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En principio fue el sonido

María Dueñas deslumbra con su violín por una profundidad y emoción que superan incluso su enorme virtuosismo

La Orquesta Sinfónica de Galicia (OSG), dirigida por Dima Solobodeniouk, ha celebrado el viernes 2 en A Coruña su tercer concierto de abono. El programa contenía en su primera parte Fratres, de Arvo Pärt, en su versión para percusión y cuerda, el Concierto para violín y orquesta nº 1 en re mayor, op. 6 de Niccolò Paganini (1782–1840), y la Sinfonía nº 4 en la mayor, Italiana, op.90 de Felix Mendelssohnn (1809 -1847) en la segunda

Fratres es no solo la obra más conocida de su autor sino la que ha hecho de él el compositor vivo más interpretado actualmente. Su clima sonoro y su máxima sencillez auditiva, fruto de un elaboradísima elaboración en su composición, son el mejor salvoconducto para dejar atrás las complicaciones de la vida de cada uno y entregarse al goce de la música, lo que logra desde sus primeros compases a nada que la versión sea fiel a la partitura.

Este fue el caso en la interpretación de Slobodeniouk y la Sinfónica, con una sutileza infinita en la regulación del sonido, sin más “escalones” que uno mínimo que permitió percibir la entrada de las violas en el canto. Y siempre con una delicada pero efectiva exposición de los cambios en la armonía, acaso la más íntima de las emociones que nos causa la música. Exquisito, como siempre, Alejandro Sanz en su control de sonido y precisión.

La actuación de María Dueñas (Granada, diciembre de 2002) produjo muchas y fuertes emociones. El Concierto nº 1 de Paganini tiene un carácter un tanto exhibicionista ya desde su larga y más que previsible introducción orquestal –que, por cierto, a más de un melómano le produjo una irónica sonrisa tras la sencilla hondura de Pärt-. Pero terminó la introducción, en la que se limaron en lo posible los excesos retóricos del genovés y llegó María Dueñas.

Y a partir de ese momento la atención del auditorio fue atravesada por la descarga de las primeras notas del violín de la granadina. Primero fue el sonido que extrae de su instrumento, un Niccolò Gagliano con tres siglos de música saliendo de su caja armónica -en la biografía de Dueñas del programa de mano aparece 17?4 (sic) como fecha de su construcción-. Desde el momento en que este emitió las primeras notas, llenó el difícil ámbito acústico del Palacio de la Ópera con unos medios sedosos y unos agudos dotados de un brillo entre la plata y el más transparente cristal; los graves, son sugerentemente aterciopelados y mórbidos.

Dueñas lució su técnica, con una afinación perfecta, unas agilidades increíbles una riqueza de matices en el arco que le permiten volar por la expresión de los mil y un ataques posibles, que Paganini dispuso para su propio y exclusivo lucimiento virtuosístico. Pero esa impresión -causada por lo que podríamos llamar los elementos materiales de la música y presente durante toda la obra- fue pronto superada por la esencia de este arte: los sentimientos, la emoción.

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Lo mejor de la música de este concierto se halla escondido bajo incesantes oleadas de pura pirotecnia y se necesita ser muy músico y tener una gran sensibilidad para sacarlas desde lo más hondo de la partitura. Tan sencillo de decir y tan complicado de hacer. Y eso es exactamente lo que hace María Dueñas. La emoción que transmitió en la sección central del primer movimiento se vio incluso multiplicada; y tan reforzada como para rasgar la superficie de las mil y una diabluras de mecanismo de la cadenza. Solo así se explica que el silencio que se adueñó del Palacio de la Ópera fuera uno de los más densos que se recuerdan tras un primer movimiento tan brillante y apenas lo turbara alguna tos.

Luego hizo una lectura magistral del Adagio central, envolviéndolo en una preciosa aura de lirismo que le viene como anillo al dedo; o como un guante de seda que suavizara su dramatismo reduciéndolo a lo estrictamente necesario. El Rondo tuvo en sus manos toda la dosis de gracia que es posible extraer de él, además de una soberbia dosis de emoción que emanó de unos falsos armónicos en cuerdas dobles que hicieron recorrer en muchas espaldas un calambre de sincera emoción.

La gran ovación del público fue recompensada por Dueñas con la ejecución tan impecable como electrizante del Capricho nº 5 de Paganini. Personalmente, habría preferido que nos regalara un movimiento lento de alguna de las Paritas o Sonatas para violín solo de Bach, que además es uno de los compositores de los que se declara devota en sus entrevistas. Habría sido como una sonda de profundidad que nos hubiera dado una imagen más nítida de la honda musicalidad que atesora con tan solo quince años. Que no la pierda ¡y que vuelva pronto!

Para la segunda parte del concierto estaba programada la Italiana de Mendelssohn. La lectura de Slobodem¡niouk con la Sinfónica estuvo dentro del más ortodoxo canon clásico. Agilidad, tersura, gran empaste en el sonido de todas las secciones y tempi ágiles. La única mácula que cabría ponerle sería una ligera caída de la tensión expresiva en el Andante con moto.

Quizás el “problema” sea que estamos ya tan acostumbrados a conciertos siempre brillantes y redondos que nuestro nivel de exigencia ha crecido en paralelo con los resultados. Pero solo la exigencia nos ha llevado a la excelencia en que estamos instalados y solo con ella seguiremos en este nivel.

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