Siempre nos quedará Ashbery
En este poeta, lo que dicen sus versos está siempre claro, pero el contexto de los mismos, es decir, la situación a la que aluden, no lo está nunca
Recuerdo cómo hablando de ese precario periodo de juventud en el que uno busca saber algo de sí mismo, Kazuo Ishiguro pasó de repente a comentarle a Susannah Hunnewell (The Paris Review) su pasión juvenil por las letras de las canciones de Bob Dylan.
Parte del atractivo de esas letras, dijo Ishiguro, era que no sabías de qué trataban. Y añadió: “Uno lucha por expresarse, pero siempre está frente a cosas que no termina de entender y se ve obligado a fingir que las entiende. Así es la vida durante gran parte de tu juventud, y te da vergüenza admitirlo. De alguna forma, las letras de Dylan parecen encarnar ese estado”.
¿Y qué suele suceder cuando un joven termina por comprender esas letras? A veces, se desespera por haberlas comprendido, por ese paso irreversible hacia el mundo adulto. En casos de desesperación, lo mejor será recordarle que siempre le quedará John Ashbery. En este poeta, lo que dicen sus versos está siempre claro, pero el contexto de los mismos, es decir, la situación a la que aluden, no lo está nunca. Nunca. Ashbery decía que era así como experimentaba la vida, porque uno podía concentrarse en lo que se hablaba en una terraza, por ejemplo, pero el contexto —como el mundo mismo— le resultaba siempre un misterio. Nada de angustia contenía esta declaración, porque detrás de ella simplemente venían estas razonables y tranquilas palabras: “Es muy difícil ser un buen artista y a la vez sentirte capaz de explicar de manera inteligente tu trabajo. De hecho, lo peor de tu arte siempre es aquello de lo que resulta más fácil hablar”.
De ahí que Ashbery, con sus “inexplicables versos”, resulte ideal para cualquier lector que busque rejuvenecer y revisitar algunos estados de estupor de su adolescencia, inscribirse en la mecánica misma de esa paradoja que viene dándose con este poeta que, por un lado, es un autor admiradísimo al que leen innumerables jóvenes —se habla de que estamos en la era Ashbery— y, por el otro, es un celebrado autor al que no entiende nadie.
Bueno, el otro día leí a un ensayista que decía haberlo entendido, y quedé horrorizado porque quien no entendió nada de lo que allí decía el ensayista fui yo, tal vez porque este parecía empeñado en ver las cosas como las veía de niño. Y hasta tuve la impresión de que aquella lectura me había condenado a ser eternamente alguien que no entendía las letras de Dylan. Cielo santo. Lo peor fue no comprender nada, salvo dos líneas del ensayo, donde se afirmaba que para Ashbery había siempre un núcleo incomunicable en nuestro interior, al que, abriéndonos paso con nuestra escritura, querríamos tener la capacidad de entrar y poder comunicarlo. No, por favor, no siga por ahí, casi le grité a aquel “explicador” del poeta inexplicable. Y me pareció que Ashbery me apoyaba y pedía que fuera comprensivo y recordara que, de joven, como decía Ishiguro, “uno lucha por expresarse”.
No pude estar más de acuerdo. Claro, me dije, que últimamente no se observa lucha alguna en más del noventa por ciento de los libros que se publican.
Babelia
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