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EL CORREO DEL ZAR
Columna
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Grzimek y las nieblas del Serengueti

La inesperada aparición del gran naturalista en las memorias de la nazi Leni Riefenstahl lleva a repasar su vida y obra

Jacinto Antón
Bernhard Grzimek, en los años cincuenta, con un guepardo en su mesa.
Bernhard Grzimek, en los años cincuenta, con un guepardo en su mesa.

Me he reencontrado con el naturalista alemán Bernhard Grzimek, el autor de Serengueti no debe morir y uno de mis ídolos de juventud, en un lugar inesperado: las memorias de Leni Riefenstahl, la camarógrafa de los nazis.

A Grzimek (1909-1987), que era como Félix Rodríguez de la Fuente en alemán y cinemascope, le leí yo en 1970 su libro más famoso, publicado en España por la editorial Noguer en 1961 con el añadido en el título de La vida de los animales salvajes en el corazón de África y la foto estupenda de un feroz leopardo en la portada. Lo recuerdo porque conservo el volumen dedicado por mi madre, que me lo regaló cuando yo contaba 13 años por mi buen comportamiento, como reza la dedicatoria. Ignoro cuál sería ese buen comportamiento dado que en esa época yo era un notorio pillastre al que solo redimía una insana pasión por la lectura, especialmente de historias de animales como Devoradores de hombres, de Kenneth Anderson, o La manta, diablo del mar Rojo, de Hans Haas. El relato de las aventuras de Grzimek, a la sazón director del Zoo de Frankfurt (donde solía ordeñar él mismo a la rinoceronte Catalina la Grande) y que sobrevolaba los grandes rebaños de animales salvajes de Tanzania a bordo de su avioneta Dornier Do 27 pintada a rayas como una cebra y acompañado de su hijo Michael, fue una de las cosas que me ha llevado años después (en diferentes ocasiones) a estar cerca de palmarla en el Serengueti corneado por un búfalo, atacado por las hienas y depredado por un guepardo. Para que luego digan que leer es sano.

En mi primer viaje a esas tierras peligrosas me topé en el Ngorongoro con la tumba de Michael Grzimek, que se mató en 1959, con 24 años al estrellarse a los mandos de la famosa avioneta rayada, a causa de la colisión con un buitre. Los Grzimek se dedicaban a contabilizar las grandes manadas de ñus y cebras y sus desplazamientos y vivían lances dignos de Hatari! –donde, por cierto, aparecía su paisano Hardy Krüger, que tenía una granja en África y un pasado en la división Nibelungen de las SS-. En parte, Serengueti no debe morir es una elegía de Bernhard Grzimek por su hijo, al que consideraba además su mejor amigo y al que hizo firmar con él, de manera póstuma, el libro. Éste está lleno de cosas interesantes, como que los rinocerontes tienen un sueño muy profundo y los niños masai juegan a colocarle una piedra en el lomo que ha de retirar el siguiente jugador y así sucesivamente hasta que el bicho despierta (lo que ha de ser casi tan peligroso como ordeñar a una hembra), o que la cabeza del rey Mkava, de la Tanganika alemana, permaneció en un museo de Bremen hasta su devolución en 1958. Bernhard Grzimek murió en 1987 de una manera muy acorde a su vida: falleció repentinamente mientras estaba de espectador en un circo. Sus cenizas fueron llevadas a África y enterradas junto a la tumba de su hijo.

Hacía tiempo que no pensaba en Grzimek hasta que, como decía, hallé una sorprendente referencia en la autobiografía de Riefensthal (publicada por Lumen en 2013). La directora de El triunfo de la voluntad explica que en 1940 durante la preparación de su película Tierra Baja (Tiefland), basada en la obra de Guimerà, se topó con el problema de que no había manera de dar con un lobo para la escena en que el pastor Pedro lo mata. Ya desesperada, caminando por Berlín, se encontró, para su gran sorpresa, a un individuo que paseaba a un lobo sujeto por una correa: “Se trataba el doctor Bernhard Grzimek, zoólogo”. Grzimek accedió a prestar su lobo para el rodaje, en el que hubo otro préstamo famoso: el de un grupo de gitanos procedentes del campo de Berlín-Marzahn (donde habían sido internados tras una gran redada en 1936) para hacer de extras como españoles. El lobo de Grzimek murió en el rodaje (de indigestión) y los gitanos volvieron al campo tras sus escenas. Los confinados fueron trasladados luego a Sachsenhausen, los hombres, y Auschwitz, las mujeres y niños, donde la mayoría tuvieron un fin peor que el lobo.

Michael Grzimek a hombros de su padre arranca del ala de su avioneta una flecha que les han lanzado cazadores furtivos en el Serengueti.
Michael Grzimek a hombros de su padre arranca del ala de su avioneta una flecha que les han lanzado cazadores furtivos en el Serengueti.

Saber que Grzimek había estado vinculado a la odiosa y muy nazi Riefenstahl y su Tierra Baja me revolvió las tripas. Durante la guerra, el naturalista, averigüé, había formado parte del ejército de Hitler, como veterinario de la Wehrmacht (que pese a la mecanización basaba buena parte de su movilidad en los caballos). También trabajó para el Ministerio de Alimentación del III Reich. Como suele suceder hay una gran controversia acerca de la posición de Grzimek durante el nazismo. En 1947 se le acusó de haber sido miembro del partido nazi, se le echó del Zoo de Frankfurt, que dirigía desde el 1 de mayo de 1945 (el parque era entonces una ruina y solo quedaban 20 animales vivos) y se le sometió a desnazificación. Sin embargo, fue exonerado en 1948 y devuelto al cargo, aunque las sospechas persistieron. Su posterior carrera de mediático y aventurero conservacionista, autor de libros muy populares y grandes documentales (con uno, titulado igual que el libro, Serengeti no debe morir, ganó el Oscar de la categoría en 1960) tapó toda suspicacia hacia su pasado. Recibió infinidad de premios y honores –entre ellos el Bambi de 1973- e incluso se nombró una calle de Frankfurt con su nombre.

Hoy la lectura de Serengueti no debe morir, con todos sus encantos, molesta por su mentalidad colonialista y su paternalismo con los africanos, a los que veía Grzimek como europeos inmaduros. Es complicado decir si en las consideraciones de tonillo racista hay algo más siniestro que el pensamiento general de los años cincuenta pero expresiones como “la alegría de vivir y el vigor tropical del negro” y aseveraciones del estilo de “hay que enseñar a nuestros hermanos negros el valor de lo que poseen” no dejan de poner los pelos de punta. Es difícil sentir mucha simpatía por un hombre que piensa que los humanos deben plegarse a las necesidades de los hipopótamos, por muy bien que te caigan los hipopótamos. Cuando uno recuerda además que C. W. Ceram, el autor del iniciático Dioses, tumbas y sabios, trabajó para la propaganda militar nazi y lo hirieron en Montecasino y Hans Haas formó parte de los comandos de hombres rana de la Kriegsmarine, es difícil no preguntarse en qué manos hemos estado durante nuestra juventud...

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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