Las grullas, fieras y nazis del naturalista Bengt Berg
El zoólogo y fotógrafo sueco, autor de ‘El tigre y el hombre’ y ‘¡Al África tras las aves de paso!’ defendió la eugenesia y prosperó entre la élite cultural del III Reich
Por fin he conseguido un ejemplar de ¡Al África tras las aves de paso!, el largamente deseado libro del naturalista Bengt Berg (no confundir con el poeta y político del mismo nombre) sobre sus aventuras ornitológicas siguiendo la emigración al sur de las grullas suecas. No me lo compré en su día, de niño, cuando los pájaros no me interesaban y solo tenía ojos para los tigres -su El tigre y el hombre (Juventud, 1958) fue una de mis lecturas iniciáticas-, y luego ya no lo pude encontrar. Han pasado muchos años, pero ya tengo la obra, gracias a la Feria del Libro de Ocasión de Barcelona, en una bonita edición de Juventud de 1944. Una maravilla: “¿Sentiste alguna vez, acaso, ansia de seguir a las bandadas de aves que en otoño se encaminan hacia el sur? (…) ¿Y no ha clamado tu corazón pidiendo a gritos sol y luz y vida, en los días otoñales, cuando perecían las últimas flores?”. Un libro para ahora mismo.
Berg (Jönäker, 1885-Halltorp, 1967), viaja a Egipto y Sudán en 1922, observa y fotografía todo tipo de aves, incluido el marabú, el serpentario, el raro abu-markub, pico de zapato, tan querido a Gabi Martínez, mi martín pescador pío del Nilo, abejarucos rosados, y muchas garzas: garzas gigantes, garzas purpúreas, garzas reales, garzas cenicientas (la kuorga de los lapones), garzas negras, garzas azules de África…Entre las páginas aladas, historias sensacionales, como la que le explicó Lord Allenby, nada menos, en El Cairo, de la grulla del Mahdi, el ave soltada en Rusia en 1892 con un medallón identificativo al cuello para seguir su migración. El ave cayó durante la revuelta del Mahdi en manos de los derviches de Dongola, fue acusada de espionaje, condenada a muerte y ejecutada. El collar fue mostrado luego en Jartum por el califa Abdullah, sucesor del Mahdi, a su prisionero Slatin Pachá, que recogió el episodio en su libro A sangre y fuego en el Sudán. ¡Una grulla que compartió el destino trágico de Gordon!
Berg también escribe que según Buffon, las grullas son atacadas por los gorilas cuando caen rendidas del viaje. Emotivo, intenso, apasionante en sus escritos, el naturalista sueco no solo fue un autor, zoólogo y explorador que trabó amistad con los Blixen sino un pionero de la fotografía y las filmaciones de animales, de la estirpe de los George Shiras, los esposos Wallhan, Carl George Shillings, Champion o los hermanos Kearton. Sus trabajos sobre el quebrantahuesos del Himalaya o el rinoceronte indio (al que filmó desde su elefante Perla de plata), son legendarios como lo son sus extraordinarias tomas de tigres de sus cinco años en la India. Su El tigre y el hombre, con el inolvidable capítulo narrado desde el punto de vista de una tigresa Cómo un tigre se hace antropófago, está en mi biblioteca en un lugar de honor, entre los libros de Jim Corbett y los de Kenneth Anderson.
Sin embargo, una sombra ha venido a cernirse sobre Berg, y no es la de una grulla. Hacía tiempo que aquí y allá pillaba alguna referencia inquietante sobre su pasado. Y en una reciente conversación observando buitres, el ornitólogo sueco Lars Jonsson me advirtió de que Berg ha solido ser premeditadamente olvidado en Suecia después de la II Guerra Mundial por sus incómodos lazos con los nazis, aunque él, Jonsson confesaba que le había influido enormemente su libro sobre el chorlito carambolo.
Un interesantísimo y muy documentado artículo de Kim Khavar Fahlstedt, investigador de la Universidad de Estocolmo (The cinematic fauna of Bengt Berg, Journal of Scandinavian Cinema, 7-3), revela en toda su intensidad esa fea parte de la biografía de Berg y como el personaje “se movió hacia una esquina oscura de la historia del siglo XX”. Autor de notables innovaciones en la técnica y el estilo de filmar animales, incluidas las tomas aéreas (llegó a estrellarse a bordo de un biplano Farman rodando), el naturalista, que trabajaba en la Universidad de Bonn, desarrolló paralelamente un ferviente germanismo de connotaciones racistas y antisemitas. Consideraba que los suecos eran un valioso stock racial que había que conservar sin mácula y se sumergía en las ideas de eugenesia e higiene de la raza. Consideraba un peligro para la juventud sueca el cine estadounidense. Sus películas y libros se volvieron muy populares en la Alemania nazi, donde interesaban sobre todo las águilas.
Profesaba una admiración sin límites por Bruno Liljefors, el gran pintor sueco de la vida salvaje, con el que trabó amistad. Liljefors era admirado por Hitler y Goering y recibió el Gran Premio Adolf Hitler (que ya es galardón para tener en la repisa) por su arte, que contrastaba por su realismo, dramatismo y pureza con el considerado “arte degenerado” por los nazis. De la mano de su compatriota, Berg fue miembro del comité honorario de la gran exhibición sobre la caza (Jagdausstellung) del III Reich en 1937 auspiciada por el mariscal y Reichjägermeister Goering. Khavar Fahlstedt señala cómo, junto a sus bonitos libros de animales y viajes, Berg tiene una producción de obras bastante siniestras, ensayos sobre sus visiones raciales y una novela, Un hombre germánico, una historia desde la nueva era, en la que el protagonista, un estudiante de medicina sueco en Alemania, descubre su alma aria. Y pensar que se podría haber limitado a escribir sobre grullas y tigres…
Bengt Berg, mi querido y admirado Bengt Berg, resulta que fue recibido en audiencia por Hitler y que escaló en la élite cultural del nazismo (un caso parecido al de otro aventurero sueco, el explorador Sven Hedin: hay que ver cómo les ponía a algunos escandinavos el pardo). Recibió un doctorado honorífico y fue declarado “probo amigo de Alemania” (la Alemania nazi). Mussolini proclamó su gratitud hacia el naturalista sueco por “abrir los ojos de los italianos al mundo animal”. Solo le faltaba haber ingresado como veterinario en la Wiking, la división panzer de las SS nutrida con voluntarios nórdicos.
Hacia el fin de la guerra, Berg regresó a Suecia donde vivió un tiempo discretamente hasta convertirse en uno de los más notables conservacionistas del país. Se corrió un oportuno velo sobre su pasado como colaborador de los nazis, una etapa que, deplora Khavar Fahlstedt, algunos olvidan convenientemente o trivializan al igual que ha sucedido con los trapos sucios de otros naturalistas notables como Bernhard Grizmek, Hans Hass o el Nobel Konrad Lorenz, que cambió el paso de la oca por el ganso a secas. “Berg es una interesante figura histórica que merece recibir más atención”, me dice Khavar Fahlstedt, que no descarta escribir algo más amplio sobre el naturalista. Yo, la verdad no sé si necesito más. Es duro descubrir que el autor de libros que han forjado tu personalidad y amas tanto era apreciado por Hitler y elogiado por Mussolini. Que te guste lo mismo que le gustó a Goering, vamos, aunque confío que el orondo mariscal en realidad se saltara las páginas líricas que más me conmueven.
Repaso El tigre y el hombre y junto a las emocionantes aventuras entre maharajás, machanes y panteras, el tigre blanco que una vez vio en la jungla como un fantasma, la historia del valiente Yat Aung, que mató a un tigre devorador de hombres a brazo con su machete dao, encuentro la descripción de Berg de la población indostánica como “raza lánguida, pusilánime, inerme” y “la más lamentable especie del animal hombre”. Yo me quisiera quedar sólo con la imagen del tigre de mi infancia, fiera rayada, ojos centelleantes, la poderosa garra preparada para el zarpazo, envuelto en la jungla primordial e inocente… Pero no sé si ya voy a poder. Bengt Berg, Bengt Berg, devuélveme mis tigres.
Babelia
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