Sibelius vuelve a reír y llorar en Viena
Klaus Mäkelä dirige a la Filarmónica de Oslo en un admirable ciclo de las siete sinfonías del compositor finlandés, en el Konzerthaus, durante tres días consecutivos
Quizá no haya una ciudad más apropiada que Viena para escuchar un ciclo de las sinfonías de Jean Sibelius (Hämeenlinna, 1865 - Järvenpää, 1957). El compositor finlandés se formó en la capital del imperio austrohúngaro, entre octubre de 1890 y junio de 1891, y aquí cumplió 25 años. No fue un período largo, pero resultó decisivo para decantar su trayectoria. Lo explica Erik Tawaststjerna, en su monumental biografía del compositor, a partir de las reveladoras cartas que escribió a su prometida (y futura esposa) Aino Järnefelt. No solo se mostró más autocrítico y convencido de su potencial para crear un estilo personal, sino que abandonó las composiciones camerísticas en favor de proyectos sinfónicos. Aunque no consiguió estudiar ni con Brahms ni con Bruckner, se enfrascó en las disputas entre sus partidarios y detractores. Y se alineó en el bando bruckneriano, a quien proclamó como “el más grande de todos los compositores vivos”, tras asistir al estreno de la última versión de su Tercera sinfonía y terminar herido por un brahmsiano radical. Tampoco faltó su adhesión a los wagnerianos, después de la impresión que le causó Sigfrido.
Pero, aparte de estas influencias, el aspecto más decisivo de los meses de Sibelius en Viena fue su inmersión en la cultura y la lengua finlandesa. La ciudad era ya esa urbe supranacional que retrata Stefan Zweig en El mundo de ayer. Y ese ambiente despertó en él un renovado interés hacia el idioma finés, pues su lengua materna era el sueco. En las cartas a Järnefelt, comenta su fascinación por el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa, y hace una confesión premonitoria para su música venidera: “El Kalevala me parece extraordinariamente moderno y para mis oídos es pura música, temas y variaciones; su historia es mucho menos importante que los estados de ánimo y la atmósfera que transmite”. La combinación de este poema épico con las experiencias vienesas marcaron el ascenso de Sibelius como sinfonista. Lo prueba el diseño de Kullervo, el preludio de todo su ciclo, que realizó tras escuchar una Novena de Beethoven, a Hans Richter y la Filarmónica de Viena, donde terminó conmovido hasta las lágrimas.
Al igual que Beethoven, Sibelius fue capaz de crear un ciclo de sinfonías que parte de una revaluación de la tradición y culmina en una propuesta intensamente personal. Un camino que, en el caso del compositor de Hämeenlinna, fue capaz de priorizar el estilo melódico del idioma finés, los ritmos del habla y su entonación, hasta convertirlos en música pura, frente a las asociaciones legendarias y folclóricas. En unas sinfonías experimenta con la tonalidad (caso de la Cuarta y la Sexta) frente a otras donde juega con el diseño formal (la Quinta y la Séptima), pero no es fácil agruparlas en tres conciertos. La opción teleológica con la meta de la Séptima (1924) puede ser la más atractiva. De esa forma, las dos primeras (1899 y 1902) funcionarían como continuación y distorsión de la tradición romántica, la Tercera (1907) como punto de inflexión, y la Cuarta ,Quinta y Sexta (1911, 1919 y 1923) como hitos importantes en el tortuoso camino hacia esa meta final.
Pero el director finlandés Klaus Mäkelä (Helsinki, 26 años) ha optado por agruparlas pensando más en la experiencia de cada concierto. Su primera gira internacional, como titular de la Filarmónica de Oslo, tras los aplazamientos y cancelaciones relacionados con la pandemia, se ha centrado en un inicio y fin de fiesta, en París y Londres, con Mahler levemente combinado con Sibelius en el caso inglés (y la colaboración de Lise Davidsen cantando Berg), pero también con sendas residencias de tres días, en Viena y Hamburgo, dedicadas a la integral sinfónica de su compatriota. La primera terminó anteayer, en el Konzerthaus vienés, entre sonoras ovaciones dedicadas a este joven director convertido ya en una fulgurante estrella actual del podio. E impulsada por su reciente debut, como artista exclusivo del sello Decca Classics, precisamente con la integral sinfónica de Sibelius y al frente de la orquesta noruega, que ha comentado elogiosamente Luis Gago en las páginas de Babelia.
En el primer concierto, del pasado sábado, 21 de mayo, Mäkelä planteó todo el arco evolutivo de Sibelius como sinfonista en una velada. Arrancó con la posromántica Primera sinfonía y culminó con las dos últimas que funcionan, para él, como una progresión natural que, después de Tapiola (1926), sumió al compositor en el silencio durante las últimas tres décadas de su vida, en que destruyó lo redactado como Octava sinfonía. Mäkelä luce sus propias ideas con estas partituras, a las que no escatima gestos de admiración. De hecho, en este primer concierto terminó elevando uno de los tomos de la edición crítica de Breitkopf & Härtel, con su inconfundible color azul y la firma del compositor en la portada, en medio de las ovaciones que provocaron su actuación. El denominador común de todas sus interpretaciones conjuga una asombrosa intensidad y flexibilidad sobre el podio, como resultado de una conexión admirable con sus músicos, pero donde reina una sorprendente contención expresiva.
Lo demostró en esta Primera sinfonía donde el clímax chaikovskiano del movimiento final sonó menos apasionado, aunque subrayó el inquietante final de la obra. Fue una brillante interpretación no exenta de algunos desajustes e imprecisiones, especialmente cuando Mäkelä ponía al límite a sus músicos, como sucedió en el scherzo y el finale. En el primer movimiento, el director finlandés no escatimó las decisiones extremas en las aceleradas transiciones hacia el desarrollo y la coda final al convertir cada sforzando del timbal en un cañonazo. Pero otras ideas fueron magistrales, como esa forma de oponer el bruckneriano scherzo y el futurista trío, que nos adelanta los maravillosos espasmos rítmicos, silencios retóricos y enigmáticas armonías del Sibelius venidero. Y hay detalles que evidencian cómo esta música sigue evolucionando en su cabeza, tras la grabación de Decca. Por ejemplo, el arranque del movimiento final le sonó verdaderamente appasionatto en la cuerda y reforzó su conexión con el tema del clarinete que abre la obra.
La Sexta sinfonía volvió a ser muy personal en manos de Mäkelä con ese discurso ingrávido, fluido y elegante del primer movimiento. Una lectura clasicista que impregna toda la obra y revela la extraña seducción del segundo movimiento, ensalza la diversidad rítmica del scherzo y plasma la variada retórica del final hasta disolverlo en el eco de la nota re. La Séptima es la sinfonía favorita de Mäkelä y en su lectura potencia su asombrosa unicidad. En cierto modo, el finlandés se comporta en ella como una especie de aeronauta que pilota la obra sin que notemos si el viento sopla a favor o en contra. Tal es su capacidad para hacer completamente natural cada una de sus transiciones. El do mayor final suena más a aterrizaje que a colapso y no escuchamos nada remotamente ominoso o pesimista, como ese “cierre de la tapa del ataúd” que proponía Colin Davis. Para Mäkelä hay vida más allá de la Séptima y lo demostró al conectarla con Valse triste como propina, una versión que sonó tan austera y exquisita como endemoniada.
El rocoso arranque de la Cuarta, que abrió el concierto del domingo 22 de mayo, dejó bien claro que en esta obra Mäkelä opta por cavar bien hondo. Se trata de una composición relacionada con la enfermedad y la protesta, pues Sibelius la escribió, entre 1909 y 1911, tras un angustiante diagnóstico de cáncer y contra el modernismo de Schönberg. Pero en ella también está muy presente una enfática confesión religiosa (durante su composición anoto en su diario esta frase lapidaria: “Una sinfonía no es una composición en el sentido habitual. Más bien es un credo”). La obra arranca como una pregunta convertida en una melodía de tonos enteros que se balancea y da paso a un lúgubre solo de violonchelo admirablemente tocado aquí por Louisa Tuck. Pronto un inquietante tritono toma el control del movimiento y hace lo mismo con el scherzo que sigue. Pero la cúspide musical de toda la obra fue el movimiento lento, admirablemente trazado por Mäkelä, y donde subrayó la conexión sonora de Sibelius con la música de sus ídolos juveniles: Bruckner y Wagner.
Como pareja de esta modernista sinfonía, el director finlandés optó por la Segunda, una obra donde distorsiona y reconsidera la sinfonía romántica. Mäkelä la abrió con un admirable relato del allegretto inicial donde remarcó su carácter de mosaico sonoro cuyo ensamblaje abarca toda la estructura de una forma sonata. El movimiento lento destacó por la oposición de sus dos grupos temáticos, que el propio Sibelius retrató como “Don Juan” y “Christus”, y el vivacissimo por el contraste entre el zumbido de la cuerda en el scherzo y la lenta reiteración del oboe en el trío. Pero la llegada al climático finale no resultó forzada ni tampoco monumental en la coda, aunque las obsesiones están muy presentes de principio a fin. Lo demuestra ese tema reiterado en la cuerda grave que representa el traumático suicidio de su cuñada Elli Järnefelt.
Mäkelä cerró su segundo concierto con una apabullante lectura del poema sinfónico Finlandia, que parece conectar con la Segunda sinfonía, en donde algunos han visto un oculto programa patriótico. Nada más lejos de la realidad. De hecho, si para el concierto del domingo el nexo entre las sinfonías había sido la reconsideración modernista, el último día, el lunes, 23 de mayo, se optó por combinar las dos sinfonías que plantean su reconsideración clasicista. La Tercera, escrita entre 1904 y 1907, está muy ligada a su famosa conversación con Mahler sobre la esencia de la sinfonía, que leemos en la pionera biografía de Karl Eckman. Mahler defendía que “debe ser como el mundo. Debe abarcar todo”, pero Sibelius insistió en que para él “están concebidas como música pura y elaboradas como expresión sonora, sin ninguna base literaria”. Para Sibelius, la música comienza donde terminan las palabras. Y Mäkelä asumió esa idea con una versión fresca y musculosa, pero también contenida, del allegro moderato inicial, en donde late el espíritu de Haydn. En el movimiento central hubo nostalgia, pero no drama. Y Mäkelä manejó admirablemente el espíritu de esta música con todas sus ambigüedades métricas y musicales, también en el movimiento final.
Tras la apabullante interpretación de la Tercera, el ciclo culminó con la Quinta. Y ambas sinfonías fueron quizá lo mejor de los tres conciertos, a pesar de la problemática acústica abierta y un punto seca del Konzerthaus vienés. Mäkelä se recreó desde el inicio del tempo molto moderato con la construcción de ese entramado sonoro que combina sensación atmosférica, diversidad tímbrica y sensación de movimiento, y que parte del acorde de mi bemol mayor, tal como la Eroica de Beethoven. Y volvió a resultar admirable la naturalidad en el manejo de las transiciones. Las variaciones del andante sostenuto sonaron fluidas y exquisitas. Y la lectura clasicista prosiguió con el movimiento perpetuo, del allegro molto final, ahora más ligero que en el disco, que conduce a esa victoria de la naturaleza en las trompas que Sibelius denominó “himno del cisne”. Pero la meta de Mäkelä fue más allá y extremó las complejas texturas que conducen al final, hacia esa tremenda coda formada por acordes secos en tutti separados por silencios, que sonaron como las columnas que sostienen el peso del mundo.
Tampoco faltó una propina como colofón del último concierto y escuchamos otra versión imponente de El regreso de Lemminkäinen. Se trata del final de la suite dedicada al héroe mitológico finés, cuya historia leyó Sibelius dentro del Kalevala en sus meses en Viena, y que rescató de su frustrado proyecto operístico wagneriano titulado La construcción del barco. Sibelius disfrutó y padeció a partes iguales en esta ciudad, como joven dado a la bebida y al despilfarro, que disfrutó mucho de esa mezcla de valses y risas que era Viena, pero que también vio frustrada su carrera como violinista en favor del incipiente compositor. En cierto modo, hemos vuelto a escuchar su risa y su llanto estos días en Viena gracias a Klaus Mäkelä y la Filarmónica de Oslo.
Babelia
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