Diez grandes películas para cinéfilos en HBO, el rincón de las series
Buceamos en las plataformas en busca de joyas cinematográficas. En la perteneciente al conglomerado de Warner se encuentran títulos de directores como Martin Scorsese o Elia Kazan
“No es televisión, es HBO”. El famoso eslogan de la plataforma estadounidense, a medio camino entre la credibilidad y la soberbia, hizo furor describiendo un estilo de hacer series. Y, sin embargo, con independencia de su espectacular catálogo de relatos audiovisuales por capítulos, HBO también posee un amplio inventario de cine. Eso sí, no demasiado bien estructurado y con un algoritmo y un buscador como mínimo discutibles, ya sea para encontrar estilos o épocas determinados.
En ese sentido, HBO está cerca de parecerse a Amazon, con su abundante paquete de películas seleccionadas sin demasiado criterio, en el que se juntan genialidades y basuras. Ahora bien, aun sin llegar a la ingente oferta de Prime Video, y donde por tanto hay mucho más donde elegir, se pueden seleccionar al menos tres decenas de obras incontestables. Pocas sorpresas, pues en la plataforma lo que suele haber son obras célebres, aunque al menos sí de gran calidad. A igualdad de excelencias, en esta quinta pieza del recorrido por el mejor cine en plataformas, que estamos desarrollando desde hace unos meses, hemos primado los títulos que se disfrutan en exclusiva. La inmensa mayoría de estos 10 solo pueden encontrarse en HBO.
‘Bonnie y Clyde’ (1967), de Arthur Penn
Junto con El graduado, de Mike Nichols, la película que empezó a cambiar las tornas en el adocenado panorama del Hollywood de los años sesenta. La avanzadilla de los moteros tranquilos y de los toros salvajes, del mejor cine de la historia, el que murió en 1980 para pasar a ser otra cosa. Un cambio así, pero distinto, sería bienvenido hoy en día. Solo hay que ver los cinco primeros minutos de Bonnie y Clyde para darse cuenta de que allí no había un frío delineante haciendo cine: había un ardiente carnicero, y de los buenos, cortando cada plano, de perspectivas y encuadres inesperados, con una expresividad inusual. Amoral y sexy, divertida y desconcertante, la obra de Penn es también crítica y social, de ese modo que solo los directores que no miran desde su atalaya moral logran labrar. Su mirada a la pobreza y a los desahucios en la era de la Gran Depresión es desoladora y revolucionaria.
‘¡Jo, qué noche!’ (1985), de Martin Scorsese
Premio a la mejor dirección en el festival de Cannes, After hours (título mucho más atractivo que el delirante encabezado para su estreno en España) es una de las más perfectas pesadillas en vigilia que haya dado el cine. Un flirteo en una cafetería acaba con un número de teléfono apuntado, pero la consiguiente cita en busca de una simple aventura sexual degenera en una absurda y enloquecedora noche en la que parece imposible volver a casa. Con una efusiva puesta en escena y unos travellings tan veloces que parecen de dibujos animados, Scorsese conecta una serie de personajes deslumbrantes y peligrosos, que se mueven entre las tinieblas con una sonrisa. Ni Scorsese ni el guionista, Joseph Minion, tenían muy claro cómo acabar la cómica odisea nocturna de su criatura. La solución se la dio el ya anciano director británico Michael Powell, amigo de Scorsese, marido de la montadora, Thelma Schoonmaker, y asesor personal: la circularidad; el fin, justo donde el inicio. Perfecto.
‘Blade Runner’ (1982), de Ridley Scott
Pocos personajes más trágicos que los replicantes: unos robots indistinguibles de los seres humanos, con recuerdos, emociones y la inteligencia de sus creadores, pero con una fecha de caducidad vital de cuatro años, y que además son utilizados como esclavos en otros planetas. La poderosa Tyrrell Corporation, con los mejores ingenieros genéticos, no supo calcular que aquello era el principio del fin, la llamada a una inevitable revolución: ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas? La densidad visual y sonora de Scott, auspiciada por el genio de todos sus colaboradores, el mito griego de Prometeo, la metáfora freudiana de matar al padre, además de referentes tan distintos como Moebius y El matrimonio Arnolfini, acaban conformando una obra maestra de la ciencia ficción que, con personajes y pesimismo fatalista de neonoir, va adquiriendo un profundo romanticismo. “He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser”. La hora de la muerte, la hora del arte.
‘Como en un espejo’ (1961), de Ingmar Bergman
Primera integrante de la llamada Trilogía del silencio, formada también por las soberbias Los comulgantes y El silencio, Como en un espejo es una obra de cámara con apenas cuatro personajes, seres entre la pasión y el dolor que, aunque sean familia, sufren una inagotable incomunicación: un padre escritor, altivo, egoísta y con una úlcera de estómago; una hija con problemas mentales; el marido de esta, carcomido por la angustia, y un segundo hijo adolescente, en el que reina la confusión. Perversa y asfixiante, pese a estar ambientada en una casa junto al mar, la película clama por el poder del arte, dibujado en el duro rostro del escritor, rígido, ególatra y con una extraña capacidad para humillar. Una vez preguntaron a Bergman en quién pensaba a la hora de escribir estos personajes, y contestó sin vacilación: “En mí mismo”. De fondo, la música de violonchelo de Bach y el espléndido blanco y negro de la fotografía de Sven Nykvist.
‘Medianoche en el jardín del bien y del mal’ (1997), de Clint Eastwood
“Esto es Lo que el viento se llevó con mescalina”. Son palabras de uno de sus protagonistas, el periodista interpretado por John Cusack, que llega a la ciudad para escribir un artículo de 500 palabras y sale de allí con una novela. Pero el concepto sobre el ambiente de la plácida y trágica Savannah, en Georgia, sirve también para definir la película: el relato de un lugar bello y decadente, cargado de tradicionalismo, homofobia y buenas palabras, por el que circulan, más o menos escondidos, chaperos de clase trabajadora, nuevos ricos homosexuales, transexuales negros y blancos extravagantes y hasta dementes, en medio de un crimen por juzgar. En una época en la que, a partir de Sin perdón (1992), a Eastwood le brotaban los peliculones casi sin proponérselo, su adaptación de la novela de John Berendt hace honor a sus últimas líneas: “La resistencia al cambio de la que tercamente hacía gala Savannah era su salvación y su encanto”.
‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’ (1966), de Mike Nichols
Una pareja destrozándose entre sí. Tan doloroso en la vida, tan atractivo en el cine. Y no una cualquiera: Richard Burton y Elizabeth Taylor, casados y divorciados en dos ocasiones, amor y odio en la vida real, interpretando a un docente universitario de Historia, un fracasado que no ha pasado de profesor adjunto “en 500 años” y fallido aspirante a escritor, y a la agotada hija del decano de la Universidad. Se despedazan en una noche de alcohol, amargura, lujuria y humillación, con otros dos testigos cómplices: un joven profesor de Biología y su esposa “de caderas estrechas”, recién llegados al campus. El retorcimiento y la vileza que se muestran ambos tiene su origen en la magnífica obra teatral de Edward Albee, que Nichols, en su prodigioso debut como director, filma con una amplia profundidad de campo que permite tener varios focos en su interacción psicológica. La clave: el hijo de la madura pareja, que no se sabe si está muerto del todo o muerto solo para ellos.
‘Antes de amanecer’ (1995), de Richard Linklater
El sueño de cualquier joven: de antes, de ahora y de después. Hacer un viaje por lugares lejanos y bellos, encontrarse con un alma gemela y compartir las más bonitas horas de una vida. La complicidad, la ternura, la atracción. Una caricia, una canción, un libro, quizá un polvo. Jesse, joven estadounidense de pelo grunge y espontaneidad a borbotones, y Céline, estudiante francesa y culta como solo los franceses saben ser, se comen con la mirada y las palabras con Viena como testigo. El mejor de los encuentros, la más fantástica de las citas: en el mismo sitio, a la misma hora, seis meses después. Pero, ¿es eso posible, mantener el amor y el ardor durante tanto tiempo días sin verse? Linklater, analista del tiempo, de las relaciones y de las emociones, inició con esta película generacional una sensacional trilogía sucesivamente esquiva, desesperanzadora y amarga. La vida y el amor son simplemente así. Antes de amanecer, Antes de atardecer, Antes de anochecer. Y la que venga.
‘Un tranvía llamado deseo’ (1951), de Elia Kazan
El deseo, la decadencia del cuerpo y del espíritu, la locura, el desprecio y el sofocante calor de Nueva Orleans. Según Kazan, forjado en el teatro, que ya había dirigido la obra de Tennessee Williams en Broadway cuatro años antes, con Marlon Brando y Jessica Tandy como protagonistas, el mítico personaje de Blanche Dubois (que acabó interpretando Vivien Leigh) está inspirado en el propio dramaturgo, al que prácticamente echaron de su pueblo a causa de su homosexualidad, teniendo que refugiarse en Nueva York. Y esquivó la censura del código Hays con variados simbolismos, presididos por esa manguera que riega las calles inmediatamente después de la violación elidida de Stanley Kowalski, camiseta bañada en el sudor de la degradación, a su cuñada, de amargo pasado e incierto futuro. La fisicidad y la poesía de Brando, y la vulnerabilidad y la indefensión de Leigh pasaron a la historia.
‘Magnolia’ (1999), de Paul Thomas Anderson
Un lugar, el valle de San Fernando, y quizá también un mundo, asolados por el pecado y por la culpa. Una plaga bíblica en forma de lluvia de ranas, caída desde el cielo para la particular redención de cada uno de sus protagonistas. Una sociedad enferma, bajo la mirada compasiva de Anderson, que retrata a sus personajes a través del perpetuo movimiento de una cámara ágil y elegante, con la intensidad sonora de la música de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann: “Hay una cura / y por fin la has encontrado”. Magnolia es al mismo tiempo épica e íntima, espectacular y tenue, desoladora y bondadosa, y el director, con su habitual escritura visual, sublima las películas corales de vidas cruzadas de uno de sus maestros: Robert Altman. El azar en nuestras vidas, la opresión del padre hacia el hijo, la tragedia de nuestros días. Anderson simplemente nos regaló la mejor de las epopeyas ambientadas en la contemporaneidad del cine moderno.
‘Barry Lyndon’ (1975), de Stanley Kubrick
La picaresca española poco tiene que ver con el ingenio británico y, sin embargo, pocos personajes tan pícaros como el Barry Lyndon de la novela de William Makepeace Thackeray y la película de Kubrick. Un joven insolente y tímido, mequetrefe con una suerte de mil demonios, condenado a huir, a vagar y a sobrevivir como una mezcla de don Juan, de vividor y de crápula de la confusión. Desertor, fornicador, espía, jugador. Un tipo condenado a sucesivos duelos: disparos de hombría y dignidad, a veces casi risibles, que el director estadounidense filma como cuadros de William Hogarth y Thomas Gainsborough. Mientras, la fotografía de John Alcott, únicamente con la ayuda de velas, y gracias a una lente desarrollada por la NASA que permitía filmar en semejante penumbra, remite a los retratos de luz de George de la Tour y Joseph Wright of Derby. “¿Es cierto que Stanley hacía 25 tomas de algún plano?”, le preguntaron una vez a Ryan O’Neal, el protagonista. “De todos”, contestó el actor.
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