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El inmaduro
Columna
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Bastón y sombrero

Pienso en esas películas en donde se pintaba la Europa liberada y la que permanecía bajo el nazismo

Manuel Vilas
Dos agentes de policía verifican el uso de la mascarilla por parte de transeúntes frente al Coliseo de Roma.
Dos agentes de policía verifican el uso de la mascarilla por parte de transeúntes frente al Coliseo de Roma.ANGELO CARCONI (EFE)

¿En qué momento nace el amor a una ciudad? Tal vez cuando la miras como a un padre o una madre. A lo mejor por eso a Roma la llaman Madre Roma, invocando así el principio biológico más poderoso que existe. Acabo de llegar a Roma y ya estoy enamorado de nuevo. Salgo a la calle y la gente pasea sin mascarillas. Me quito la mascarilla en mitad de la plaza Navona con un gesto violento, como quien hace 75 años arrancaba la bandera del III Reich de los balcones de Europa. En el avión que me ha traído viajaba Mario Vargas Llosa. Ver a Vargas Llosa en mi avión daba seguridad, o un principio de realidad. Vargas iba con mascarilla y bastón. Pensé en que un bastón con elegante empuñadura podía lidiar estéticamente con la gregaria mascarilla. De modo que ahora mismo le he dicho a mi smartphone que me busque tiendas romanas donde vendan bastones.

Paseo por Roma sin mascarilla con un deseo violento de libertad que me agrieta los pómulos, los labios, el alma. Pienso en esas películas de la II Guerra Mundial en donde se pintaban dos Europas: la liberada y la que aún permanecía bajo el yugo del nazismo. Yo estoy en la Europa liberada ahora mismo. Madrid es la Europa ocupada. La historia es caprichosa. Antes devastaban los países los totalitarismos, ahora los virus. No hay miedo ni tristeza en Roma. El miedo y la tristeza han sido una singular aportación española, otra victoria de Francisco de Quevedo sobre Miguel de Cervantes.

Los medios de comunicación en España han sido apocalípticos. Demasiados virólogos virulentos y epidemiólogos mesiánicos en los telediarios y pocos poetas en la vida pública. En Roma el virus tiene que luchar contra la fama de la belleza. No logra ser famoso el virus en Roma, como sí es famoso el virus en Madrid. Pero al segundo día de mi llegada las autoridades romanas decretan el uso obligatorio de la mascarilla en las calles.

Salgo a pasear y veo mascarillas bajo narices indolentes, o colgando del cuello o dentro del bolsillo. Hay inobservancia de los preceptos. Deduzco que la autoridad en Roma no es el Gobierno ni los carabinieri. La autoridad aquí es la belleza. Y sin embargo, en Roma, pese a tamaña relajación que en España conllevaría cuantiosas multas y furibunda condena social, el virus no rebrota; y en Madrid, sí. Tengo que encontrar un bastón como sea. Incluso un sombrero.

Con bastón y sombrero, la mascarilla no podrá competir en fama. También una corbata de seda. También una cegadora camisa blanca. Cualquier cosa que sirva para afirmar la belleza de la vida. Cualquier cosa que obligue a hablar más de la belleza que del apocalipsis, cualquier cosa que sirva para que la belleza sea una noticia más relevante que la noticia de la muerte.

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