María Dueñas y Daniel Barenboim llenan de Beethoven la Alhambra
La joven promesa local y el gran pianista argentino elevan la temperatura emocional del Festival de Granada
Una violinista adolescente de 17 años que, adondequiera que va, va dejando muestras de su enorme talento y un veterano pianista y director de orquesta que ya lo ha demostrado absolutamente todo han hecho subir muchos enteros el interés del homenaje que el aguerrido Festival Internacional de Música y Danza de Granada está rindiendo a Ludwig van Beethoven en el 250º aniversario de su nacimiento. Viena es el nexo común de todo, de alguna manera: allí estudia María Dueñas con el profesor ucraniano Boris Kuschnir y se trasladó a la capital austriaca a una edad similar a la que lo hizo el también adolescente Beethoven para ampliar su formación con Mozart en 1786. Después de tres meses de silencio sin tocar en público (algo que jamás había sucedido a lo largo de su historia, dos guerras mundiales y la epidemia de la gripe española incluidas), la Filarmónica de Viena volvió a tocar para un centenar de personas en la Musikverein el pasado 5 de junio un programa que concluyó con la Sinfonía núm. 5 de Beethoven dirigida por Daniel Barenboim. La red de conexiones está servida.
El músico argentino se encontraba entre el público que aplaudió largamente a la que va camino de convertirse en una celebridad en su ciudad natal, y no solo allí. Dueñas tocaba, cómo no, el Concierto para violín de Beethoven, acompañada por la Orquesta Sinfónica de Galicia dirigida por Juanjo Mena. Una prueba de fuego para la musicalidad, mucho más que para el virtuosismo, de cualquier violinista. La gran escuela rusa (o, según se mire, soviética) no ha sido siempre la más afín a la escritura beethoveniana, lo que acentuaba el interés de ver cómo abordaba la joven violinista una partitura carente por completo de fuegos de artificio, pero que da la medida exacta de la madurez musical y la solidez de los rudimentos técnicos básicos (escalas, por encima de todo, pero también arpegios, octavas o trinos) de quien afronte la parte solista.
Lo primero que llamó la atención es el aplomo, el temple y la (aparente) tranquilidad con que María Dueñas ocupó su puesto en el centro del escenario del Palacio de Carlos V, con su Guarneri de 1736 (un préstamo de la Fundación Musical Nipona, que no deja sus instrumentos a cualquiera) perfectamente dirigido hacia el público. Su sonido, no especialmente grande, se reviste de especial calidad en el centro y, sobre todo, en el registro agudo, donde jamás ve mermada su tersura. Sin embargo, en la zona grave, Dueñas mostró una ocasional tendencia a tocar casi sulla tastiera, donde el timbre pierde inevitablemente calidez, cuerpo y redondez. De técnica solidísima (el legado ruso) y afinación casi infalible, el aspecto técnico que más rechinó en su versión fue una sobreabundancia de armónicos perfectamente prescindibles. Un armónico produce un timbre muy diferente del de las notas pisadas, por lo que, utilizado a mitad de frase, y al estar desprovisto de vibrato, supone inevitablemente un quiebro de la frase, una cesura, un borrón. Utilizarlos por comodidad, o irreflexivamente, sin reparar en sus consecuencias en el dibujo de la línea y en el contexto de frases secuenciales, suele ser siempre una mala decisión, ya que en ese punto surge un desequilibrio. Otro reparo menor es el exceso de preparación en los trinos antes de regularizar la velocidad de los batidos. En una obra tan pródiga en trinos sería mucho más aconsejable variar los ataques en vez de repetir siempre el mismo esquema de menos a más, casi convertido en un tic.
En otro gesto autoafirmativo, acorde con su modélico saber estar sobre el escenario, Dueñas renunció a recurrir a las habituales cadencias de Fritz Kreisler y ella misma ha compuesto las notables y muy musicales que tocó, lo que deja bien a las claras que sus talentos trascienden el ámbito estrictamente interpretativo. Juanjo Mena, que había abierto el concierto con una obertura de Egmont de escaso empaque dramático, mostró mucho mayor afinidad por este Beethoven marcadamente lírico y en modo mayor. Acompañó con cuidado a Dueñas, sobre todo los dos primeros movimientos, aunque en el Allegro ma non troppo inicial sorprendió, y mucho, la brusca ralentización del tempo en el pasaje en Sol menor previo a la reexposición. Al contrario que en la obertura, no faltaron nunca la tensión ni la gran línea, a pesar de que los tempi fueron notoriamente lentos (el primer movimiento se fue por encima de los 26 minutos) y de que probablemente la obra no había sido ensayada lo necesario: más que poco entendimiento entre ellos, se traslucía escasa familiaridad y la falta de poso suficiente para que la música avanzara con mayor libertad, incluida la asunción de algunos riesgos.
Los acordes previos a la cadencia que da paso al tercer movimiento, cuando la cuerda quita por fin la sordina, tuvieron la misma falta de rotundidad que los que habían abierto la obertura de Egmont, pero luego el rondó avanzó con fluidez gracias de nuevo a la insólita madurez de la violinista granadina, impropia de su edad, magnífica de principio a fin e incidiendo en su nulo afán de lucimiento, sin un solo gesto huero o de cara a la galería. Los larguísimos aplausos le hicieron tocar en solitario fuera de programa –la tierra obliga– la transcripción para violín solo que hizo Ruggiero Ricci de Recuerdos de la Alhambra de Tárrega, una prueba de fuego para el dominio del spiccato en la que optó, como sugiere Ricci, por tocar con el arco la blanca inicial de cada compás en vez de recurrir al mucho menos sonoro pizzicato de mano izquierda. El muy moderado tempo elegido abundó en lo poco que parece interesar a Dueñas el virtuosismo huero y de cara a la galería.
Después (los intermedios y las segundas partes han pasado momentáneamente a la historia) Juanjo Mena ofreció una Sinfonía núm. 7 de Beethoven mucho más interesante que la obertura de Egmont, en los que la agrupación gallega mostró hechuras de muy buena orquesta, con una cuerda disciplinada y unas excelentes maderas, la sección con mayor personalidad y en las que destacan a su vez las flautas. Los mejores momentos llegaron en el fugato para la cuerda del segundo movimiento y en todo el planteamiento inicial del cuarto, ya que al vitoriano –que acertó al acortar la sobredosis de repeticiones prescrita por Beethoven tanto aquí como en el Scherzo– le costó mantener luego los mismos niveles de ímpetu y energía. Pero lo que queda para el recuerdo es la presentación de María Dueñas en el festival de su ciudad natal, tocando la misma obra que otra hija de la escuela rusa, Viktoria Mullova, tocó hace un año en el mismo escenario en una versión deplorable, un pálido reflejo de la que acabamos de escuchar a Dueñas. Si no la malean los concursos (que no necesita), si se deja aconsejar bien en la elección de repertorio, si no equivoca el orden de los siguientes pasos y se rodea de buenos músicos con los que crecer, aprender y madurar musicalmente, la granadina va camino de convertirse en una violinista importante. Con su tez blanquísima y un candor natural, iluminó la noche en el Palacio de Carlos V. Y confirma que Andalucía sigue siendo un semillero de grandes talentos musicales, algo que sabe de muy primera mano Daniel Barenboim.
Él dio su primer concierto hace ya setenta años y debutó en Granada hace cuarenta: ahí es nada. Desde muy joven mostró una insólita afinidad por Beethoven, quizás el compositor más difícil de desentrañar y la roca contra la que se han estrellado grandes directores e instrumentistas. Barenboim, en cambio, parece poseído de manera innata por su espíritu, del mismo modo que el conde Waldstein quería que Beethoven se imbuyera del espíritu de Mozart de manos de Haydn cuando realizó su segundo viaje a Viena desde Bonn en 1792: un trayecto esta vez sin retorno. Sus logros son y, muy probablemente serán, inigualables, ya que lo ha tocado y dirigido virtualmente todo: obras para piano solo, música de cámara (sonatas para violín y violonchelo, tríos, quinteto), conciertos (incluido el de violín en la transcripción pianística del propio Beethoven), Fidelio, Missa solemnis. El confinamiento y la suspensión de la actividad musical no le han impedido tocar y dirigir con frecuencia en salas vacías o semivacías, organizar hace dos semanas un festival de música contemporánea con Emmanuel Pahud en su Sala Pierre Boulez de Berlín, en el que se interpretaron hasta diez estrenos mundiales compuestos expresamente para la ocasión, o grabar una nueva integral de las 32 sonatas para piano de Beethoven que se publicará en otoño: ¡la quinta!
El 10 de abril tocó también en directo, sin público, las Variaciones Diabelli de Beethoven, lo que permitió comprobar que el confinamiento, el ocio del que nunca dispone y las horas de estudio les habían venido muy bien a sus dedos. “En los últimos sesenta años no he tenido nunca tanto tiempo como en estos meses”, ha declarado hace unos días. En Granada se ofreció a tocar gratuitamente a beneficio de Cruz Roja cuando el programa (el aplazado y reconfigurado debido a la pandemia) ya estaba cerrado, lo que obligó a deshacer parte del puzle y reubicar algunas piezas. El público que llenaba el nuevo aforo del Palacio de Carlos V lo recibió con un aplauso lleno de ese cariño que se profesa a los viejos amigos, ya que Barenboim fue durante años una presencia habitual del festival con su Staatskapelle de Berlín. Su concierto era, además, la continuación natural del que había ofrecido Igor Levit en el Patio de los Arrayanes el lunes pasado: porque repetía una de las obras (la Sonata op. 110) y porque brindaba la única continuación posible de las tres últimas sonatas de Beethoven. Las Diabelli están llenas de guiños, porque se cierran con una clara alusión a la Sonata op. 111, porque contienen una variación más que el número total de sonatas (33), y superan a su vez en una a la obra con mayor número de variaciones compuesta hasta entonces por Beethoven (las 32 Variaciones sobre un tema original en Do menor). Sin embargo, y para hacernos una idea de su ambición, la duración de las Diabelli quintuplica la de esta última obra de 1806. Asimismo, la op. 120 fue publicada por el editor y autor del pequeño vals que le sirve de tema, Anton Diabelli, no con el nombre de “variaciones”, sino de “transformaciones” (Veränderungen), que, no casualmente, es el mismo utilizado por Bach en la cuarta entrega de su Clavier-Übung, conocida popularmente como las Variaciones Goldberg. Contando las dos apariciones del aria, las Diabelli superan también, por tanto, en una el número total de piezas que integran la obra de Bach, el dios absoluto del músico de Bonn.
Dicho todo ello, Barenboim no tuvo el viernes su noche más afortunada o, por decir mejor, pudimos escuchar momentos estelares de quien es, sin duda, el mayor intérprete beethoveniano vivo junto con otros mucho menos ensalzables. Afirmaba el argentino el pasado 10 de abril, antes de tocar esta misma obra en la Sala Pierre Boulez, que las Variaciones Diabelli (otro nombre popular e inauténtico), una hora aproximada de música, exigen una enorme concentración: para quien toca y para quien escucha. Y esto parece ser lo que le faltó el viernes en una noche calurosísima en Granada. Oímos al pianista prodigioso, al poseedor de la técnica más económica en movimientos y, a la par, más eficaz, junto al instrumentista humano al que esa misma técnica, o su prodigiosa memoria, pueden jugarle más de una mala pasada.
El comienzo de la Sonata núm. 31 confirmó que la situación actual ha propiciado el reforzamiento del Barenboim más reflexivo. Todo el concierto tuvo el aire de una gran meditación teñida de melancolía. La inició algo destartaladamente, pero acabó encontrándose consigo mismo en el tercer movimiento, donde las dos fugas se vieron precedidas de sendas lecciones magistrales en la armonización, el peso y el sentido de los acordes. La huella del “Es ist vollbracht” de la Pasión según san Juan sonó más alargada que nunca. El último Beethoven decidió recogerse con frecuencia en la casa del padre (Bach, por supuesto) y Barenboim supo transmitir admirablemente esa sensación del contrapunto imitativo, decididamente arcaizante, como un lugar de refugio, como un balsámico retorno al pasado.
En las Diabelli pasaron muchísimas cosas y dar cuenta de todas ellas requeriría demasiado espacio. La más sorprendente de todas (no es una obra que ni se aprenda ni se olvide en tres meses) fue que Barenboim, brillantísimo en abril en Berlín, se saltara dos variaciones (24 y 25), aunque luego rescató, más llamativamente si cabe, la segunda después de la 27. Ya había tenido más lapsus de memoria antes, como en las variaciones 5 y 9, de los que salió con oficio y sin que eso le hiciera esquivar la posterior repetición: los músicos saben bien que, en un pasaje repetido, las posibilidades de volver a equivocarse en el mismo punto son muy, muy altas. De hecho, tocó todas y cada una de las repeticiones prescritas por Beethoven, que son muchísimas, y solo se permitió pequeñas pausas, casi como mojones señaladores del camino, después de las variaciones 10 y 20. Pero el debe se vio compensado por un haber abundantísimo, concentrado especialmente en un puñado de variaciones y, sobre todo, en dos trípticos: los formados por las variaciones 18-20 y 30-32. Solo lo que escuchamos aquí habría justificado la visita a Granada: la sutil gradación de dinámicas suaves (18), la precisión rítmica en medio de la constante sincopación (19), el peso perfecto de cada nota en los acordes (20), el equilibrio entre las dos manos (30), el fraseo de trazo larguísimo en medio de un mar de ornamentaciones (31), la solidez –esta vez de estirpe handeliana– de la gran fuga (32). Y al final, claro, la vuelta al comienzo con la engañosa inocencia del minueto, la numérica y simbólicamente crucial 33ª variación.
Tocó Barenboim sin mascarilla, al igual que había hecho su amiga Martha Argerich, y al contrario que Elisabeth Leonskaja o Kristian Zimerman, en el Festival de Granada más pianístico que se recuerda. Y había una cierta tristeza en la mirada del argentino, fruto quizá de la cancelación de una gira por África (Etiopía, Eritrea, Congo, Ruanda y Marruecos) que habría debido hacer estos días con su Orquesta del Diván y que ha sido otra de las víctimas indeseadas de la covid-19. Afirmaba también Barenboim antes de tocar las Diabelli en Berlín el pasado 10 de abril que se trataba de “una obra metafísica con humor”. En Granada, a pesar de haber tocado en general sensiblemente más deprisa que entonces, ha primado con mucho la primera sobre el segundo, por más que en estos días andemos todos mucho más necesitados de sonrisas y un soplo de optimismo que de ontologías.
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