La balada más triste de Shane MacGowan
‘Crock of Gold’ narra el auge y la caída del etílico cantante de The Pogues, que aunó el folclore y la furia del punk. “Ver su vida en una pantalla debió ser traumático para él, lo sería para cualquiera”, apunta Julien Temple, el director
Julien Temple (Kensington, 68 años) se ha propuesto filmar un tratado sobre la historia musical de los setenta. Después de retratar a figuras tan notorias como Joe Strummer (The Clash), Sid Vicious (Sex Pistols) o Keith Richards (Rolling Stones), el realizador británico se atreve con Shane MacGowan en Crock of Gold, que llega este viernes a las salas españolas. El documental narra el auge y la caída del etílico líder de The Pogues que supo aunar el folclore y la furia punk. Militante republicano y católico renegado, puso voz a la generación del éxodo irlandés. Jóvenes proletarios que, como él, abandonaron los verdes atlánticos por el gris londinense en busca de un futuro mejor, aunque la sociedad inglesa de la época, en constante estado de alerta moral, parecía tratarlos como a ciudadanos de segunda.
Temple se topó con MacGowan en medio de aquella efervescencia cultural del punk que tomó las calles del barrio de Camden (Londres). Lo entrevistó por primera vez en 1976, cuando aquel era solo un adolescente de pelo oxigenado que destacaba de entre el público de los conciertos por sus bailes exagerados y editaba fanzines. Sid Vicious acababa de unirse a los Sex Pistols, dejando una vacante entre los aficionados al género que ocupó rápidamente el irlandés siendo aún muy joven. “Se convirtió en el centro de atención, la cámara le buscaba. Era muy explosivo”, rememora Temple por teléfono desde su domicilio. De aquellas cogorzas nació un lustro después The Pogues, el sexteto que quiso dignificar a una comunidad irlandesa demasiado acostumbrada a soportar insultos como paddies (paletos). En sus baladas, los instrumentos típicos de la Isla Esmeralda —banjo, armónica, mandolina, acordeón o flauta— destacaban sobre la distorsión de las guitarras.
Una factura melódica que, ya en los ochenta, durante el ocaso del movimiento punk, los condujo a la fama global, con sus consiguientes excesos. En especial para MacGowan, alcohólico irredento desde los seis años, chapero esporádico en las calles más oscuras de Londres debido a su adicción al speed y más tarde al caballo. Crock of Gold reconstruye la historia del ahora sexagenario a través de entrevistas que ha concedido a lo largo de los años, además de conversaciones actuales con su familia más cercana o el expresidente del Sinn Féin, Gerry Adams. Otro de sus interlocutores es Johnny Depp, a la sazón productor del filme y a quien MacGowan conoció por medio de Gerry Conlon, miembro de los llamados Cuatro de Guildford, injustamente condenados por dos atentados del IRA ocurridos en 1975 y absueltos después. The Pogues les dedicó una canción.
Sus ideas políticas les granjearon poderosas enemistades en unos años ochenta marcados por los troubles (problemas, disturbios), una de las etapas más duras del conflicto norirlandés. Algunas de sus canciones llegaron a censurarse en la televisión británica. “Era un grupo peligroso porque le hablaba directamente a la gente, ellos sentían que The Pogues entendía sus miedos y anhelos a la perfección”, sostiene Temple. Antes de mudarse a Londres con su familia a los 14 años, MacGowan ya conocía toda esa herencia cultural. Se crio con su hermana, padres, tíos y primos en una granja deslavazada del condado de Tipperary que fue testigo en 1919 de la guerra de la independencia. Allí aprendió a rezar y a blasfemar, a tocar la guitarra y a beber dos pintas de cerveza antes de acostarse. Le hacían cantar sobre la mesa del comedor si había visita.
MacGowan siempre ha sostenido que parte de su inestabilidad emocional —dos ingresos psiquiátricos incluidos— estuvo relacionada con el exilio en Inglaterra. Con 16 años, el cantante ya trató de librarse de ese decaimiento, esnifando pegamento y tomando pastillas, algunas legales. El bastión del privilegio británico en el que estudiaba becado (el Colegio Westminster) le expulsó por traficar con ellas y empezó a trabajar en un supermercado. Temple opina que el consumo de estupefacientes “alimentó su creatividad, pero castigó irremediablemente su salud”. El vocalista lloró la primera vez que visionó el documental, Premio Especial del Jurado en el Festival de San Sebastián. Sin embargo, reprochó después al realizador “haberle retratado como un miserable”, según cuenta el propio cineasta. No se hablan desde entonces.
“Ver su vida en una pantalla debió ser traumático para él, lo sería para cualquiera”, apunta Temple. Y eso que la idea de grabar la cinta fue del propio MacGowan, con cierto afán de trascendencia. El director al principio se resistió, “porque sabía que iba a ser un proceso complicado”. Es cierto que la parálisis facial y los problemas de movilidad del vocalista no inhiben unos prontos coléricos —”Estoy hasta los huevos de interrogatorios”, exclama en varios momentos del documental— que junto a las drogas precipitaron el final de la banda. En 1988, MacGowan se colocó con ácido en un hotel de Wellington (Nueva Zelanda) erigido sobre un cementerio maorí. En mitad del subidón, escuchó cómo los guerreros enterrados le ordenaban que pintase la suite entera de azul. Y así lo hizo.
“Alcanzó una fama tremenda y esa pueda ser la peor droga, pues él no quería ser una estrella, sino rescatar las tradiciones irlandesas”, plantea Temple. El malestar de MacGowan, combinado con su monopolio mediático, estropeó las relaciones del conjunto. En 1991 sufrió un grave accidente de tráfico en Tokio por estar beodo, lo que le obligó a cancelar la gira asiática. Cansados de recoger los restos de su compañero por los más variados lugares del planeta, en The Pogues le invitaron a dejar el grupo. MacGowan se alegró de marcharse, nada hay más errático que las decisiones de un bebedor. Para entonces las quinielas de los tabloides británicos ya le daban por muerto, pero el tiempo lo ha desmentido. Tres décadas después, el indestructible poeta de Irlanda aún respira.
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