Las azafatas que devolvieron el ‘Guernica’ a España
Las asistentes de vuelo de Iberia Isabel Almazán y Beatriz Ganuza viajaron en el avión que trasladó el cuadro de Picasso hace hoy 40 años de Nueva York a Madrid
La azafata Isabel Almazán tenía aquel día 38 años y asegura que notó cierto revuelo a bordo al embarcar en Nueva York, pero tal vez es un recuerdo inventado después, cuando todo se supo. El avión, un Boeing 747 de Iberia, despegó del aeropuerto John F. Kennedy con algo de retraso, a las 20.20, hora de Nueva York. En cierto modo, fue un vuelo normal, uno más del IB-952. Pero, pasadas las ocho de la mañana, hora de Madrid, cuando el avión rodaba ya por la pista de aterrizaje rumbo a las dársenas del aeropuerto, el comandante Juan López Durán soltó la noticia. Isabel Almazán y una de sus compañeras de aquel vuelo, Beatriz Ganuza, de la misma edad, recordaban ayer en una cafetería de Madrid sus palabras. No se les han olvidado: “Señoras y señores, les informo de que hoy han viajado con un compañero muy especial: el Guernica, que ha vuelto hoy a España y que venía también en el avión”. Ninguna de las dos azafatas sabía nada. La inmensa mayoría de los pasajeros tampoco.
Tras la sorpresa, todos, incluidas las dos mujeres, rompieron a aplaudir de la emoción. Era el 10 de septiembre de 1981, Franco había muerto casi seis años atrás, y el cuadro más famoso de Picasso, cargado con todo el simbolismo de la última historia de España, regresaba a su país en la bodega de un avión enrollado y metido en un cilindro gigante de cientos de kilos de peso. Los últimos 44 años los había pasado expuesto en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), aguardando a que España cumpliera las condiciones que Picasso impuso para su regreso, que se resumían en una: libertades públicas. Hacía tiempo que la democracia española cumplía esas condiciones, pero las reticencias de la familia del pintor y las largas de la institución estadounidense retrasaron la entrega. De cualquier forma, aquella mañana soleada y calurosa de hace 40 años estaba destinada a ser histórica porque en ese momento aterrizaba en Barajas, por así decir, el último exiliado de la Guerra Civil.
En ese vuelo viajaban los principales responsables de la devolución de la obra. El ministro de Cultura del momento, Íñigo Cavero; el por entonces director de Bellas Artes, el historiador Javier Tusell, y el subdirector de Artes Plásticas, Álvaro Martínez-Novillo. También, según contaba este último en un reportaje publicado en este periódico en 2016, desperdigados por distintas zonas del avión, varios policías de paisano convenientemente disfrazados de espías de película con gabardinas largas, encargados de custodiar el cuadro y reaccionar ante cualquier imprevisto. No se produjo. Todo discurrió como la seda. De hecho, las dos azafatas no los recuerdan. “A lo mejor les servimos una Coca-cola a los policías-espías, vete tú a saber, pero no me acuerdo, la verdad. Todo fue muy normal hasta que aterrizamos”. El ministro y los altos cargos debieron viajar, según adivinan las dos azafatas, en lo que entonces se denominaba Grand Class, ubicada en un segundo piso y en donde los butacones se transformaban por la noche en auténticas camas que los viajeros utilizaban después de ponerse un pijama de dos piezas color vino burdeos “muy mono”, que la compañía les ofrecía.
Tras el anuncio del comandante, Isabel Almazán vio por la ventanilla del avión que se había formado un gran revuelo en la dársena donde iba a aparcar la aeronave. Vislumbró autoridades, altos cargos, decenas de periodistas y fotógrafos, cámaras de televisión y guardias civiles en mangas de camisa y con tricornio. “Ahí me di cuenta de la importancia de lo que llevábamos. Para reírme, le comenté a una compañera: “Ni que fuéramos Ava Gardner”.
El comité de recepción no era para menos. El Gobierno de Adolfo Suárez se había tomado el asunto como un caso prioritario, destinado a cerrar un capítulo más —no el último pero tampoco el menos importante— de la Transición política. Por eso, según explicaba Martínez-Novillo hace cinco años, el Gobierno español había llegado incluso a amenazar al MoMA con demandarlo judicialmente si no se decidía a devolverles el cuadro antes del 25 de octubre, fecha en que se conmemoraba el centenario de Picasso. El cuadro que el pintor español más famoso del siglo XX concibió tras enterarse del bombardeo de la localidad de Gernika por la Legión Cóndor durante la Guerra Civil debía colgarse por fin, y por derecho, en un museo de la nueva España.
Las dos azafatas ya conocían la pintura. La habían visto en Nueva York en algún viaje anterior. Ambas comenzaron a volar a mediados de los años sesenta y disfrutaron de una buena época para ser azafata, con buenos sueldos y estancias pagadas con dietas de dos o tres días en las ciudades de destino antes de emprender el viaje de regreso.
El cuadro se instaló al principio en el Casón del Buen Retiro. Hay una foto icónica en la que la pintura aparece detrás de un cristal blindado, custodiada, los primeros días, por un guardia civil armado. Después, poco a poco, la vida de todos giró hacia la normalidad. El Guernica se trasladó en 1992 al Museo Reina Sofía y ya se expuso sin cristal protector. La azafata Beatriz Ganuza, para estar más cerca de su familia, se jubiló a los 55 años, acogiéndose a una prerrogativa de la compañía. Elena Almazán, de espíritu más viajero e inconformista, aguantó volando por el mundo hasta que Iberia la obligó a retirarse. Aún guarda en su casa un bolso de azafata y el estiloso y colorista uniforme que el diseñador Elio Berhanyer concibió para las auxiliares de vuelo en los años setenta. Ayer, las dos con 78 años, visitaron emocionadas el cuadro que viajó con ellas en la bodega del Boeing 747 hace cuatro décadas.
Cuando salía del museo, al montarse en el ascensor, Beatriz Ganuza calculó los días y el desfase horario entre España y la costa Este de Estados Unidos. Luego, con un poco de extrañeza y de incredulidad, se dijo a sí misma en voz alta:
— ¡Hace 40 años yo estaba desayunando en Nueva York!
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