Jorge Pardo: retrato íntimo de un músico en trance
El festival de Málaga proyecta un documental protagonizado por el reconocido instrumentista español, pieza clave de la integración del flamenco con el jazz
Jorge Pardo tiene un mensaje en su buzón de voz. Es de su novia y no son buenas noticias: “Me anulas el fin de semana por segunda vez. Dices que no puedes quedar y no explicas nada. Te pediría un poco de complicidad, porque si no, no tengas una relación. Ya te vale, tío. No puede ser…”. La mujer no eleva la voz, es un tono de derrota. Tras escucharlo, el músico, que acaba de llegar a su casa después de un concierto, se acerca a la cocina, se sirve una copa de vino y se sienta a reflexionar con el cielo estrellado arropándolo. La imagen es hermosa; lo que pasa por la cabeza del músico quizá no tanto.
Hasta en estas intimidades penetra el documental Trance (que se estrena ahora en el festival de Málaga y próximamente en salas), cuyo protagonista es Jorge Pardo (Madrid, 64 años), un músico distinto, habituado a moverse en los márgenes, pieza clave en la integración del flamenco con el jazz y premio Nacional de las Músicas Actuales 2015. Pardo sonríe cuando recuerda ese instante de la película. “También me ha pasado al revés: que yo renuncie a un concierto por estar con alguien y que luego me anulen la cita. Pero sí, reconozco que con mi tipo de vida es complicado mantener relaciones”.
Su tipo de vida se resume con unos datos. Desde hace 35 años ofrece 250 conciertos anuales. No será fácil encontrar a otro instrumentista con similares números. Calcula que en las últimas tres décadas no ha dormido 20 días seguidos en un mismo lugar. “Mi media es unos cinco días al mes en casa”, señala. Está claro que con esta vida se sacrifican cosas.
Lo que narra Trance es el innegociable compromiso de un hombre con su arte, la búsqueda de la esencia, el instante en que el alma se funde con la creación y se hace indivisible. El documental no funciona como la historia de un músico, por otra parte con una carrera digna de ensalzar. Trance, que transcurre a ritmo de película de carretera, forma arte dentro del arte. Durante dos años, el director Emilio Belmonte (Almería, 47 años) acompañó al flautista y saxofonista por todo el mundo para retratar tanto lo material como lo intangible: la soledad, la generosidad, el compadreo, las penurias económicas, el compromiso, la humildad, la honradez. Todos son conceptos asociados a Pardo. Entre las virtudes de Trance está la reivindicación de un músico adicto al escenario, incapaz de encajar en una industria fagocitada por el “tanto vendes tanto vales”. Podría haber salido en más fotos, vendido más, cobrado el doble... Pero eso hubiese puesto en riesgo su libertad creativa. La cinta muestra su tremenda proyección internacional, quizá no lo suficientemente reconocida en España.
Hay un momento en Trance tan duro como sincero. Cuando su hijo Miguel, 34 años, le echa en cara que se sintió desplazado por él “por no ser músico” y lo que le afectaron las largas ausencias de casa debido a las giras. Todo ocurre en un entorno extraño, una piscina. Una conversación con frases inacabadas que solo la complicidad de un padre y un hijo pueden descifrar. “Me emocioné al ver esa secuencia. Me encanta que mi hijo me eche cosas en cara. Porque me gusta que haya una búsqueda de uno mismo, y si eso lleva a una confrontación con su padre no pasa nada. Es parte de esa búsqueda”, contaba Pardo sentado en una cafetería madrileña, la semana pasada.
Exhibe un acento madrileño viajado y se ha traído una flauta, algo que hace como el que guarda en su bolsillo antes de salir de casa la cartera con los documentos de identificación. Ese instrumento de viento, al igual que el saxofón, es con el que ha cimentado su leyenda: el grupo Dolores, el histórico sexteto de Paco de Lucía, el hermanamiento con el piano de Chick Corea, La leyenda del tiempo de Camarón, sus discos en solitario, su trío con Tino di Geraldo y Carles Benavent… Pardo avanza y avanza y no le tiene miedo a nada. Además de flamenco y jazz, se ha zambullido en la música tropical, la india, el rock, la africana, la electrónica… Todo experimento es bueno si desemboca en el trance.
Proviene de una familia madrileña de clase media-baja, “rojos sin militancias”. Vivían en Ventas. El padre elaboraba las nóminas para una gran empresa y luego se sacaba un extra con su gran pasión, la fotografía; la madre cuidaba de él y de su hermano, Jesús, también músico. Tanto el padre como la madre (ya fallecidos) tenían sensibilidad musical. En su casa se escuchaba a Chaikovski, Glenn Miller, Pepe Pinto, Woody Herman, Mozart, Beethoven, Manuel Marchena, zarzuela… Ahí comienza su afición.
“Llegué a la flauta por un instinto de supervivencia. Tendría unos 12 años. Quedábamos todos los chavales en el parque de Manuel Becerra [cerca de Ventas] y ya había alguno que tocaba muy bien la guitarra. Yo era el más joven y tierno. Como con la guitarra no tenía mucho hueco empecé a ver la posibilidad de tocar otro instrumento. No puedo por aquí, pues me voy por allí. Pasé por una tienda y vi una flauta de pico. Me costó 25 pesetas. Y me apasionó ese mundo del viento. Estuve trabajando todo el verano como comercial vendiendo por las casas crema para las manos, brea, jabón... Con lo que saqué compré una flauta travesera”, explica.
Trance muestra a un artista escéptico con la industria musical, un tipo que desconfía de la cultura que se crea en los despachos. “Las cosas de verdad surgen del compadreo y la emoción de las fiestas paganas”, apunta. Y añade: “Tengo un carácter hippy. Aquello me marcó. La experimentación con las drogas, las emociones, la música. Pero no me gusta el concepto hippismo. Eso que te digan qué hay que hacer y qué no. ¿Adoras a Shiva y no has ido nunca al Rocío? Pues ve al Rocío y verás. Cambia un templo por otro y te enriquecerás. Hay mucha tontería en el hippismo. Tengo pasión por la gente que ha despertado conciencias, como Jesucristo o Mahoma. Pero reniego del ismo. Cristo, fenómeno, pero no cristianismo. Hippies, fenómeno; hippismo, la jodemos”.
Retoma el tema personal determinado por su vida nómada: “Una cosa es el amor, la emoción, el deseo, la atracción, el magnetismo que hay entre dos personas, y otra es la cuestión social de vivir juntos, de formar una familia y todos los remiendos que tienes que hacer en tu vida personal para conseguir eso. Y esa es otra historia. Para mí son historias diferentes, y apasionantes las dos”. Pardo estuvo casado 25 años y tiene dos hijos, Miguel (de 35) y Cora (de 33), que le han dado dos nietos.
Recientemente, con 64, afirma que “por fin se ha independizado”. Se ha instalado en un apartamento en San Roque (Cádiz), solo. En realidad, Pardo juega con las palabras, porque lleva independiente desde que tenía 25 años y empezó a tocar: los hoteles y las casas de sus parejas han sido sus moradas.
En muchos tramos de Trance aparece solo, en hoteles de cinco estrellas o en hostales. Toca con igual pasión en el neoyorquino Carnegie Hall ante 3.000 espectadores que en un chiringuito de playa para 70 personas, donde cobra 50 euros. Dice que por la edad ve más cerca “el final del asunto”, pero se apunta a lo que leyó en una viñeta de Mafalda: “Un personaje dice: ‘Al final todos vamos a morir’. Y contesta otro: ‘Sí, pero hoy no”. Espera seguir tocando siempre, compartiendo una noche más la experiencia vital del directo. El trance.
Babelia
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