Arrabal ‘queer’

Las mil y una, segundo largometraje de la argentina Clarisa Navas, es un notable acercamiento a la sexualidad adolescente queer en un barrio marginal de Argentina, concretamente el de Las Mil Viviendas de la ciudad de Corrientes. Navas, que en su ópera prima narraba los sinsabores de un equipo de fútbol femenino también de Corrientes, se detiene esta vez ante una chica tímida que no se quita nunca su uniforme de jugadora de baloncesto y que se siente atraída por una conocida del barrio, una chica mayor y experimentada a la que le precede cierto aura de malota.

Iris, la protagonista, apenas pasa tiempo en su casa, prefiere matar las horas juntos a sus dos mejores amigos, Darío y Ale, también homosexuales y también arrastrados por el letargo de una vida incierta en un barrio de bloques tan laberínticos y mal estructurados como sus emociones. Son marginales en una barriada de marginalidad a la que vamos accediendo a través de largos planos secuencia por los que se va colando la incertidumbre de un mundo cotidiano estancado, pero siempre en movimiento. Con aparente urgencia, los personajes se mueven por un espacio cerrado detrás de algo que nunca parece llegar.

La propuesta de Navas fluye alrededor de ese lugar, retrata sus recovecos y sonidos mientras sigue los pasos de unos personajes que podrían salir de la Trilogía de la Muerte de Gus Van Sant, pero atrapados en un arrabal donde las mulas y las calles sin asfaltar conviven con las sirenas de la policía. Los diálogos naturalistas sobre asuntos intrascendentes y la mezcla de actores naturales y profesionales dilatan el tiempo con desiguales resultados, pero prevalece la tensión, que agarra al espectador y que le vale a la directora para mostrar una realidad queer, donde la pubertad de sus personajes casi parece lo de menos frente a la soledad inherente a un barrio deprimido, en el que el machismo y la violencia están latentes.