradición saludar allí a los viejos amigos, el teniente Walter Hamilton, VC, el de los Guías de Peshawar, masacrado en Kabul; el general Sam Browne, VC, el rey del cinturón, que perdió un brazo en Seerporah (no Sephora) de un sablazo pero llevaba la manga vacía como nadie; o Crimean Tom, el gato de Sebastopol (disecado).
En el NAM admiro ropa como otros lo hacen en Savile Row. Pienso cómo me quedarían el gabán de Wellington, la kurta (ojo, no la curda) del jemadar Sadda Sing, del Segundo de lanceros, o la guerrera ensangrentada de William Gordon, que recibió tantos espadazos en el cuello que los médicos le llamaban el paciente descabezado, pero era un héroe. Así voy dando vueltas por el museo retrasando el placer de la cita con Lawrence, un realista maniquí que viste la ropa icónica auténtica de T. E. por el que siento un cariño que reconozco que puede parecer raro, pero no hacemos daño a nadie.
Sin embargo, el otro día, al ir a su encuentro, ¡no estaba! Lo busqué por todas partes, incluso en el bar (es normal que Lawrence de Arabia esté sediento, me dije para calmarme). Nada, desaparecido. ¡Por Dios, si lo habían tirado podrían habérmelo dado a mí! Consulté en información. Una jovencita muy atenta me explicó que estaba en el almacén. ¡En el almacén mi Lawrence! Pero que está previsto que regrese hacia finales de marzo. “Claro, no, por supuesto, es comprensible que lo eche a faltar, es un activo muy importante del museo. Tranquilícese, que volverá y así también tendrá que volver usted”, estableció con una sonrisa encantadora. Visto que congeniábamos —la chica tenía un aire a la teniente O’Neil—, le expliqué mis aventuras en el viejo museo antes de la reforma, cuando te podías vestir de zulú. Quiero creer que la impresioné. En todo caso, cuando regrese mi amigo Lawrence, ¿quién dice que no se pueda montar la revuelta árabe en formato trío?
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