Enrique Franco, mucho más que un crítico
Enrique Franco fue un gran crítico de música; en cuanto a su relación con EL PAÍS, que empezó con el periódico, en 1976, fue un hombre especialmente cumplidor, hasta excesivamente cumplidor; aparecía por el diario, sobre todo los sábados, como un gentleman, con unos folios en las manos; contaba las líneas como un amanuense, y las depositaba en una máquina de escribir, cualquier máquina de escribir; ya se sabía que eran las críticas de Enrique Franco.
Era celoso de su oficio y de su sitio, y cumplía, digo, casi exageradamente, como si tuviera en el cerebro ya el contenido de lo que debía decir, y pusiera a funcionar su máquina de la memoria de escuchar música, de degustarla y de criticarla. Cuando él no estaba, hacían su oficio José Luis García del Busto, Andrés Ruiz Tarazona o Juan Ángel Vela del Campo, que estaban (y están) dotados de la misma capacidad de cumplimiento que el maestro.
Sus palabras iban más por el lado de la erudición que por el del gusto
Explicaba en el periódico lo que aún se explicaba poco en las escuelas
Enrique tenía detrás una larga leyenda (se decía que había hecho la música de Montañas nevadas), y era cierto que fue un imaginativo e insistente director de la principal emisora de música clásica de este país, Radio 3.
Su familia, cuya raíz estaba en Cuba, estaba enriquecida hacia atrás y hacia delante con la existencia de artistas o intelectuales como su hermana, la profesora Lolita Franco, la mujer de Julián Marías, los padres de Javier, el escritor; y su hermano, Jesús Franco, el cineasta, y su sobrino Ricardo, que son indicativos de la relación de los Franco con las artes más diversas; Odón Alonso, el director de orquesta, también es pariente suyo.
Tenía una memoria muy bien poblada, y muy nutritiva; sus visitas al periódico eran lecciones para todos nosotros, y eran lecciones que nunca dictó con ánimo de apabullarnos, sino con ánimo de distraernos, que era una forma del magisterio de entonces.
De su generación era también nuestro crítico teatral, y de tantas cosas, Eduardo Haro Tecglen, y tanto éste como el que ahora nos deja tenían la misma ansiedad por su espacio y por su sitio, eran críticos a la antigua, creían que ese lugar periodístico debía tener la continuidad de la misma pluma, y cuando no estaban era como si algo se les separara del cuerpo.
Las críticas de Enrique eran muy profesionales, muy puntillosas; a veces se le iban más por el lado de la erudición y menos por el del gusto, quizá porque él quería ser extremadamente respetuoso con los intérpretes, y no se fiaba de su propio gusto a la hora de enjuiciar el gusto ajeno; era una forma de respeto, creo.
En todo caso, era un hombre muy didáctico, con nosotros, sus compañeros en la Redacción, que éramos entonces, ay, muy jóvenes, y con el público, como si hubiera adoptado también la posición del maestro que explicaba en el periódico lo que aún se explicaba muy escasamente en las escuelas.
Cuando hablo de la apariencia de Enrique, de aquellos trajes hitchcockianos con los que venía a vernos antes o después de los conciertos, con su pipa majestuosa y su barriga prominente, es porque esa fisonomía inolvidable le daba a nuestros ojos el aire con el que lo recordamos: en aquel periódico de máquinas de escribir, de humo e incluso de alcohol (durante un tiempo), Enrique Franco era el toque del periodismo que ya se estaba yendo y que aparece diluido en películas como Primera plana o Ciudadano Kane. Él era de esa época, siempre lo fue.
Era un hombre curioso por todo; la historia (la Falange, el franquismo, la naciente democracia, la democracia) le había hecho un escéptico que vibraba tan sólo con la música y con la conversación. Y con el tabaco de pipa.
Es, para los que le leíamos entonces, inolvidable una crónica que ponía en su sitio la entonces lejanísima calle donde estuvo siempre EL PAÍS, que es donde está: Miguel Yuste. Todos creíamos que Miguel Yuste era como un seudónimo, nada, una calle. Hasta que Enrique, poco después de haber nacido el diario, escribió en las páginas de Arte y Pensamiento ese artículo en el que relataba que Miguel Yuste había sido un compositor.
Su título era: Miguel Yuste, algo más que una calle. Enrique Franco era, entonces, antes y ahora, mucho más que un crítico: un hijo de su tiempo, un compositor, un hombre generoso que hizo de su paso por la radio y por este diario un camino en el que siempre esperó de los otros el genio que muchas veces subrayó, otras echó de menos, pero nunca regateó.
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