Vida de una leyenda
El productor del disco emblemático de Camarón de la Isla, cuenta cómo se grabó La Leyenda del Tiempo
Los textos del poema que da nombre a La leyenda del tiempo proceden de una obra de teatro de Federico García Lorca Así que pasen cinco años, pero tuvieron que pasar más de veinte para que el colectivo flamenco aceptase esta herejía de Camarón: cambiar las normas tradicionales de la música flamenca (voz, guitarra y palmas) por una fusión improvisada con el entorno roquero sevillano. Cuando el disco salió a la venta, en 1979, muchos gitanos lo devolvían a las tiendas diciendo que aquel no era Camarón. La mayoría de los artistas flamencos de la época le reprocharon que había tirado por la borda su carrera de cantaor. Se cerraron para él las puertas de las peñas y festivales flamencos.
Han pasado más de treinta años y, desde los noventa, el disco sigue ocupando, junto a los de Veneno, Pata Negra y Lole y Manuel, los primeros puestos en todas las listas de música pop española. De La leyenda del tiempo se han hecho decenas de versiones en todo el mundo destacando, por su grandiosidad, las de la Orquesta Metropol de Ámsterdam y las del grupo holandés Kautchout.
Después de grabar nueve extraordinarios discos con Paco de Lucía, Camarón terminó sus compromisos contractuales con la discográfica Philips y el cuerpo le pedía otra marcha. Estábamos a mediados de los setenta y ya comenzaban a inquietarle las experiencias de Smash, Las Grecas, Lole y Manuel y Pata Negra. Todo esto me lo contaba paseando por la Atunara, en La Línea de la Concepción, con el peñón de Gibraltar como mudo testigo de fondo. Concretamente le habían interesado los arreglos del disco Pasaje del agua de Lole y Manuel. Impresionante olfato musical el de Camarón que no le dio tiempo a escuchar “y tu mirá se me clava en los ojos como un puñal” como tema musical de la película Kill Bill II, de Quentin Tarantino.
En buen sitio vino a caer. Mi obsesión, desde que llegó a mis manos el disco Rock encounter, de Sabicas y Joe Beck (Nueva York, 1967), era investigar la fusión entre el blues, el rock y el flamenco. El primer intento fue la producción del grupo Smash y el artista gitano Manuel Molina, experimento que se disolvió en ácido, pero que dejó una puerta abierta con sus impagables Garrotín, Blues de la Alameda y Tangos de Ketama que desarrollan estilos flamencos clásicos sobre estructuras del rock y del blues. Después vendrían Lole y Manuel, Pata Negra y Veneno… hasta llegar a La leyenda del tiempo de Camarón, convertido ya en príncipe de los gitanos y, por tanto, autorizado para abrir las puertas del campo.
Para salir del círculo profesional en el que había pasado sus últimos diez años (Philips y la dirección musical de la familia de Paco de Lucía) aceptamos una oferta generosa de la discográfica CBS, pero finalmente Philips consiguió retener a Camarón y firmamos un contrato, en 1979, por cuatro discos que se materializaron en: La leyenda del tiempo, Como el agua, Calle Real y Viviré. Los tres últimos con la guitarra de Paco de Lucía.
Dispuestos a trabajar en nuestro nuevo proyecto, mi primera llamada fue para Paco de Lucía, que, de entrada, aceptó ser el guitarrista del disco. Unos días después me llamó para dar marcha atrás aludiendo que el cambio de productor de Camarón le había afectado mucho a su padre, responsable de los nueve discos anteriores. De pronto me quedaba sin la guitarra de mis sueños. Camarón recibió la noticia con mucha más calma que yo y me propuso utilizar a Tomatito, con quien venía actuando en directo desde hacía unos años.
A Camarón, amigo de la infancia y admirador de Manuel Molina, le pareció buena la idea de trabajar con él en la elección de temas en la línea de las producciones de Lole y Manuel, pero tampoco esta segunda idea prosperó. Así que me encontré, de pronto, sin la referencia de Paco de Lucía y sin el apoyo musical de Manuel Molina, y Philips presionándome con la fecha de grabación.
Recuerdo una mañana de la primavera de 1979, sentados en el patio de mi casa de Umbrete. Le pregunté a Camarón si tenía algún tema para el disco y me dijo rotundamente que no. Algo normal después de diez años de dirección musical y literaria de la familia De Lucía. Le hablé de unos temas que había compuesto sobre poemas de García Lorca: La nana del caballo grande que en 1956 había arreglado para la soprano María Rosa Boix; el Romance del Amargo, selección de trozos del Romance del Emplazado compuesto en ritmo de soleá; La leyenda del tiempo, selección de textos de la obra teatral Así que pasen cinco años en ritmo de bulerías, y un arreglo de La Tarara en tiempo de taranto, todos temas de los años sesenta que canturreaba en mi soledad y que, por primera vez en mi vida, me atreví a cantárselos a alguien, y tuvo que ser a… ¡Camarón!
Con estos cuatro temas lorquianos decidimos concentrarnos en mi estudio y casa de Umbrete (Sevilla) un grupo salvaje: Raimundo y Rafael Amador (Pata Negra), Tomatito, el Bizco Eléctrico, el Carapapas y Juan el Camas, fandanguero, cocinero y gurú espiritual que consiguió una sublime armonía entre Camarón y el grupo. Vivíamos allí en plena estación del famoso vino joven del Aljarafe sevillano y de las hierbas aromáticas del país. De verdad que fueron auténticos días de vino y rosas y que jamás volví a ver a Camarón tan feliz y relajado. Más tarde se fueron incorporando otros músicos de la cantera sevillana: Manolo Rosas (bajo), Rafael y Manuel Marinelli (teclados), Pepe Roca (guitarra eléctrica), Gualberto (sitar) y Kiko Veneno, que acababa de grabar un disco con los hermanos Pata Negra. Allí terminó de fraguarse La leyenda del tiempo, con los Tangos de la Sultana, Volando voy, Viejo Mundo, Bahía de Cádiz, Mi niña se fue a la mar, La nana del caballo grande, La Tarara, Romance del Amargo y Homenaje a Federico.
Otra vez gitanos y roqueros unidos por la música y la psicodelia. Otra vez empezar desde cero, como en 1969 con el grupo Smash. Otra vez gozar de la música como divertimento poniendo cara de asombro con los hallazgos y riéndonos de los errores. El más preocupado fue siempre Tomatito, que venía del oriente andaluz y le costó mucho conectar con el ambiente tan distendido de Sevilla. Con el tiempo comprendió esta forma de trabajar y hoy se siente muy orgulloso de su fundamental colaboración en La leyenda…
Para comprender lo que pasaba en Sevilla por los años sesenta y setenta hay que recordar que, a pocos kilómetros, teníamos tres bases militares americanas: Rota, Morón y San Pablo, y que una selecta minoría de americanos descubrieron, grabaron y fotografiaron lo mejor de las gitanerías del entorno: Triana, Alcalá, Utrera, Lebrija, Jerez y Cádiz. Gracias a ellos, el eslabón perdido entre el lamentable flamenco oficial de la posguerra española y la reconstrucción enciclopédica de Antonio Mairena se ha salvado para la posteridad. Toda una generación de flamencos imprescindibles en la transmisión oral de este arte y que no tuvieron acceso a las grabaciones comerciales quedaron grabados, documentados y fotografiados por aquellos benditos aficionados americanos: Diego del Gastor, Juan Talega, Perrate, Fernanda de Utrera, Manolito de María, Antonio Mairena… y un largo etcétera de fronterizos y perdedores que no cantaban por dinero sino, simplemente, para celebrar la vida.
A la recíproca, las bases americanas nos pusieron al corriente de las últimas novedades musicales del mundo anglosajón, desde Bob Dylan a Pink Floyd. Música que entraba por el sur del sur, pasando de boca en boca, como las alucinantes dosis de LSD fabricadas en California. Una pequeña revolución en un pequeño territorio sureño, mientras que la España mesetaria y austera todavía ni soñaba con la movida madrileña.
Las vacaciones en Umbrete duraron más de un mes. Los músicos entraban y salían, pero los de pensión completa fuimos Camarón, Juan el Camas, Raimundo y yo. Allí aprendió Camarón los fandangos del Bizco Amate, en versión de El Camas:
A mí me preguntó un fiscal.
Yo le contesté, robando.
Lo mismo que se mantiene Usías.
Pero yo no robo tanto.
Por allí pasaron Enrique Morente, que dejó grabados unos tangos para Camarón, el Chino de Málaga, Dieguito del Gastor, Remedios Amaya, La Susi y algunos amigos de Camarón. En los descansos se grabaron sesiones de El Camas y el primer elepé de Pata Negra, Guitarras callejeras. Parte de este anárquico material de ensayos se ha utilizado en el excelente documental de J. Sánchez Montes Tiempo de leyenda, que recoge minuciosamente el proceso de elaboración de este disco, contado por los protagonistas e ilustrado con el impagable reportaje fotográfico de Mario Pacheco.
Con las ideas bastante claras, en cuanto a los temas, pero sin llegar a concretar los arreglos ni la instrumentación final, le comuniqué a Philips que estábamos listos para el momento de la verdad: la grabación en sus estudios de Madrid. La respuesta fue inmediata ya que todos estaban esperando el nuevo disco de Camarón. Lo que la discográfica no esperaba es que solicitase el estudio grande dotado de una consola de 24 canales y un magnetofón analógico de 16 pistas. Esa fue la primera sorpresa ya que Camarón había grabado sus nueve discos anteriores en un pequeño estudio dotado de una grabadora de cuatro pistas, aunque las tomas se hacían siempre directas a estéreo: voz, una o dos guitarras y palmas. La segunda sorpresa fue el número de músicos que intervinieron en la grabación.
Desde Sevilla viajamos con Camarón, Tomatito, Raimundo, el grupo Alameda, Gualberto y mi compadre El Bollito, bailaor y palmero de confianza. En Madrid completamos el grupo con Manuel Soler, al baile; Diego Carrasco, Manuela y Enrique Pantoja, en las palmas; El Tacita, a la batería; Manoli, segunda voz en La leyenda del tiempo; Pepe Ébano, en las percusiones, y Jorge y Jesús Pardo, miembros del grupo Dolores. Otra vez gitanos y roqueros viviendo en un enorme estudio, rodeado de jardines, y propiciando esa ósmosis cultural y musical responsable de La leyenda del tiempo: Lorca y Camarón, Villalón y Tomatito, baterías y palmas flamencas, teclados y coros gitanos… y todo nuevo, estrenando una feliz inconsciencia, una nueva complicidad que no tenía otro aliciente que disfrutar de la alegría de la música.
Pasados más de treinta años tengo que agradecer a la discográfica Philips que nos dejase campar a nuestro aire por aquel enorme estudio, concebido para orquestas sinfónicas, sin poner trabas al trasiego de músicos ni a los horarios anárquicos. Por primera vez Camarón grababa en magnetófonos multipistas, con la posibilidad de repetir sus tomas de voz tantas veces como quisiera. Todo era nuevo para él: los poemas de Lorca, Villalón y Omar Kayan, los teclados, la batería, el sitar, la guitarra eléctrica, las percusiones, el estudio, el sistema de grabación…, pero jamás se sintió extraño en un entorno tan desconocido. De ahí la grandeza de Camarón, un gitano analfabeto, pero perteneciente a una dinastía de herreros: la aristocracia del pueblo gitano. De ahí le venía su intuición y su elegancia natural, responsable de su irresistible encanto.
Para construir esta leyenda todos pusieron su granito de arena. Sin tratarse de una obra coral, cada músico propuso sus ideas y se probaron, sin importar las horas y los días de grabación. Fueron como unas vacaciones pagadas llenas de risas, emociones y bocadillos. Vivíamos en el estudio y por allí empezaron a pasar los gitanos de Madrid, como Los Chichos, para difundir por el foro, la locura en la que Camarón se había metido. La presión del entorno gitano fue tan fuerte para Camarón que llegó a decirme un día: “Ricardo, el próximo disco, de guitarritas y palmas”.
La enorme ruptura que este disco supuso en el mundo flamenco se completaba con la portada en blanco y negro del elepé, salida de la cámara de Mario Pacheco, en la que aparece Camarón con barba. Ni que decir tiene que, a partir de este icono inquietante, los flamencos gitanos empezaron a dejarse la barba, a peinarse como Camarón e incluso a seguirle en su triste deriva por el mundo de las drogas. Camarón se convirtió, de pronto, en el Príncipe de un pueblo perdido en la niebla. Esta deificación que el pueblo gitano hizo de Camarón fue la causa, según su psiquiatra Marcelo Camus, de su permanente huida de una realidad que nunca consiguió dominar. Camarón fue asediado por sus seguidores, por las gitanas que le llevaban niños enfermos para que José le impusiera sus manos, por los camaroneros que aún hoy, después de veinte años de su muerte, siguen proclamándolo el rey indiscutible del flamenco.
En otoño salió el disco a la venta, provocando un rotundo rechazo de la crítica flamenca, con dignísimas excepciones como la de Diego Manrique, que profetizó la ruptura que suponía La leyenda. En medio de este desconcierto me llegó el apoyo incondicional de Paco de Lucía. El disco le había gustado mucho y solo puso reparo al uso de un Minimoog (sintetizador) en el fundido de un tema. Creo que a Paco de Lucía, músico bastante conservador en cuanto a estructuras musicales flamencas, el experimento de Camarón le caló muy hondo, hasta el punto que en los siguientes tres discos en los que intervino con Camarón propició una prudente fusión con músicos de jazz: Jorge Pardo a la flauta y saxos, Carlos Benavent al bajo eléctrico y el brasileño Rubem Dantas a las percusiones latinas. Las puertas se habían abierto, y no lo consiguió Smash ni Pata Negra, a pesar de que sus fusiones fueron anteriores en el tiempo. Lo consiguió Camarón porque era el modelo a seguir, la guía para los jóvenes gitanos de todo el país.
Conforme escribo me voy dando cuenta de que, inconscientemente, estoy apoyando una tesis gitanista del flamenco, y que esto merece una explicación para los lectores que se acerquen a este texto. Frente al eterno dilema gitano-gaché (la palabra payo, cada vez más utilizada, es profundamente despectiva en boca de un gitano); cantes a compás-cantes libres y cante gitano andaluz-folclore andaluz, es de vital importancia establecer las fronteras del flamenco. Fronteras geográficas en el proceso de su creación en el siglo XIX: una estrecha franja de terreno que corre paralela a la margen izquierda del río Guadalquivir, entre Triana (Sevilla) y Cádiz. En este pequeño territorio se ubican todas las localidades creadoras de los estilos flamencos: Triana, Alcalá, Morón, Utrera, Lebrija, Jerez, Arcos, los Puertos y Cádiz. Aquí nacen los estilos musicales y literarios del primitivo flamenco: tonás, martinetes, livianas, carceleras, soleares, cantiñas, bulerías y tangos. Y también en este territorio, punta de la Andalucía atlántica y tartésica nacen todos los genios creadores del flamenco, desde El Fillo a Camarón, pasando por Manuel Torre y La Niña de los Peines.
Fronteras musicales, ya que el flamenco se construye sobre un ritmo alterno de doce tiempos que alterna dos compases ternarios (3/4) con tres compases binarios (2/4). Por el contrario, todo el folclore andaluz, desde todas las modalidades del fandango bailable (de Huelva, Málaga, Granada, Almería, Jaén, etcétera) hasta las populares sevillanas, está construido en un compás de ternario (3/4). Esta convivencia territorial de ambas músicas tenía que producir una osmosis permanente que ya profetizaron los dos ilustres folcloristas del siglo XIX: Manuel Machado Álvarez, Demofilo, y Francisco Rodríguez Marín. Para Demofilo, el flamenco acabaría agachonándose (contaminándose por el folclore andaluz), y para Rodríguez Marín, el folclore andaluz acabaría aflamencándose.
Está claro que la profecía se cumplió. Con la llegada de los cafés cantantes el flamenco se profesionalizó, saliendo de los círculos familiares gitanos para venderse ante un público variopinto que, al no poder soportar toda una velada la dura escucha de los cantes matrices (seguiriyas o soleares) obligó a los cantaores a aflamencar estilos folclóricos, desde los fandangos, malagueñas, granaínas o tarantas hasta los recién importados cantes americanos: guajiras, colombianas, vidalitas, rumbas, etcétera. La confusión estaba servida y aumenta con el paso del tiempo. Hoy, bajo el paraguas del género flamenco se cobijan toda clase de estilos ligeros, desde las sevillanas rocieras hasta la llamada rumba catalana. Basta con darse una vuelta por los departamentos de flamenco de cualquier superficie comercial. ¿Qué es y no es flamenco? La cosa no parece tan clara como en el caso del blues o del rock y quizás por eso el flamenco no tiene una entidad definida en Internet, que lo clasifica como latin music o world music. Un arte con dos siglos de existencia y que se grabó, en cilindros de cera, mucho antes que el blues.
Consciente de la exclusión que podría implicar esta tesis no me resisto a reforzar mis afirmaciones con las palabras del más clarividente investigador del flamenco y director de la más completa antología de flamenco grabada (Vergara Editores): José Manuel Caballero Bonald: “Como es obvio, los primeros grandes forjadores del flamenco nacieron en la misma limitada región gaditano-sevillana donde surgieron las muestras iniciales del arte gitano-andaluz. Podemos establecer a este respecto tres núcleos nativos básicos: Jerez, Triana y Cádiz; en torno a ellos giran los restantes y esenciales focos creadores del flamenco: Alcalá, Utrera, Lebrija, Morón, Los Puerto y Arcos, situados, con ligeras desviaciones, en el camino real que unía Cádiz con Sevilla. Todos los cantaores de fines del siglo XVIII y de buena parte del XIX, que forman el censo fundacional del flamenco, son oriundos, sin excepción, de alguna de las ciudades citadas, y todos ellos, también sin excepción, eran de raza gitana” (Luces y sombras del flamenco. Algaida Editores, SA, 1988. Página 125. Nueva edición revisada).
Pero mi recuerdo de hoy es para el Mario Pacheco fotógrafo. Para su estilizada figura que se deslizó, desde el principio, entre las costuras de La leyenda del tiempo con una pequeña cámara Leica entre sus manos. Su labor pasó desapercibida durante un mes. No recuerdo a nadie posando ni pendiente de su cámara. Por eso ahora, al visionar su impagable reportaje, tomo consciencia de que Mario fue el autor del primer making-of de un disco flamenco. Fue el primero en tantas cosas que pasarán muchos años y seguiremos sorprendiéndonos con su genialidad.
Babelia
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