El Premio Mies van der Rohe reconoce la arquitectura inclusiva y la apuesta de cambio de Grafton y Lacol
El máximo galardón que concede la UE distingue el trabajo de cooperativas de autores que replantean la relación entre arquitectura y dinero
¿Qué quiere ser Europa? ¿Qué podría ser? La mejor arquitectura apunta siempre caminos, abre puertas y consolida avances técnicos y sociales. También ha servido para reflejar el poder. Por eso, premiando cooperativas de autores, una relación distinta entre inversión y arquitectura y contribuciones tanto externas ―para mejorar la ciudad― como internas ―para favorecer la vida de los ciudadanos―, el jurado de la decimoséptima edición del Premio Mies van der Rohe que concede la Unión Europea está otorgando ese poder a la gente. El galardón ha recaído este año en Yvonne Farrell y Shelley McNamara, fundadoras de Grafton Architects en 1978, por su proyecto para la nueva sede de la Universidad de Kingston, mientras que el premio de arquitectura emergente ha reconocido a la cooperativa catalana Lacol por la vivienda colectiva La Borda, en Barcelona. Cuando sabemos que es la economía, más que las ideologías, la que hoy dibuja el mundo, conviene resaltar el talante de escuchar, de acercarse al usuario ―que además va dejando de ser anónimo― y de, voluntariosamente, contribuir a la construcción del nuevo escenario de poder y convivencia que es capaz de conseguir la arquitectura.
En Londres, el nuevo edificio de la Universidad de Kingston es más un ambiente que un inmueble. Construye una atmósfera de estudio, convivencia y encuentro. Y su fachada comparte esa voluntad de cohabitación con la ciudad. ¿Cómo? Desdibujando el perímetro del edificio. Convirtiendo su frente en terrazas y galerías. Acercando la luz exterior y, a su vez, haciendo que desde la calle se pueda contemplar el dinamismo de la vida estudiantil en el interior.
Como “una experiencia emocional”, lo describió el jurado presidido por la mexicana Tatiana Bilbao. Con su fachada de pórticos apilados, el inmueble habla de dentro hacia afuera. Es un centro de estudios atípico. En él no se espera que los estudiantes vayan de la biblioteca al auditorio o a las aulas de danza. Está preparado para que los alumnos se detengan en sus pasillos, para que las escaleras se conviertan en miradores, para que la importancia de la vida universitaria que queda al margen de las clases reciba el trato que merece.
En Barcelona, también el premio de arquitectura emergente es innovador. La cooperativa Lacol firma la vivienda colectiva La Borda, que fue el edificio de madera más alto levantado en la ciudad. Con una cubierta vegetal y 20 placas fotovoltaicas, que acumulan una cuarta parte de la energía que emplean los inquilinos, el edificio ofrece una alternativa al funcionamiento habitual del mercado inmobiliario. Se podría decir que son viviendas donde se trabaja en equipo. Sin alquileres ni propiedad, funcionan con la implicación de sus habitantes.
El Ayuntamiento de Barcelona cedió el solar en el barrio de Sans ―por el que pagan un canon anual―. Y la colaboración de la comunidad de usuarios va más allá de periódicas reuniones, y discusiones, de vecinos. Se comparten las destrezas, los recursos, el tiempo, las ideas y las obligaciones de los inquilinos. Los propios profesionales de Lacol forman también un equipo. Cada uno de sus 14 integrantes aporta un campo de conocimiento distinto para promover un cambio urbano que es, naturalmente, político. ¿Qué buscan? Cierta paz, es decir: una sostenibilidad ecológica, económica y social.
Identidad icónica
523 proyectos procedentes de 41 países optaban al galardón, que quedó reducido a los cinco finalistas que visitó el jurado. La universidad londinense ya ganó el Premio Stirling, y las propias autoras, el Pritzker en su penúltima edición. Por eso es la unión de estos dos proyectos la que propone una alternativa a la construcción de la ciudad: el rostro de la universidad pero también, y a la vez, el cuidado individual en el claustro.
Las columnatas de 200 metros que construyen la fachada significan el inmueble. Le proporcionan una identidad icónica al tiempo que lo hermanan con el vecino edificio de la administración del condado de Surrey. Pero hay más que cooperación y ciudad. Esas columnas están construidas con piedra recuperada. Así, el edificio hace pedagogía y ciudad de la misma manera que el patio interior alienta la buena vida de los usuarios. El edificio es tanto su como los encuentros de los usuarios.
También los ciudadanos construyen La Borda. Antes de empezar a diseñar las viviendas, sus arquitectos y usuarios ya habían innovado. La cooperativa Lacol se involucró con los inquilinos para construir una alternativa habitacional en Barcelona. El resultado fueron estas viviendas participativas pensadas desde abajo. Se trataba de acercarse a conocer las necesidades reales de los usuarios ―en lugar de forzarlos a adaptarse a una forma de vivir estandarizada―. Los socios-usuarios cuidan y dirigen el proyecto. Trabajan para poder usar su casa, no para convertirla en un bien de inversión. El propietario es el Ayuntamiento. La cesión es por una vida: 75 años. Por eso esta es una propuesta arquitectónica que trata de hacer frente a la especulación. Y, el de esta edición, un premio doble a las alternativas para vivir en un continente que quiere ser un lugar habitable y sostenible y no un parque temático de la historia.
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