El Dr. Krystian y Mr. Zimerman
El pianista polaco deja impresiones contrapuestas en el Festival de Granada en su doble cometido como pianista y como director
Hay una larga tradición de pianistas difíciles, y difícilmente contentadizos. Pensemos en Glenn Gould, en Friedrich Gulda, en Arturo Benedetti-Michelangeli. Si había algo que no era de su gusto (y la lista era larga), se negaban a tocar. El cetro de las rarezas lo empuña ahora Krystian Zimerman, un pianista de carrera atípica precisamente por haberse negado a encajar en los moldes convencionales. Viaja siempre con su propio piano (aunque no lo ha he hecho en esta ocasión, con las consecuencias que enseguida se verán), un instrumento del que lo sabe todo, por dentro y por fuera, quizá porque en su Polonia natal, en plena Guerra Fría, tuvo que ingeniárselas para reparar él mismo piezas imposibles de conseguir, lo que le llevó a desentrañar íntimamente las interioridades de este complejísimo mueble de tres patas.
También ha diseñado él mismo las herramientas y artilugios para moverlo y cargarlo en la furgoneta con que lo transporta de un lugar a otro. Su repertorio es, asimismo, enormemente selectivo, apenas ha frecuentado la música de cámara, verlo tocar con orquesta se ha convertido cada vez más en algo extraordinario y hay que estar muy atento para poder coincidir con uno de sus contados recitales, no siempre en las salas más renombradas. En Granada ha prohibido tajantemente ser fotografiado y que se graben o se transmitan sus conciertos.
En Granada, Zimerman prohibió tajantemente ser fotografiado y que se grabasen sus conciertos
Pero sus actuaciones dejan huella. En Madrid nadie ha olvidado aún su Concierto núm. 2 de Brahms junto con la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Leonard Bernstein en octubre de 1984. Enrique Franco escribió en este periódico que “exagerando un poco las cosas, podríamos decir que el público fue al Real para escuchar a Bernstein y volvió del Real de escuchar a Zimerman”, para sentenciar poco después que “lo que hace Zimerman hay que verlo y oírlo para poder creerlo”. Hacía diez años ya que había triunfado en el Concurso Chopin de Varsovia siendo apenas un adolescente de rasgos y estirpe chopinianos, una gesta que lo catapultó a una fama que no lo ha abandonado desde entonces.
En Granada está tocando y dirigiendo estos días los cinco conciertos para piano de Ludwig van Beethoven, el compositor residente de esta edición diezmada y postergada por la pandemia. Quienes auguraban que acabaría por no tocar, arguyendo cualquier excusa, se han equivocado. Se ha instalado en la ciudad y parece feliz de estar aquí, protegido por el bosque de la Alhambra y por las estrictas medidas de seguridad sanitaria que el festival implementa a rajatabla. Menos contento aparentaba estar, sin embargo, al final del concierto.
Quienes auguraban que acabaría por no tocar, arguyendo cualquier excusa, se han equivocado. Se ha instalado en la ciudad y parece feliz de estar aquí, protegido por el bosque de la Alhambra
En sus cuatro décadas largas de carrera, Zimerman ha colaborado con un plantel de directores de primerísima fila: valgan los nombres de Herbert von Karajan, Carlo Maria Giulini, Pierre Boulez, Seiji Ozawa o el ya citado Leonard Bernstein. Eso, y una sobresaliente musicalidad innata, no lo convierten, sin embargo, en un buen director. Ni siquiera, podría incluso añadirse, en un buen concertador. Así quedó patente en la obra con que se inició el concierto del martes por la noche, la Sinfonía núm. 4 de Beethoven.
Lápiz en mano a modo de batuta, Zimerman incurrió en algo que ya pudo apreciarse en su grabación de los dos Conciertos para piano y orquesta de Chopin al frente de la Orquesta del Festival Polaco: una tendencia irrefrenable a valerse de tempi lentísimos, mucho más morosos en este caso concreto que los de su grabación de estas dos mismas obras con Carlo Maria Giulini, que no propendía precisamente a la rapidez. Pero lentitud no es necesariamente sinónimo de profundidad ni tiene por qué ser una virtud. Quienes intentan emular los tempi de Celibidache, por ejemplo, suelen estrellarse estrepitosamente.
Zimerman planteó el comienzo de la sinfonía a cámara muy lenta, privándole incluso de su función esencial, que es la de servir de introducción de la forma sonata posterior: el Adagio como pórtico conducente al Allegro vivace, no como una música desgajada, autónoma y al margen de él. Desprovista de tensión interna, como un puro ejercicio armónico y sonoro, tampoco el final de la introducción dio paso a ese súbito estallido de vitalidad y energía en que saben convertirlo los grandes directores. Todo sonó musical, sí, pero sin ninguna idea directorial y con claros desequilibrios entre las diversas secciones de la orquesta, especialmente en el desarrollo.
El posterior Adagio daba la poco agradable sensación de estar permanentemente subdividido, más como un ejercicio de solfeo que como música que fluye en libertad. Lo que pareció el vuelo de un helicóptero impidió disfrutar plenamente de los solos de Carlos Gil, el más entonado de su sección en la Orquesta Ciudad de Granada. Silencios exageradamente largos y, de nuevo, ausencia de tensión interna lastraron un Adagio exageradamente apacible, cercano a las duraciones de las versiones de Wilhelm Furtwängler y Sergiu Celibidache (las más lentas de la discografía), pero sin ninguna de sus virtudes. Un minueto y trío planos, de trazo corto, y un último movimiento pródigo en desequilibrios, sobre todo en los violines, y sonoridad poco compacta coronaron una versión más bien olvidable.
Todo sonó musical, sí, pero sin ninguna idea directorial y con claros desequilibrios entre las diversas secciones de la orquesta
La nueva normalidad exige conciertos sin intermedio, sin espacio ni tiempo para la socialización, y tras chocar codos con los primeros atriles y agradecer los aplausos del público, Zimerman se dispuso por fin a hacer lo que mejor sabe: tocar el piano. Sorprendía que fuera ataviado en ambos brazos con sendas muñequeras, o mitones cortos, que le cubrían casi incluso medio pulgar, especialmente porque la noche en la Alhambra volvía a ser muy calurosa, a pesar de pequeñas y ocasionales ráfagas de viento.
Más preocupante fue que, después de su primera entrada (escalas ascendentes, la repetición del diseño inicial de la orquesta), sacudiera rápida y repetidamente la mano derecha por debajo del teclado como si quisiera desentumecerla o ahuyentar algún dolor. Lo cierto es que el polaco parecía cualquier cosa menos cómodo y tampoco hacía gala del que ha sido sin duda uno de los mecanismos pianísticos más sobrehumanamente perfectos de las últimas décadas. Había atisbos del grandioso pianista que grabó esta misma obra junto con Leonard Bernstein en la que es una versión de absoluta referencia, pero únicamente eso: atisbos.
Algunos de ellos llegaron en la cadencia en solitario, donde se liberó por fin del yugo de tener que dirigir a la orquesta, una labor en la que apenas se vio secundado por Maria Nowak-Walbrodt, la concertino que él mismo ha sugerido para estar al frente de los primeros violines. Sin gestos explícitos ni claros, sin ejercer en ningún momento de líder (leader es el término inglés para denominar al concertino), e incluso entrando en algún momento antes de tiempo, ayudó muy poco a Zimerman para aliviarlo en su doble cometido, sobre todo cuando el teclado exigía toda su atención.
Nada más acabar el primer movimiento, y visiblemente alterado, Zimerman se apartó la mascarilla (tocó y dirigió con ella en todo momento) y dijo al público, muy contrariado, algo así como que Steinway debería avisar a los pianistas de los cambios que introduce en los instrumentos que fabrica. No especificó más y solo él sabía a lo que estaba refiriéndose. Tocaba por deseo propio un instrumento diferente del que utilizó el día 16 de julio, cuando interpretó los dos primeros Conciertos para piano de Beethoven. Y oído lo oído, hay que pensar que volverá a querer cambiar el próximo domingo, cuando toque los dos últimos. Es como si, roto el vínculo con su propio piano, que lleva acompañándolo fielmente adondequiera que va desde hace más de un cuarto de siglo, Zimerman se sintiera desubicado.
Nada más acabar el primer movimiento, y visiblemente alterado, Zimerman se apartó la mascarilla y dijo al público, muy contrariado, algo así como que Steinway debería avisar a los pianistas de los cambios que introduce en los instrumentos que fabrican
En el Largo volvimos a la música yerta, desestructurada, con unos últimos compases estratosféricamente lentos. Y el rondó final, escaso de brío, descafeinado y con poco mordiente, ni siquiera en el contrastante Presto final, tampoco nos deparó grandes alegrías. Aun así, el Dr. Krystian –el pianista– es siempre infinitamente más interesante y seductor que el anodino Mr. Zimerman –el director–, una dualidad que pocos pianistas han sabido fundir en un todo coherente y atractivo por igual. Uno de ellos es, sin duda, Daniel Barenboim, que tocará en solitario el viernes en este mismo escenario del Palacio de Carlos V, preparado como un perfecto tablero de ajedrez para la nueva normalidad, con las distancias reglamentarias entre asientos y entre los músicos, atriles individuales para la sección de cuerda, mamparas de metacrilato para detener las inevitables emanaciones de los instrumentos de viento, mascarillas omnipresentes, etcétera, etcétera.
Y nada más acabar el concierto, mientras el público estaba aún saliendo del palacio, desinfección rauda y generalizada con espráis de escenario y sillas, como si quisiera eliminarse cualquier rastro de lo que acababa de acontecer. Cada uno que se lleve sus recuerdos consigo a casa. Bajo la mascarilla.
Babelia
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