Luis de Pablo, el compositor global
El compositor fallecido este domingo fue uno de los impulsores de la restauración de la vida musical española a mediados del siglo pasado
Es difícil comprender la magnitud de un creador cultural sin evaluar dos factores: los requerimientos de su época y los datos y el talento de su personalidad. La trascendencia de su legado se juega en la conjunción de ambos factores. En los años cincuenta del pasado siglo, España pedía exigencias hercúleas en todos los ámbitos de la producción cultural. Había que restaurar una vida musical en la que todo era precario o inexistente, y eso solo para hablar de una vida musical clásica cuyos lazos se habían roto por la catástrofe de todos conocida.
Pero si hablábamos de composición de música nueva, las dificultades rozaban el delirio: había que desaprender el molesto legado de la tradición, aprender o inventar nuevas vías de creación; había que enfrentarse al analfabetismo estructural de un país franquista, que no solo no sabía, sino que no quería saber lo que las nuevas generaciones proponían en el resto de países de nuestro ámbito. Incluso, y en eso Luis de Pablo fue pionero, había que dar a conocer las ricas tradiciones de culturas no occidentales. Había que crear nuevas instituciones, otras vías de enseñanza, diferentes fórmulas de conciertos. Y todo ello, al mismo tiempo que se formaban como artistas.
Luis de Pablo fue la persona que se enfrentó a ello con mayor fuerza, talento y capacidad para comprender la dimensión del conjunto. Se formó como compositor de nuevo tipo allí donde nadie le enseñaba, se abalanzó a los terrenos de la gestión, fue un propagandista imbatible y, a la postre, un profesor imprescindible. Y, por si esto fuera poco, está su contribución a la música cinematográfica española, que alcanzó cotas de referencia en sus colaboraciones con cineastas como Carlos Saura o Víctor Erice.
Si Luis de Pablo se embarcó en todas estas batallas no era solo por capacidad y afinidad, que también, sino porque España lo exigía: a grandes carencias de país, grandes personalidades. Luis de Pablo se aplicó al modelo de la máxima exigencia que primaba en la reconstrucción cultural de la Europa de posguerra. Solo que en España esa reconstrucción presentaba dificultades diabólicas, el país destrozado se soportaba sobre una dictadura que había hecho del horror al cambio una de sus señas de identidad.
Luis de Pablo nació en Bilbao en 1930, el mismo año que su fiel compañero de generación Cristóbal Halffter, curioso que también haya fallecido el mismo año. De formación autodidacta, lo que podía haber sido una anomalía se convirtió en seña de identidad y de fortaleza. Gracias a esa energía Luis de Pablo, como todos los autodidactas, practicó la formación permanente, la curiosidad intelectual en grado sumo, la alerta ante todo lo que conformaba el devenir de la vida social. Pero quizá en los años cincuenta no fuera tan bonito. Universitario con carrera de Derecho, lo que no era muy frecuente en esos años, entró pronto a trabajar como abogado. Gastaba todo su tiempo libre, incluido el del sueño, en su pasión y en buscar los resquicios de una vida cultural precaria.
En 1958, el crítico Enrique Franco apadrina a un grupo de jóvenes en lo que sería el grupo Nueva Música, están Halffter, De Pablo, Barce, García Abril y algunos más que pronto se bajarían del tren de la acelerada modernidad. De entre los escasos referentes en los que apoyarse, los músicos tenían el ejemplo de los pintores, los cineastas, los literatos. Pero, en breve, las cosas se aceleraron. De Pablo viaja al extranjero, ve que la modesta modernidad que se podía vislumbrar en España, y que va del serialismo inicial a un Bartók o Stravinsky de primera época, se la había llevado el viento. Que había entrado el azar, la experiencia de la música electrónica, el contagio de las otras culturas musicales… todo un magma para el que había que ser veloz y audaz. Y si esta música tenía que hacer presente, había que producirla y defenderla. El De Pablo gestor se puso en marcha, primero con una serie de conciertos a inicios de los sesenta llamados Tiempo y Música que nacieron infiltrados en los Sindicatos del SEU. Aquello duró lo que duró, pero la apuesta seguía en la mesa.
A mediados de la década, una familia de industriales vascos, los Huarte, le proponen hacer algo con su patrocinio; así nace ALEA, la iniciativa que marcaría un antes y un después en Madrid: conciertos de alto nivel con las músicas más avanzadas de la época. Por aquí pasaron y nos visitaron nombres como Pierre Boulez o Karlheinz Stockhausen. De la mano de ALEA llegó el primer laboratorio madrileño de música electrónica y, como clamoroso fin de fiesta, los Encuentros de Pamplona de 1972. Al fin España pintaba algo en el panorama de la vanguardia mundial.
Pero en los setenta el país ya no era el mismo, los Huarte se retiran discretamente de la aventura y el régimen franquista agoniza. Luis de Pablo aprovecha para convertirse en profesor internacional en Estados Unidos y Canadá. A su vuelta, a finales de los setenta, aprovecha su experiencia como profesor y acoge a una nueva generación de ávidos aspirantes a compositores. En breve, en 1983, crea el CDMC (Centro para la Difusión de la Música Contemporánea), que dos años más tarde deja en manos de Tomás Marco para centrarse en sus labores creativas. Por esos años, acomete su proyecto más ambicioso, la ópera. En el 83 estrena Kiu, en un panorama que no concebía que el género lírico pudiera ser algo actualizado. Luego llegarían cinco más, la última será, El abrecartas, programada por el Teatro Real para el año próximo y a la que el maestro no ha podido llegar a presentar.
Con la desaparición del último grande de la vanguardia musical española, nos enfrentamos a la batalla contra el olvido con la inevitable orfandad que eso conlleva, especialmente para los que fuimos sus alumnos, pero con la convicción de que la historia no arde, como decía el diablo/Volland en El maestro y Margarita.
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