Scorsese, la contracultura y las píldoras de la felicidad
La llamada antipsiquiatría se ha convertido en un estigma para el campo científico; una contracultura dentro de la misma ciencia
A veces, la ficción viene a ilustrarnos acerca de la realidad gracias a su componente documental. Como ejemplo, sirva la película Shutther Island dirigida por Scorsese y basada en la novela del mismo título escrita por Dennis Lehane. En ella, una pareja de policías se adentra en el laberinto siniestro de un pabellón psiquiátrico localizado en una isla del puerto de Boston.
Tienen que investigar la desaparición de una paciente, pero la cosa se complica de forma opresiva, dando lugar a una película de tintes siniestros. Hay un momento, al principio de la cinta, cuando el doctor John Cawley -interpretado por Ben Kingsley- le dice al agente federal Edward Daniels - interpretado por Leonardo DiCaprio- que en el centro psiquiátrico que él dirige no se utilizan métodos antiguos para tratar al paciente, sino que se emplean nuevos procedimientos como la Torazina. Con lo de “métodos antiguos” el doctor Cawley se refería a la lobotomía, una manera científica de hurgar el cerebro en el quirófano para extraer el mal en forma de fibras nerviosas.
Esto nos lleva hasta la denominada cuarta revolución de la psiquiatría que vino marcada por la aparición de los psicofármacos, entre los que se encuentra la clorpromazina, un antipsicótico comercializado con distintos nombres, entre ellos el de Torazina; una molécula que fue creada originalmente para potenciar la anestesia. Si echamos la vista atrás, desde principios de los años 50, los fármacos han venido a suplir toda comprensión posible con el paciente, dejando el método del psicoanálisis freudiano en los márgenes de la ciencia, siendo las recetas extendidas por los psiquiatras la cura para unos males que no tienen cura de raíz, si no se atiende la determinación social como causa del comportamiento de los enfermos. Dicho así, resulta un tanto vehemente, pero esta es la base de la antipsiquiatría, revolución que viene determinada por la etimología de la misma palabra, compuesta por psyché- alma- iatréia -curación-.
Lo que plantea dicha revolución se aleja del reconocimiento deshumanizado que propone el tratamiento con píldoras. Se trata de una revolución que tarda en llegar, pues, desde que se sintetizó por primera vez la clorpromazina por el laboratorio Rhone-Poulenic, y se convirtió en el primer antipsicótico de la historia, desde entonces, la psicofarmacología ha venido a suplir a la camisa de fuerza, siendo la ingesta de una píldora la manera de conquistar químicamente la cordura. Sobre todo lo demás, lo que sostiene la antipsiquiatría es que hay que acabar con la “manipulación de la mente”, mediante métodos torturantes, incluidos los métodos silenciosos, es decir los fármacos.
Desde 1960, Thomas Szasz, David Cooper, Robert Laing, Maud Mannoni y Franco Basaglia criticaron la razón psiquiátrica, señalando el origen de los males de la mente en las estructuras sociales. Con ello, la llamada antipsiquiatría se ha convertido en un estigma para el campo científico; una contracultura dentro de la misma ciencia.
Los antidepresivos, que se pusieron tan de moda en los setenta, han seguido comercializándose a lo largo y ancho de nuestro enfermo mundo en sus distintas variantes. Ya, en la década de los ochenta, los citados antidepresivos evolucionaron a los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), recetados con tanta frecuencia hoy en día que el paciente los toma como si de caramelos se tratase. Con el tiempo, el uso de neurofármacos se ha convertido en algo habitual en buena parte de la población, de tal manera que los centros psiquiátricos se van quedando más vacíos.
Tal vez, por eso, ficciones como Alguien voló sobre el nido del cuco o la de Scorsese que hoy nos trae hasta aquí, nos recuerdan que la cordura no es algo que se elige, y que para los psiquiatras que defienden la antipsiquiatría, los métodos que se utilizaban antiguamente son los mismos de hoy en día cuando los ISRS actúan en el paciente como grilletes químicos, sobre todo durante las primeras semanas de tratamiento, hasta que el cuerpo se adapta a una medicina de la que dependerá durante el tiempo que su voluntad lo permita. No hay que olvidar que el síndrome de abstinencia viene también incluido dentro de la cajita de dichos fármacos.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento
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