La mala fama de João Gilberto
Puede que fuera un auténtico perro verde pero su dedicación a la música hacía que se disculparan sus fobias
Fueron amigos íntimos y se despidieron casi simultáneamente. El periodista Zuza Homem de Mello murió el 4 de octubre de 2020, con 87 años. Presentador de programas musicales, organizador de conciertos y festivales, era un tipo apasionado: ya jubilado, dedicó el último tramo de su vida a redactar Amoroso, pensada como la biografía definitiva del gran João Gilberto. Según la viuda de Zuza, unos días antes había concluido ese trabajo. En realidad, ahora que leemos la versión en español de Libros del Kultrum, se detectan algunos errores (¿gira con un tal Jimi Hendricks?) y surge la sospecha de que tal vez el tomo no estaba rematado.
Podemos entender las reticencias de Zuza sobre cómo acabar el libro: le imaginamos mordiéndose la lengua. Gilberto, que falleció en 2019, con 88 años, rompió con muchos de sus amigos debido a su última pareja, una dama de buena familia llamada Claudia Faissol. Las incursiones de Claudia en la vida profesional de João fueron desastrosas; solo ella pudo lograr que João Marcelo y Bebel Gilberto, sus dos primeros hijos (de diferentes madres), se unieran para obtener la tutela del padre y así gestionar asuntos como la costosa pelea con EMI, multinacional que editó sus decisivos tres primeros elepés. Generoso, por no decir manirroto, João fue desahuciado de su casa y Caetano Veloso tuvo que acudir al rescate.
Una de las obsesiones del biógrafo es diluir la fama de excéntrico que rodeaba a Gilberto: los retrasos en citas y conciertos, las manías con los hoteles, los caprichos gastronómicos, la antipatía por las entrevistas, el odio al aire acondicionado. Todo ello, viene a decir Zuza, es el pequeño peaje a pagar por el perfeccionismo de João, manifestado en la obstinación por equilibrar el output de su voz y su guitarra (podía requerir la presencia de su técnico de sonido favorito, el japonés Kenichiro Kondo, en cualquier sala de conciertos del mundo).
No eran meros antojos. Zuza desmenuza el contenido de cada álbum de Gilberto, incluyendo los hechos en directo, para evidenciar su constante reinvención del repertorio básico, tanto en lo instrumental como en lo vocal. Insiste en que João no era exclusivamente un intérprete de bossa nova, aunque esa fuera su puerta hacia la universalidad. Tocaba infinidad de palos anteriores: samba, samba-canción, choro, baião, marcha, frevo, sin olvidar el bolero, la canción italiana y el pop estadounidense de entreguerras; sus orígenes profesionales están en los grupos corales tipo Os Cariocas o Anjos do Inferno, a cuya evolución se dedican más de 20 páginas.
Amoroso es, cierto, un libro escrito en Brasil para brasileños; se agradecen las notas a pie de página añadidas por el traductor, Antonio Jiménez Morato. Y retrata perfectamente el momento en que un país con complejo de Tercer Mundo logra que el planeta entero siga sus ritmos sinuosos. La bossa, feliz producto del diálogo entre el samba y el cool jazz, generó un bum comercial que se tradujo en la dispersión de sus creadores. João Gilberto también vivió ese exilio laboral, con largas temporadas en Estados Unidos y México, aunque terminó reintegrándose a su país, donde no ganó precisamente concursos de popularidad.
Pero siempre tuvo admiradores elocuentes. Como el monje budista Celso Marques, que le sitúa en Amoroso como la apoteosis de la brasileñidad; “considero el samba como el toque de tambor de los intereses comunes y el pacto social que convoca y levanta a todas las tribus de la nación brasileña. La batida del samba en la guitarra de João Gilberto, por él inventada y elevada a la sublimación artística, expresa la sacralidad del sentido de pertenecer a la tribu. El arte de João Gilberto es una antorcha que ilumina la parte más digna de lo que somos como nación, pero que acaso nunca lleguemos a alcanzar como país”.
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