Lorca acoge a Crumb en Granada
El festival andaluz programa todas las obras del compositor estadounidense inspiradas en los versos del autor de ‘Yerma’
Entre la programación y los artistas un tanto previsibles de la segunda edición del Festival de Granada que ha logrado plantar cara a la pandemia, destacan, por su valentía, los seis conciertos dedicados a George Crumb, que, a sus 91 años, es uno de los decanos de la composición actual, felizmente vivo y en activo. El estadounidense no ha podido cruzar el Atlántico para estar presente en este ciclo que tenía todos los visos de gran homenaje a quien debería ser desde hace años hijo predilecto de Granada, pero sí lo estuvo de manera virtual el jueves pasado, poco antes del penúltimo de los seis conciertos programados, cuando participó por lo que antes se llamaba videoconferencia en la última sesión de un curso monográfico sobre su música que ha dirigido la musicóloga Marina Hervás, contestando a preguntas de los alumnos. Viéndolo en plena forma física y mental, nadie hubiera podido atribuirle su edad real.
El escenario de estos conciertos no podía ser otro que el cuasiflamante Centro Federico García Lorca, en pleno centro de la ciudad, a dos pasos de la catedral, porque ha sido el poeta granadino quien ha demostrado ser una fuente constante de inspiración para las composiciones vocales de Crumb. Aquí han sonado sus nueve piezas lorquianas compuestas entre 1963 y 2012 (doce si consideramos independientemente cada uno de sus cuatro libros de Madrigales), repartidas en tres de los seis conciertos de lo que ha sido bautizado como el Crumb-Lorca Project.
No estamos, por supuesto, ante obras fáciles, ni fácilmente asequibles para todos. El Lorca de Crumb es un poeta complejo, vanguardista, oscuro, con deslumbrantes arranques de humor, siempre imprevisible, sin uno solo de los tópicos que suelen caracterizar a muchos de los tratamientos musicales del escritor. Las partituras del norteamericano, publicadas por Peters, un clásico de la edición musical alemana, son lo más alejado de la ortodoxia que quepa imaginar y su aspecto es casi la antítesis del papel pautado uniforme y uniformemente repartido de las partituras convencionales. Hay en todas las páginas generosos espacios en blanco desperdigados aquí y allá, pequeñas células que forman círculos (como los que representan al sol y la luna, por partida doble, en páginas contiguas de la “Casida de las palomas oscuras”, de Songs, Drones and Refrains of Death), espirales, meandros, figuras sorprendentes. Crumb prescribe al milímetro no solo cómo debe interpretarse su música, sino que también dibuja el modo en que ha de plasmarse visualmente sobre el papel: de la disposición de notas en fragmentos interrelacionados de pentagramas como una de las bellas artes.
Crumb admira de la poesía de Lorca, con la que confiesa mantener una relación “obsesiva”, su conexión con lo que él llama “las cosas más elementales”, a saber: “vida, muerte, amor, el olor de la tierra, los sonidos del viento y del mar. Estos conceptos primigenios se encarnan en un lenguaje que es primitivo y descarnado, pero que es capaz de albergar matices infinitamente sutiles”. En su traducción musical, Crumb recurre con frecuencia a las notas breves repetidas, a los mordentes, a los timbres sobrenaturales, al uso marcadamente instrumental de la propia voz y, a pesar de su complejidad, se quiere siempre comunicativa y expresiva, muy lejos de un mero ejercicio intelectual o vacuamente vanguardista. La amplificación o el empleo de instrumentos eléctricos o instrumentos de percusión inusuales (como las guimbardas y las copas de cristal afinadas, utilizadas a modo de armónica de cristal en su famosa Black Angels, para “cuarteto de cuerda eléctrico”, y con una presencia memorable, en este caso percutidas, en la “Casida del niño herido por el agua”, de Songs, Drones, and Refrains of Death) sirven para reforzar ese carácter onírico o irreal que tanto parece interesar al compositor estadounidense.
No es en absoluto fácil interpretar todas estas obras vocales de Crumb y menos aún hacerlo en días consecutivos y, quizá, sin el rodaje previo imprescindible. En Diego García Rodríguez y su Taller Atlántico Contemporáneo eran fáciles de detectar grandes dosis de entusiasmo, pero también de falta de familiaridad con este repertorio. Lo escuchado, al menos en su último concierto, han sido más primeras aproximaciones a estas páginas que interpretaciones maduras y fieles al sinfín de matices, ocurrencias tímbricas, complejidades rítmicas y exploraciones dinámicas de las partituras.
Crumb es generoso en explicaciones e indicaciones (”giocoso, estatico” leemos en Night Music I, “fatídico, amenazador” o “primitivamente, con ritmo cuasimecánico” se lee en relación con los Refrains de Songs, Drones, and Refrains of Death, “nerviosamente, erráticamente” sirve de encabezamiento de La mosca, de Sun and Shadow, la banda sonora perfecta para el episodio homónimo, sin artículo, de Breaking Bad), pero también en todo tipo de exigencias: los cantantes deben tocar instrumentos de percusión al tiempo que cantan, los instrumentistas deben gritar y cantar a la vez que tocan.
Carmen Gurriarán, demasiado tensa y constreñida, fue la menos afortunada en su comprometidísima parte en Night Music I; Verónica Plata lució mucho más desparpajo en Sun and Shadow, más parecido a un ciclo convencional para voz y piano, aunque este no sonó realmente amplificado y el inglés supuso una dificultad añadida; Isidro Anaya actuó mejor que cantó en medio de las demandas constantes y a menudo dobles de Songs, Drones, and Refrains of Death, que requiere que lirismo, tonos salmódico y amenazante o seriedad se revistan siempre de un dejo burlón. Lástima que la guitarra no fuera el “genuino instrumento eléctrico” que desea Crumb y que el contrabajo eléctrico tuviera un micrófono cerca para amplificarlo, pero no fijado al cuerpo del instrumento, como también desea el compositor, algunas de cuyas instrucciones quedaron sin plasmación práctica.
Instrumentistas desbordados
Visto lo visto, y oído lo oído, con tantos detalles de todo tipo pasados por alto (los instrumentistas parecían por momentos desbordados en medio del maremágnum de demandas), queda mucho margen de mejora, refinamiento, precisión y disfrute. Como están de moda los solistas, los compositores o las orquestas residentes en temporadas de concierto y festivales, ahí va, por tanto, una modesta proposición en la estela de Swift: nombrar a este grupo de composiciones –el más importante corpus musical de piezas vocales que deben su razón de ser a la poesía de Federico García Lorca– obras residentes permanentes del Festival, lo que permitiría escucharlas todos los años a diferentes intérpretes, con perspectivas diversas, y convertirlas así, poco a poco, en músicas familiares para todos los asistentes al Festival de Granada. ¿Dónde si no?
Ningún festival, grande o pequeño, elitista o popular, gana para sustos este verano: súbitas cancelaciones y sustituciones in extremis están, por doquier, a la orden del día. En Granada ya ha habido varias, más o menos sustanciales, una de las últimas provocada por la imposibilidad de viajar de Anna Caterina Antonacci, cuyo lugar en el concierto de Forma Antiqva ha sido ocupado por Nuria Rial. Se trata de dos voces y dos personalidades muy diferentes, casi antagónicas, por lo que, excluidas las partes instrumentales, nada ha sido como habría podido ser con la cantante italiana.
Aarón Zapico, director de Forma Antiqva, había diseñado un programa integrado por una serie de piezas de autores italianos del Seicento (la única excepción era una Galliard battaglia incluida en la primera colección de piezas instrumentales del alemán Samuel Scheidt), confiriendo al conjunto la estructura de una miniópera, con cada uno de los cinco actos centrados en torno a un concepto o emoción concretos: desprecio, melancolía, batalla, lamento y perdón. Más que una posible dramaturgia, que con una secuencia así no puede existir como tal, la excusa servía para presentar una serie de músicas de fácil asimilación y digestión para el gran público, con algunas decisiones discutibles, como la inclusión de Vi ricorda o bosch’ombrosi, de gran lucimiento como pieza conclusiva, pero que canta Orfeo en el original y que suena cuando menos extraño interpretada por una mujer. En el ámbito extramusical, el interés del concierto se redoblaba por la incorporación de un nuevo espacio a los muchos que viene utilizando el festival desde su fundación: el Patio de los Inocentes del Hospital Real (hasta ahora lo habitual era valerse únicamente del Patio de los Mármoles). Granada es un pozo sin fondo.
Grupo consolidado
Ningún pero cabe poner a la prestación instrumental a lo largo de todo el concierto, basada, como es habitual en un grupo tan consolidado y con perfiles tan definidos como Forma Antiqva, en una sección del continuo imaginativa y rica en pequeños matices. Apenas se oyó el clave de Aarón Zapico, al menos a varios metros del escenario, pero sí tuvo la presencia justa el violonchelo siempre dúctil de Ruth Verona, una continuista excepcional, y el contrabajo aguerrido y entusiasta de Jorge Muñoz, así como la guitarra barroca o la tiorba de Pablo Zapico, que tocó en solitario el bajo en Amarilli mia bella de Caccini, lo más parecido a un gran éxito de la música italiana del primer Seicento.
Magnífico también Alejandro Villar a las flautas de pico y más desiguales los dos violinistas, Jorge Jiménez y Daniel Pinteño. Aunque todo sonaba muy bien ensayado, las piezas puramente instrumentales (de Monteverdi a Marini, de Falconieri a Merula, de Uccellini al citado Scheidt) sonaron siempre con la frescura y el dejo de espontaneidad que debe imprimirse siempre a esta música, incluyendo algunas propuestas creativas, como la introducción del pizzicato en la cuerda grave en una de los ritornelli de Dal mio permesso amato, que Monteverdi pone en boca de La Música en el Prólogo de L’Orfeo. Más dudoso fue el puntual recurso al sul ponticello en los violines en la Battalla de Barabaso yerno de Satanas, de Andrea Falconieri, una pieza de gran lucimiento y originalidad, ya desde su título, que requiere pocas invenciones adicionales.
La contribución vocal de Nuria Rial no puede suscitar, sin embargo, el mismo entusiasmo. La soprano suele fiarlo todo, o casi todo, a la belleza tímbrica de su voz, que es incuestionable, pero desde hace algún tiempo tiende a cantar todo de forma rutinaria, indiferenciada, fraseando con oficio y musicalidad, pero sin interpretar realmente la música, sin conferir a cada una de las piezas su propia personalidad (que es, muy probablemente, lo que sí habría hecho Anna Caterina Antonacci, una gran actriz y una cantante con una personalidad muy marcada: recordemos su excepcional encarnación de Isabel I en la Gloriana del Teatro Real). Por eso la citada Amarilli mia bella resultó bonita pero intrascendente y por ello L’Eraclito amoroso, el triple lamento de la virtuosissima cantatrice Barbara Strozzi, incluido sorprendentemente en el tercer acto de esta ópera imaginaria (“De la batalla”), tuvo mucho más interés por la plasmación instrumental del característico tetracordo descendente repetido de los primeros lamentos barrocos que por la contribución vocal de Rial, con lagunas ocasionales en la dicción.
En las piezas estróficas ornamentó con buen criterio, quizá con un exceso de libertad en la cuarta estrofa de Sì dolce é'l tormento de Monteverdi. Muy deficientes, en cambio, los trinos que escribe explícitamente Caccini al final mismo del último de los que él llama los “madrigales” incluidos en Le nuove Musiche, el muy poético Filli mirando il cielo. Ya fuera de concierto, con un público encantado después de un menú tan agradable y fácil de digerir, Rial y Forma Antiqva ofrecieron otra melodía fácil y de tema amoroso, O bellissimi capelli, del Libro primo di villanelle de Falconieri, que la soprano catalana volvió a cantar, desgraciadamente, como todo lo anterior. Imposible no recordar, y añorar, sus comienzos, muy joven, con el grupo La Romanesca, cuando sí imprimía una personalidad diferente a cada pieza que cantaba y no había asomo alguno de rutina.
Todas las incertidumbres de estos tiempos
La noche del viernes, en el Palacio de Carlos V, se vivió una de las características veladas orquestales del festival, inaugurada por una obra que, en poco más de tres minutos, plasmaba todas las incertidumbres de estos tiempos: una fanfarria para once instrumentos de metal que, quebrando la tradición, tenía más de pregunta que de afirmación, de ocasión luctuosa que festiva. Entrée ha visto también pospuesto su estreno hasta el pasado 22 de junio, cuando la ofrecieron en la Philharmonie de Colonia los mismos intérpretes que la han traído a Granada: la centenaria Orquesta Gürzenich y su director titular, François-Xavier Roth. Su autor, el veterano creador York Höller, está muy vinculado a la ciudad alemana, donde ha enseñado durante años Composición, y Roth conoce bien su música: en 2018 estrenó, por ejemplo, con Tabea Zimmermann como solista, su extraordinario Concierto para viola.
Con los instrumentistas ubicados, muy acertadamente, en la galería superior, las citas de una canzona a diez voces de Gabrieli en su tramo final sirven a la vez como homenaje y como epítome sonoro del tiempo anterior al actual, en el que las consonancias aún eran posibles, aunque aquí suenan amenazadas por los aullidos, por los gestos imprevistos, con un acorde final que parece dejar todo en suspenso, sin resolución (aún) posible. Toda esta incertidumbre enlaza a las mil maravillas con una de las obras más esquivas de Robert Schumann, en la que su genio solo resulta reconocible en momentos contadísimos, un fruto de su última época que no se editó hasta 1937, a pesar de las objeciones de Eugenie, una hija del compositor, y gracias a que Jelly d’Aranyi y Adili Fachiri, sobrinas de Joseph Joachim y ellas mismas violinistas, se sintieran obligadas a seguir la pista del manuscrito por inspiración de los espíritus de su tío y del propio Schumann. Wilhelm Strecker, con los pies más pegados al suelo, les ayudó en los aspectos técnicos de la edición.
La demencia del último Schumann se hace en esta obra más patente que nunca, con elementos disjuntos, una orquestación imposible y, sobre todo, una parte solista que parece casi escrita contra el instrumento: sobreabundancia de trinos incomprensibles cuando no extravagantes, escalas carentes de sentido y dirección, acordes incomodísimos y poco eficaces. Isabelle Faust se ha quitado la espina de su última actuación en Granada, cuando la lluvia alteró sobremanera el estreno del Concierto Alhambra de Peter Eötvös, y hay que alabar su valentía para tocar una obra tan poco lucida, plagada de rarezas y excentricidades, como la partitura de Schumann, en las antípodas de sus conciertos para piano o violonchelo, dos obras maestras incuestionables que garantizan un éxito seguro. El genio asoma aquí casi exclusivamente en los remansos líricos, como en los que comparte el solista con clarinete y oboe en el primer movimiento, o en un movimiento lento de factura casi camerística y, sin duda, el más congruente de los tres que integran la obra.
Faust y Roth no intentan disimular las carencias de la composición y la tocan como lo que es: un tapiz de retazos a menudo incongruentes entre sí, con ocasionales destellos de luz. Salvo algún armónico innecesario, la violinista alemana es una abogada sobria y modélica de una partitura que pide a gritos defensores convencidos y convincentes. Con una de las mejores y más completas técnicas violinísticas que pueden verse hoy sobre un escenario, Faust supo imprimir dirección a pasajes por los que resulta más fácil deambular que avanzar y no perdió la concentración cuando, mediado el primer movimiento, un espectador sufrió una lipotimia y tuvo que ser retirado en silla de ruedas, con el consiguiente revuelo a su alrededor, todo ello sin que la interpretación se detuviera. Fuera de programa, Faust tocó en solitario, de un modo estilística y musicalmente impecable, el Passaggio rotto, uno de esos alardes de fantasía y heterodoxia de Nicola Matteis, recordando qué gran violinista barroca habría podido ser. Lo es, en realidad, como ha demostrado en más de una ocasión con su Jacobus Stainer, pero su carrera se halla escorada hacia la literatura violinística posterior. De Biber a Kurtág, Faust brillará siempre, como pocos pueden hacerlo, en cualquier repertorio que acometa.
Roth y el carácter danzable
El acompañamiento orquestal que le brindó Roth fue sobrio y contenido, extrayendo de la Gürzenich una sonoridad muy cercana a la de una orquesta con instrumentos históricos (en Granada se recuerda muy bien su debut aquí en 2018 al frente de Les Siècles, su propia orquesta), con acordes secos, certeros, y acertando siempre con los tempi más adecuados, incluido ese ambiguo “Vivo, pero no rápido” que indica Schumann para el tercer movimiento, en el que Roth no perdió un solo momento de vista su carácter danzable, balanceándose constantemente sobre el podio. Las carencias del Concierto quedaron patentes de nuevo, por comparación, al sonar la extraordinaria Segunda Sinfonía de Schumann que cerraba el programa: ya desde la introducción lenta, la riqueza armónica, el interés formal, la instrumentación, ganaron de golpe muchísimos enteros. La colocación antifonal de primeros y segundos violines contribuyó a la plasmación transparente que propone Roth, con una cuidadosa gradación de las dinámicas, una perfecta resolución de las tensiones y ni un solo gramo de retórica huera. Las maderas tuvieron por fin su momento de gloria en el soberbio Adagio espressivo, una de las grandes efusiones líricas schumannianas, con solos de muchos quilates de oboe, clarinete y flauta, esta última tocada el viernes como instrumentista invitada por Marion Ralincourt, su solista habitual en Les Siècles.
En el último movimiento volvió a brillar la claridad contrapuntística y esa lógica y cohesión implacables que Roth sabe imprimir siempre al discurso musical. El francés deja tocar a sus músicos con una autoridad apenas perceptible, camuflada y poco evidente. Verlo ensayar, por ejemplo, aprovechando el tiempo al máximo, detectando los problemas y resolviéndolos con las indicaciones justas, consiguiendo que la orquesta haga exactamente lo que él quiere sin que parezca una imposición, explica los resultados que obtiene luego en el concierto, con interpretaciones que exhalan espontaneidad. El Schumann cuerdo y el Schumann enajenado (dos variantes de su amada escisión entre Eusebius y Florestan), el amante del Rin –su inspiración y su tumba–, interpretado por una orquesta que toca y se hospeda literalmente a orillas del río, se ha mostrado sin tapujos, con todas sus virtudes e imperfecciones, en la Alhambra.
Babelia
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