Emilia Pérez contra Jacques Audiard: una amalgama cargada de racismo y transfobia
El éxito de este musical de temática trans, uno de los títulos favoritos para los Oscar, demuestra que parte del público sigue nadando cómodamente en las aguas de la ideología colonial y binaria
A veces hay que comenzar los artículos por abajo, al principio del camino, y otras veces, para hacerse oír, hay que comenzarlos en la cima. Y esta vez voy a subir al pico para pedir al cine binario europeo que deje de utilizar nuestros cuerpos trans para plantar sus parques de atracciones. Mientras algunos abrillantan ya las estatuillas de los Oscar para Emilia Pérez, la última película del director francés Jacques Audiard, yo he venido a quemar los Oscar y a salvar a Emilia, a todas las Emilias de México, de la violencia de la industria cinematográfica.
Cuando pienso en la película de Audiard me viene a la cabeza un tatuaje punk que algunas chicas se hacían sobre el pubis: “Keep off the grass”. “No pises la hierba”, Audiard. “Vete a comer otra concha.” Porque cuando el cine se pone a narrar la vida (y sobre todo la muerte) de aquelles que hasta ahora no han tenido otra biografía que la psiquiátrica ni otras imágenes que las de la pornografía o las del médico forense, la pantalla se vuelve una corte de justicia pop en la que, con el lubricante del espectáculo y la excusa del entretenimiento, se colectivizan los relatos y se justifican las muertes. Pero hay derecho a la rabia, hay deber de duelo y, sobre todo, hay necesidad de reparación.
La película de Audiard cuenta, según su propia descripción, la historia de Manitas, un sangriento jefe del narco mexicano que cambia de género y se convierte en Emilia para tratar de escapar a su destino. Aunque se presenta como el epítome de la película moderni llena de números musicales e invenciones visuales y narrativas, Emilia Pérez es, cuando se conoce la historia de las representaciones de las personas trans, un palimpsesto de ruinas semióticas coloniales y binarias tan previsible como anacrónico. Al plegarse a las exigencias de un canon narrativo hegemónico que ha sido contestado por los propios colectivos y personas trans y racializadas, Emilia Pérez perpetúa una visión psicopatológica de la transición de género basada en cuatro tropos: la criminalización, la exotización etnográfica, la representación médico-quirúrgica de la transición de género y el asesinato. Y esto último no es un spoiler. Todas las películas normativas sobre personas trans acaban dando la muerte a la protagonista.
1. Criminalización
El relato de Emilia Pérez se inscribe en la genealogía iniciada por Hitchcock en Psicosis (1960) y continuada más tarde por Brian De Palma en Vestida para matar (1980) y Jonathan Demme en El silencio de los corderos (1991), en la que, invirtiendo los roles del culpable y la víctima, la mujer trans es representada como un asesino, un psicópata frustrado (y subrayo aquí el género masculino puesto que todas estas películas nos presentan primero a la mujer trans como “un hombre”) que busca venganza. La diferencia es que este asesino ya no quiere venganza, sino redención: en lugar de matar para convertirse en mujer, el asesino de la película de Audiard se convertirá en mujer para intentar dejar de matar. Pero, como era de esperar, morirá por ello.
Al plegarse a las exigencias de un canon narrativo que ha sido contestado por los propios colectivos y personas trans y racializadas, ‘Emilia Pérez’ perpetúa una visión patológica de la transición de género
Según esta narrativa basada en la división sexual de la violencia, la transición de género sólo puede ser una vía de expiación de la culpa a través del sacrificio: un paso del asesino a la santa, de la masculinidad como vehículo la muerte a la feminidad como receptáculo pasivo de la violencia. Pero nunca salimos de la contabilidad del crimen y la culpa. Cuando el narco se convierte en Emilia, se vuelve una suerte de Madre Teresa trans del DF buscando cadáveres de sus propios crímenes para devolverlos a las familias. ¿Para qué le sirve Emilia Pérez a Audiard? Como quien mata literalmente dos pájaras de un tiro, Audiard instrumentaliza una representación fóbica de los hombres mexicanos y de las mujeres trans, haciendo de los primeros brutales asesinos, y de las segundas, impostoras que buscan deshacerse de la culpa de sus crímenes convirtiéndose en mujeres y pagando (en el doble sentido de pagar por las operaciones y de ser asesinadas) por ello. Y pongamos música a todo esto y bailemos, porque el Sur y las travestis están ahí para la fiesta: para asegurar que el norte y los hombres binarios obtienen con ellas un excedente de placer barato.
2. Exotización etnográfica
Versión cinematográfica heredera del freak show y del museo colonial, la película nos presenta a la persona trans como necesariamente extranjera y extraña, como lo radicalmente Otro, aquella que no pertenece a nuestra cultura ni habla nuestro idioma. El director francés Audiard lleva este proceso de alterización al límite trasladando la historia a México y haciendo que el idioma de la película sea el español mexicano —a pesar de que la película ha sido totalmente rodada en los decorados de los estudios de Bry-Sur-Marne, a las afueras de París, con actrices que no saben o no pueden hablar el español con acento mexicano—. La extraordinaria Karla Sofía Gascón es (a pesar de haber pasado años en México) española, Zoe Saldaña nació y creció en Queens, Nueva York, y Selena Gómez es tan norteamericana que no puede pronunciar la palabra “pinche” sin atrancarse en la che.
Amalgama polisémica cargada de racismo y transfobia, exotismo antilatino y binarismo melodramático, Emilia Pérez refuerza de este modo la narrativa colonial y patologizante no sólo de la transición de género, sino también de la cultura mexicana. La película me recuerda a uno de esos restaurantes mexicanos de París regentados por europeos, en los que trabajan migrantes indocumentadas, vestidas de mexicanas aunque sean de Venezuela, lugares adornados con papelillos de la santa muerte made in China, con happy hour de margarita hecha con tequila belga y platos picantes hechos por cocineros del Centro Nacional de la Cinematografía francesa, el conjunto animado con una charanga de rap latino cocinada por la pareja de músicos blanquitos franceses Camille et Clément Ducol.
3. Representación médico-quirúrgica
La tercera característica de todos los relatos audiovisuales normativos protagonizados por personas trans es la reducción del proceso de emancipación de género a la definición médico-quirúrgica de transexualidad, con la imperiosa necesidad de la supuesta “de cambio de sexo” como condición de posibilidad del proceso. La película de Audiard presenta el deseo de “cambiar de sexo” como el último y más criminal capricho de un narcotraficante mexicano, que debe llevarse a cabo en secreto y que sólo puede pagarse con el dinero sucio de la droga. Convertirse en mujer consiste, según este relato, en transformar a golpe de bisturí al hombre-mexicano-verdugo en una mujer-víctima-blanca.
Amalgama cargada de racismo, transfobia y exotismo antilatino, ‘Emilia Pérez’ refuerza la narrativa colonial y patologizante no sólo de la transición de género, sino también de la cultura mexicana
En una secuencia literalmente grotesca (ambientada en un zulo donde apenas se ve al narco), Karla Sofía Gascón, disfrazada de caricatura de capo de cártel mexicano con dientes de oro y voz de ultratumba (la utilización tránsfoba de la voz en esta película merecería un artículo independiente), contrata los servicios de una abogada (interpretada magistralmente por Zoe Saldaña), de la misma forma que se pagaría a un sicario, para hacerlo desaparecer, comprándole una identidad y un cuerpo femeninos.
Quizás sin siquiera conocerlo de primera mano, Audiard toma prestado el discurso transfóbo elaborado en 1979 por Janice Raymond en El imperio transexual, y representa el “cambio de sexo” como la adquisición por parte del macho-narco de un cuerpo femenino construido como un artefacto farmacológico y quirúrgico: convertirse en mujer es caro, y para eso sirve el dinero negro del narco. Esta relación causal entre masculinidad violenta racializada y feminidad blanca victimizada, entre narcotráfico y transición de género, entre dinero negro y “operación” de cambio de sexo, es el marco ideológico más profundo y problemático de la película.
Para convertirse en mujer, el narco macho-narco debe cambiar no sólo de sexo, sino también de cuerpo, de color, de alma. A medio camino entre una película de terror y una comedia sexplotación al estilo de la película de Doris Wishman de 1977 Déjame morir mujer, tras la operación cinematográfica del doctor Frankenstein-Audiard, Emilia aparece por primera vez como un cuerpo sin rostro, totalmente recubierta por una venda blanca, un ser deshumanizado, un híbrido de La momia, de la Christiane de Los ojos sin rostro, la película de Georges Franju, y de Vera en La piel que habito. La clave narrativa consiste en levantar la sospecha de que la razón por la que el narcotraficante quiere convertirse en mujer es para “blanquearse”, en el doble sentido de limpiarse de su culpa y deshacerse de su identidad (arrancarse literalmente la piel racializada) de macho racista mexicano.
4. Matar a la mujer trans
La fábula épica de Emilia Pérez avala el relato según el cual las mujeres trans son hombres criminales violentos que blanquean el dinero sucio del patriarcado comprándose un cuerpo de mujer en el mercado capitalista. Audiard cae de este modo en el más clásico de los tropos del discurso tránsfobo según el cual la mujer trans es un lobo disfrazado de oveja.
Emilia engaña a sus hijos que no saben que se dirigen en realidad a su “padre” y a los ciudadanos que la ven como una santa implicada en el descubrimiento de cadáveres de las víctimas del narcotráfico cuando en realidad ella es el antiguo jefe del narco. La mujer trans es, en esta parábola trágica, una impostora que merece el máximo castigo político: el lobo (y por la misma ocasión, la oveja) deben ser ajusticiados. El desenlace inevitable de la película es un ritual político-visual de asesinato de mujer trans, es decir, del impostor patriarcal a manos del patriarcado mismo. El reconocimiento de Cannes y del público en general se basa en esta ambivalencia explícita: es posible sentir empatía por un personaje trans, es posible obtener placer de su cuerpo y su experiencia, siempre y cuando el ritual cinematográfico termine con el sacrificio de la persona trans, es decir, con la validación de la experiencia binaria como única forma de vida políticamente legitimada.
Es preciso dar a Emilia lo que es de Emilia y a Audiard lo que es de Audiard. Emilia Pérez nunca fue Manitas. Es necesario salir del cuento transmexicano contado por el francés, y mirar la película a la luz de las políticas racistas antiinmigración del norte global y de la institucionalización de la transfobia en las últimas cuatro décadas. El hecho de que Emilia sea una mujer trans mexicana no es simplemente anecdótico. Desde la administración Reagan, la llamada guerra contra las drogas ha funcionado como una técnica política para extender la criminalización y el encarcelamiento de minorías racializadas y migrantes. Como parte de una geopolítica imperialista, el cuerpo trans mexicano, objeto central de la política de vigilancia y represión de la frontera que separa el Norte del Sur, encarna la diferencia racial y de género en la taxonomía neocolonial.
La película se apoya sobre una falacia política: las mujeres trans latinas no son narcotraficantes disfrazadas, sino los cuerpos más vulnerables del régimen patriarcal binario, migrantes extremadamente precarias, a menudo sometidas a la violencia institucional en la frontera y en las cárceles de hombres. Eclipsando las luchas políticas colectivas y las vidas trans reales del Sur, Emilia Pérez valida la narrativa normativa estetizándola y transformándola en un culebrón musical.
Con Emilia Pérez, Audiard se aventura en un género, un cuerpo y un territorio político con los que no está familiarizado: no hablo aquí del musical latino-trap, sino de la vida y la experiencia trans en México. Para lograr su propio cambio de género, Audiard hace un pastiche de todos los géneros con los que las vidas trans y mexicanas han sido espectacularizadas y consumidas en los medios durante los últimos cincuenta años: narcothriller, reportaje de Netflix, documental médico sexplotatition, telenovela sudaca, musical latino, videoclip... Audiard aspiraba sin duda a apropiarse de los gestos cinematográficos de Jacques Demy, Pedro Almodóvar o Alejandro González Iñárritu, pero sin compartir ni la mirada ni la experiencia trans, queer o mexicana; no nos lleva ni a México ni al mundo trans, sino al corazón de la transfobia racista europea. Cuanto más nos adentramos en la película, más nos hundimos en un parque temático kitsch transmexicano diseñado para confortar al espectador blanco y binario.
Cuando hablo de transfobia y racismo en esta película, no me refiero a una intención consciente o a una malicia individual por parte de su director, del director de fotografía o de los músicos. Hablo de una epistemología colonial y binaria, históricamente constituida y omnipresente, que resulta, sin embargo, tan invisible como el agua para un pez gordo del cine que no tiene experiencia de lo que significa respirar y vivir fuera de una cultura blanca, eurocéntrica y binaria dominante. Esta violencia no es monopolio de Audiard: la mayoría de las películas con una protagonista trans son robos narrativos, injerencias biográficas, asaltos políticos, intentos más o menos tácitos de conjurar nuestras fuerzas revolucionarias minoritarias para expulsarnos incluso de nuestro territorio imaginario. Pero tenemos una historia, muchas historias, que no han sido contadas ni pueden ser contadas por Audiard a pesar de su talento como cineasta.
Dejen de exotizarnos, de consumirnos, de matarnos a través de la imagen y del relato. Dejen de hacer de nuestro deseo, de nuestros cuerpos y de nuestras muertes su parque de atracciones político y sexual
Llena de clichés coloniales y binarios de fácil consumo, la historia de Emilia magnetiza al público normativo. Pero el éxito no es un argumento ni estético ni político. Al contrario, el éxito es la prueba de que una parte del público sigue nadando cómodamente en las aguas de la ideología colonial y binaria. Lo diré de otro modo: Emilia es a la representación trans lo que El color púrpura de Spielberg fue a la representación afroamericana en 1985: la película que todos los progresistas blancos podían amar sin tener que cuestionar sus propios prejuicios raciales y de género, pero de la que, una década después, todo el mundo se avergüenza. Spielberg no era, en absoluto, un mal director. Simplemente no podía contar la historia de las vidas negras como Spike Lee o Cheryl Dunye.
No hace falta ser trans para sentir la violencia de la epistemología binaria en la película de Audiard, del mismo modo que no hace falta ser afroamericano para sentir el racismo en El color púrpura. Pero es sin duda necesario cambiar la mirada, ser conscientes de nuestra historia compartida de violencia racial y de género, salir de la semiótica del privilegio, deshacer la norma, descentrarnos, aceptar el reto de transformar y redistribuir las técnicas de representación y de producción de subjetividad. Dejen de exotizarnos. Dejen de consumirnos. Dejen de matarnos a través de la imagen y del relato. Dejen de hacer de nuestro deseo, de nuestros cuerpos, de nuestra lucha por sobrevivir y de nuestras muertes su parque de atracciones político y sexual. Quizás el tiempo ponga las cosas en su sitio. Whoopi Golberg interpretando a Celie Harris superó la fantasía blanca de Steven Spielberg. Del mismo modo, es la Emilia de Karla Sofía Gascón la que quizás vencerá a Audiard. A través de la fuerza de su propia experiencia trans y de su talento teatral, Karla Sofía Gascón consigue alzarse como personaje vivo en medio de la enchilada semiótica en la que Audiard la sitúa, desbordado la fantasía binaria de su director y celebrando las formas de vidas y de resistencia trans.
Una versión más breve de este texto se publicó previamente en francés en el diario ‘Libération’.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.