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Muere Roberto Calasso, gran autoridad editorial en Europa

El editor y escritor, alma de Adelphi y autor de ‘La ruina de Kash’, ha fallecido en Milán a los 80 años

Roberto Calasso, retratado en 2016 al recibir el Premio Formentor de las Letras en Pollença (Mallorca).
Roberto Calasso, retratado en 2016 al recibir el Premio Formentor de las Letras en Pollença (Mallorca).Cati Cladera (EFE)
Juan Cruz

Roberto Calasso, una autoridad editorial indiscutible en Europa, ha muerto este jueves en Milán a los 80 años. Fue un escritor que desafió la sintaxis contemporánea para asociar su imaginación a las más intrincadas fábulas del pasado y salir triunfante de su osadía. Durante mucho tiempo fue también el más elegante entre los que dirimían sobre la calidad de los otros, hasta conseguir que Adelphi, la editorial que dirigía, fuera el metro de platino iridiado de la historia editorial europea. Su exigencia literaria, por tanto, combinó dos saberes, editar y escribir, sobre los que dejó abundantes testimonios, entre ellos los libros que dedicó a la edición y a las bibliotecas, que como casi todos los que publicó en español fueron editados por su amigo Jorge Herralde en Anagrama.

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Esa exigencia que marcó su modo de ser no se quedó solo en las distintas sabidurías que dominó, sino que formaron parte de su apariencia, sonriente pero adusta, muy exigente, como los antiguos editores y también como los escritores antiguos. Iba veloz de los sitios a los asuntos. No era tan autoritario, en sus gustos o disgustos, como el más famoso de los editores italianos, Giulio Einaudi, pero había adquirido una autoridad indiscutida (excepto por aquellos que recibieron sus rechazos).

Su gran amigo en España, “cómplice y fiel editor desde hace casi medio siglo”, Jorge Herralde ha dicho a EL PAÍS tras conocerse la muerte que era un hombre de extraordinaria elegancia, “capaz de llevar adelante iniciativas audaces”, como la muy exitosa edición literaria de Georges Simenon, por ejemplo, pero también de otros grandes de la literatura. Destaca también Herralde su libro La marca del editor, obra fundamental sobre el mundo que ambos compartían. “Nos veíamos todos los años, menos estos dos últimos, porque coincidíamos en Fráncfort y este tiempo no ha habido feria. En uno de esos encuentros vino a mi estand y se fijó en un póster que decía ‘Biblioteca Nabokov’. Y a los dos años ya estaba en Adelphi su propia colección del autor de Lolita”.

Según Herralde, Calasso se apartó de todas las modas “y siempre mostró un gusto personal muy exquisito”. En España fue reconocido con el premio Formentor en 2016 y en México con el que la FIL de Guadalajara dedica a editores destacados, entre los que ha estado el propio Herralde. “Fue”, dice Herralde, “algo insólito: ser a la vez un grandísimo escritor y un grandísimo editor”.

El italiano Nuccio Ordine, autor de La utilidad de lo inútil, también comenta con EL PAÍS la muerte de Calasso: “Ha sido un gran editor que ha sabido construir un importante catálogo que ha llevado a descubrir autores italianos y extranjeros de gran valor. Hombre de autoridad y también autoritario, con un carácter muy difícil y complicado”. Silvia Sesé, continuadora de Herralde al frente de Anagrama, dice: “Fue un grandísimo editor capaz de mantener un enfoque editorial de mucho éxito. Abierto, de primerísimo nivel, introdujo un catálogo muy sólido”.

Elegante y vestido siempre de la manera adecuada al tiempo o a la ocasión, hablaba con la precisión de los sabios, pero también callaba como un pensador que aún no ha tomado la decisión sobre un adjetivo... o, en su caso, sobre un libro ajeno. En las entrevistas, que suelen ser la piedra de toque de un autor, pero de un editor también, era parco pero suficiente, y prefería, al término, dejar por escrito lo que quisiera decir antes que ponerse en manos de las improvisaciones ajenas. Así ocurrió, por ejemplo, este último diciembre, cuando quisimos entrevistarlo para EL PAÍS. Enfermo o desganado, quiso que la entrevista fuera con cuestionario, y debía versar sobre su último libro editado por Anagrama, El cazador celeste.

Ese libro es una suma de lo que fueron sus 11 libros dedicados hasta entonces a la mitología de los hombres. De él había dicho su amigo y colega Leonardo Sciascia que sus obras “están llamadas a no morir”. Ahora que él mismo ha muerto, en el centenario de Sciascia precisamente, y que quedan sus obras y su legado editorial, cabe recordar lo que Calasso nos dijo cuando le evocamos el elogio tan distinguido del autor siciliano. Según él, distinguía a Sciascia el hecho “infrecuente de alguien que solo decía y escribía lo que pensaba”.

En cuanto a su obra misma, y no solo a aquella que acababa de publicar en España, a él le sorprendía de su carrera literaria el hallazgo de la palabra como el elemento natural de la literatura. Él había dedicado gran parte de su pasión narrativa a indagar en la sabiduría pasada de los hombres, pero a esas alturas no entendía qué significaba el término sabiduría, porque solo había “estudiado su significado en ciertos lugares de la antigüedad, sobre todo en Grecia e India”. A él le importaba decir que esa indagación le había llevado ya a escribir 11 libros, unas 5.000 páginas, “en las que hay imágenes que aparecen y desaparecen desde el principio. Son sincrónicas. Deberían concatenarse entre ellas. Cada una implica a las demás”.

Esa misma descripción de su obra incluye el espíritu del editor, que cuenta las páginas como parte del proyecto, no solo como pensamiento sino como libro hecho para ser parte de la biblioteca, que era a la vez su pasión y su destino en los dos oficios por los que transitó con la intención de honrar a la literatura en su obligación de “precisión, como las matemáticas”. “Sin precisión”, decía, “no hay literatura. Más aun si se habla de la prehistoria, de la que quedan huesos y pedernales mellados. Y todavía más si, como sucede en El cazador celeste, se desarrollan tesis contrarias a las que se leen en los manuales y a lo que se ve en los museos de historia natural”.

Él mismo se hizo traducir sus palabras, que serían publicadas en la entrevista como si vinieran de su voz y de su mano. Así era Calasso, puntual y puntilloso, radical como escritor y como editor. En ese libro que glosábamos con él hay palabras que remiten al carácter de su poesía. Las subrayamos con él como si fueran escalofríos: “Quien hiere conoce”. “Herir es el acto particular de los dioses”. “La lujuria que hace sufrir”… En cuanto a su participación personal en los temores o sufrimientos que describe, dijo: “No solo yo, sino que creo que todo el mundo participa de esos sentimientos o temores, incluso aquellos que no son conscientes de ello. La diferencia radica en los diversos grados de conciencia. Cosa que, por otra parte, es un tema omnipresente de mis libros”.

Aparte de Jorge Herralde y otros editores españoles de su estirpe o de su tiempo, Calasso tuvo en este país relaciones y afectos que le hicieron habitual no solo en los medios literarios sino sociales de los años ochenta. Ese carácter digamos huidizo que mostraba, tanto en las entrevistas como en las apariciones y en su propia presencia, como si siempre se estuviera yendo, no excluía de él un gusto verdadero por el intercambio y la conversación, donde se mostraba a la vez mordaz pero prudente, además de dotado de una increíble inteligencia. Deja atrás dos bibliotecas, la que hizo con sus palabras y la que consiguió alzar con las palabras de los otros como un viejo sabio antiguo.

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