‘Alcarràs’: respeto, pero no fascinación
Carla Simón posee sentido del neorrealismo, mundo propio, una forma honesta de retratar al prójimo. Admitiendo todas estas virtudes, este drama no me enamora
Tengo la sensación ante las enamoradas referencias críticas y el consecuente lanzamiento publicitario de esta película de que están proclamando sin sombra de duda que es algo equiparable a la llegada del Mesías. El supremo aval es que le han concedido el Oso de Oro en el último festival de Berlín. Y, aseguran, supone un impagable reconocimiento no solo de ella, sino también del cine español. Normal. Cómo no apuntarse y adoptar como propia la victoria ajena, a río revuelto, ganancia de pescadores, y esas cositas tan humanas. Y me acerco a ella con ciertas e insensatas precauciones. Por supuesto, no guardo demasiado respeto a los sacralizados Osos, Palmas, Conchas y Leones que coronan presuntamente al mejor cine de la actualidad. Ya he olvidado el título de la mayoría de las películas que han ganado en los últimos festivales, pero no el tedio que me procuraron. Y aseguran que los jurados agrupan a gente eminente. Simplemente, mis gustos no suelen coincidir con los suyos. Me vienen a la última y sobresaltada memoria la rumana Blue Moon, dirigida por Alina Grigore, la georgiana Beginning, dirigida por Dea Kulumbegashvili, y la francesa Titane, dirigida por Julia Ducournau. Que el Señor bendiga la vista y el oído de los espectadores (¿cuántos?) que se toparan con ellas.
Carla Simón se ha inventado Alcarràs hablando de una realidad que conoce, la de un grupo de gente que le resulta cercano, una familia de un pueblo leridano que se dedica a labrar la tierra y que vive (o sobrevive) fundamentalmente de la venta de sus melocotones. Planta o mueve la cámara con la intención de retratar su cotidianeidad, su crisis ante un mercado que va mal, el temor de que les expropien de sus raíces, los enfrentamientos internos, el mundo de los niños, los momentos de fiesta y compartido gozo interpretando canciones populares, la queja ante las supuestas autoridades por la ruina que se les viene encima, o recuerdos de los ancianos de la casa, el desánimo, la necesidad de tirar p’alante. La mirada de la directora es limpia, todo parece creíble, el lirismo de la comunión con la tierra no está subrayado, el micromundo de intérpretes no profesionales se mueve con absoluta naturalidad, son veraces, nada en ellos parece forzado.
Tampoco lo están los diálogos. Ignoro si esta gente improvisa o si se ajustan a un guion, o ambas cosas. Y existen momentos bonitos en la captación de sus vidas, a veces plácidas, a veces angustiadas, otorgándose mutuamente calor, temiendo las explosiones del hombre que capitanea el barco, que cubre las necesidades vitales de todos y que pretende que, además de un presente, tengan un futuro. Carla Simón posee sentido del neorrealismo, mundo propio, una forma honesta de retratar al prójimo.
Admitiendo todas esas virtudes, no removiéndome demasiado en la butaca a lo largo de dos horas llevaderas, disfrutando en algún momento, respetando la actitud y la forma de concebir el cine de su creadora. Pero reconozco también que no me fascina, que no me enamora, que no me dona las sensaciones que más valoro en el cine. Será que me identifico mucho más con las ficciones que con la realidad, con lo que me provoca ensoñación, intriga, miedo, risa, morbo, emoción, que con la filmación de la realidad. Y le deseo lo mejor a esta atribulada familia de labradores leridanos. Pero si confesara que su universo me apasiona, sería un impostor.
Alcarràs
Dirección: Carla Simón.
Intérpretes: Jordi Pujol Dolcet, Anna Otin, Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet Jounou, Berta Pipó.
Género: drama. España, 2022.
Duración: 120 minutos.
Estreno: 29 de abril.
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