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TRIBUNA LIBRE
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Concentrado de carne

En la crítica al 'Ulises' que Kurt Tucholsky escribió para la prensa berlinesa hace casi un siglo, sugiere una regla para juzgar la literatura

James Joyce, en 1930.
James Joyce, en 1930. Getty

Me gustan los artículos que Kurt Tucholsky escribió para la prensa berlinesa en las décadas de 1920 y 1930. Fue el gran escritor satírico de la República de Weimar. Nacido en Berlín en 1890, sobrevivió pocos años a la llegada del nazismo, que le quitó la nacionalidad y lo prohibió. Para ser sincera, es uno de mis inalcanzables modelos de inteligencia e ironía. Si existiera un taller literario para perfeccionar lo que mi amigo Jorge Fernández Díaz llama el “articulismo”, Tucholsky sería lectura obligatoria. Imitarlo es difícil, pero se puede mejorar bastante con solo reconocer la originalidad de su punto de vista y su inventiva para las comparaciones.

Por eso vuelvo con frecuencia a los artículos reunidos por Rowohlt, la editorial que los publica en dos tomos, de los que me apropié en un conveniente intercambio del que salí favorecida. En el segundo de esos volúmenes encuentro varios ensayos sobre Kafka y uno sobre el Ulises de James Joyce. Leído a las corridas, este artículo sobre el Ulises parece ocuparse más de los problemas que plantea su traducción al alemán de 1927 que sobre la novela misma. Sin embargo, esta lectura no hace justicia a la nota. El remate es una de las especialidades del buen articulista, y en eso Tucholsky fue un maestro. Justamente en el remate sobre Ulises, Tucholsky sugiere una regla para juzgar la literatura. Allí juega todas sus fichas.

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Ha entendido el Ulises no simplemente en su complejidad narrativa y los modos radicalmente nuevos de presentar la subjetividad de los personajes, como el flujo de conciencia y los monólogos interiores. Subraya la relación original entre una novela y la ciudad donde transcurre, y la capacidad para captar las hablas populares y las divagaciones más cultas. No se desconcierta ante el revulsivo trato de los mitos clásicos.

Seguro de su lectura, Tucholsky también vio en 1927 lo que el Ulises sería para la literatura del futuro. Lo precisa con una metáfora que le llega del habla cotidiana: “Extracto de carne Liebig”. Para los más jóvenes quizá sea necesario explicar que ese “extracto de carne” se agregaba a las sopas y a los guisos para aumentar, sostener y garantizar su sabor. Liquido o sólido, una cucharadita de extracto de carne Liebig era infalible como resaltador de todas las comidas. Tan infalible que los cocineros inexpertos perpetraban abusos.

Escribe Tucholsky: “Ulises es como el extracto de carne Liebig. No se lo puede comer solo. Pero muchas sopas se habrán de preparar agregándolo”. Lo singular y atrayente de la comparación es, en primer lugar, la distancia que separa un ingrediente de cocina de un texto literario. En esa distancia está la singularidad de Tucholsky, que no compara la entonces inesperada y extraña novela con una planta desconocida de la cual crecerán flores y frutos, ni con una fuerza incontrolable que atravesará la literatura del porvenir. Esas hubieran sido comparaciones anticipatorias pero plausibles.

"Escribe Tucholsky: “Ulises es como el extracto de carne Liebig. No se lo puede comer solo. Pero muchas sopas se habrán de preparar agregándolo”.

Tucholsky elige, en cambio, un camino joyceano: el de la comparación con algo inesperado. Y además no se pone él en primer plano para hablar de Ulises. Busca un camino que no lo incluya sino como servidor de la originalidad de la obra. Sabe que la primera persona es peligrosísima, más todavía si esa primera persona de quien escribe se mide con la gigantesca personalidad literaria de Joyce. Su mérito es doble, reconoce al gigante y opta por un sendero “menor” para explicar su admiración. Y su comparación, que podría sonar banal, es tan persuasiva que despierta la curiosidad de quien no haya leído a Joyce. ¿Por qué se compara esa novela de vanguardia con un caldito de carne concentrado?

Tucholsky se maneja con prudencia y recato. Elude el recurso crítico acostumbrado de dejarnos sus impresiones sobre la novela. Primero, porque para hablar de ella se refiere a las traducciones, lo cual lo quita a él del primer plano. Ese movimiento le permite ver mejor la novela que si se hubiera hundido en musitaciones admirativas. Y en segundo lugar, la compara hacia abajo, en lugar de buscar una metáfora que la ponga por las nubes.

La discreción de Tucholsky es admirable y algo deberíamos aprender quienes hoy escribimos. Sobre todo, para evitar el peligro de ser más aparatosos que el texto que nos ha conmovido.

Me gustaría mucho pensar a Melville, Faulkner, Sarmiento o Borges como extractos de carne Liebig. Pero hay que ser valiente, atrevido y desenfadado para decirlo por primera vez y como al pasar. Quizá, de este modo, nuestros escritos sobre literatura podrían romper el cerco académico que los acecha y mirar hacia la gran tradición del ensayismo. Me habría gustado escribir que Borges es un mate que puede cebarse según todas las técnicas que se disputan la autenticidad en el Río de la Plata.

Pero no tengo el desparpajo de Tucholsky. Y por otra parte, ¿qué pensaría yo si me encontrara con esa frase? Seguramente la dejaría pasar como si se tratara de una superficial ocurrencia de quien la escribió.

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