El judío adolescente que Hitler usó como pretexto
Herschel Grynszpan asesinó en 1938 a un funcionario alemán. Un ensayo explica cómo aquel episodio fue usado para justificar el pogromo nazi de la ‘Noche de los cristales rotos’
A veces Dios escribe torcido con reglones torcidos. Es lo que viene a la cabeza ante la sorprendente historia de Herschel Grynzspan, el jovencito judío con aspecto de ser incapaz de romper un plato que el 7 de noviembre de 1938 entró en la embajada de la Alemania nazi en París y le pegó dos tiros a un funcionario, ofreciéndole a Hitler, sin querer, el pretexto que buscaba para justificar el gran pogromo de dos días después contra los hebreos alemanes y austriacos conocido como la Noche de los cristales rotos, la Kristallnacht. Grynzspan (Hannover, 1921-?), que contaba 17 años el día que se hizo tristemente célebre, es uno de los personajes más singulares, extravagantes y enigmáticos de la Europa del nazismo y la II Guerra Mundial. Chico insignificante, verdadero don nadie de la historia cuyo único rasgo destacable es que era bueno al pimpón, desató con su chapucera acción —su víctima fue Ernst Vom Rath, un funcionario de segunda fila desafecto al régimen nazi— fuerzas terribles que no podía llegar a imaginar, y acabó él mismo absorbido por el vórtice de maldad más absoluta que ha conocido la humanidad. De Herschel Grynzspan, al hilo de cuyo atentado las brutales SA dejaron las calles del Reich sembradas de vidrios de los comercios judíos devastados y el aire irrespirable con el humo de las sinagogas incendiadas —amén de más de 200 muertos y 20.000 detenidos—, sin duda se puede decir que la lio parda.
Desde que cometió su asesinato y luego después, al desaparecer de la faz de la tierra, seguramente asesinado por los nazis, de los que estaba preso, el joven judío con un aire melancólico y apaleado a lo Sal Mineo ha intrigado y desconcertado a los que han investigado su historia. Ahora, un nuevo libro sobre él, El chivo expiatorio de Hitler (Galaxia Gutenberg, 2020), del historiador Stephen Koch (Sant Paul, Minesota, 1941), revisa su corta vida (a Grynzspan se le pierde el rastro en 1942, cuando estaba en manos de la Gestapo, lo que no es muy alentador) y las circunstancias que la rodearon, tratando de arrojar toda la luz posible en una trayectoria que desemboca en las tinieblas.
El libro de Koch, que no en balde es además novelista, resulta absolutamente absorbente y se lee como una narración policiaca —por no hablar del sugestivo excurso sobre el ménage à trois de Gobbels con su mujer y la actriz Lída Baarová—. El autor retrata magistralmente no solo a Grynzspan y a los demás personajes principales de la historia, sino a una galería de secundarios que incluye políticos franceses, diplomáticos, abogados, al rijoso Goebbels (del que revela un apodo aparte del corriente de “el enano venenoso”, el “Mickey Mouse de Odín”) e, inesperadamente, al mismísimo Adolf Eichmann, el técnico del Holocausto, que habría tenido un papel fundamental en la manipulación nazi del caso del joven judío asesino. Para Koch, que explica que su interés por Grynzspan surgió al investigar la vida de la periodista neoyorquina Dorothy Thompson (que creó un fondo de ayuda a Grynzspan y que le hizo preguntarse, dice, “por qué algunos estadounidenses notables como ella entendieron desde el principio lo que iba a ocurrir con Hitler, y otros, como Charles Lindbergh y Frank Lloyd Wright, se equivocaron completamente"), la historia del joven judío “ha sido casi olvidada, tapada por la propia insignificancia del chico y distorsionada por mitos y fantasías conspiratorias”.
Koch da por absolutamente seguro que Grynzspan fue asesinado por los nazis entre 1942 y 1945 (hoy en día siguen apareciendo noticias sobre su posible supervivencia tras la guerra) y niega categóricamente que hubiera relación sexual alguna entre el joven y su víctima, una hipótesis muy difundida. De hecho, destaca que no se conocían en absoluto, que Grynzspan en su vida social no pasaba de pagafantas y que era virgen.
Para Koch, que sigue minuciosa, detectivescamente, las fuentes históricas, la teoría del crimen pasional (Vom Rath se habría aprovechado de Grynzspan, con dinero o abuso de poder por medio, y este lo habría matado por despecho) la elaboraron los abogados del chico para su defensa —era una forma de alejar el crimen de la esfera política— y luego él mismo, ya en manos de los nazis, la reinventó a fin de evitar el juicio espectáculo al que querían someterlo con vistas, otra vez, a justificar la persecución de los judíos destapando una supuesta conjura del judaísmo internacional contra Alemania. La historia que cuenta el autor es la de un simple muchacho judío alemán de ascendencia polaca refugiado en casa de sus tíos en Francia que se entera de que a su familia la han deportado a Polonia, tras arrebatárselo todo, y que decide realizar un acto que llame la atención del indiferente mundo sobre lo que están haciendo los nazis con su pueblo. Grynzspan no es así más que un jovencito inmaduro, desesperado y confundido, obsesionado con la venganza y con su propia insignificancia, que consuma un churro de atentado y, queriendo ser un nuevo David contra Goliath, se convierte en un peón en las maquinaciones de los nazis. Lo primero que preguntó Hitler al enterarse del atentado es si realmente el perpetrador era judío. No podía creer que le hicieran un regalo semejante.
Grynzspan, un Raskólnikov de vía estrecha, un punto iluminado, narcisista y deseoso de sus minutos de fama, tras sopesar suicidarse en una mísera habitación de hotel, compra por la mañana del día 7 una pequeña pistola de 6,35 mm en una tienda en la que también venden muñecas. El dueño del establecimiento le tiene que enseñar cómo se usa. Con el arma en el bolsillo de una gabardina que le queda grande, el joven entra en la Embajada alemana en la calle Lille fácilmente identificable por la gran bandera con la esvástica. Se cruza sin reconocerlo con el embajador, Johannes Graf Von Welczeck, un gran nazi, y pide a la conserje ver a “algún empleado”, para entregar unos papeles. El que está disponible (no es bueno ser un funcionario diligente) es Vom Rath, de 29 años, soltero, secretario tercero de la embajada y más bien nada afín al régimen. Recibido en el despacho, cuando Vom Rath le pide ver los papeles, Grynzspan saca la pistola, aun con la etiqueta del precio, y dispara cinco veces al funcionario al grito de “¡eres un cerdo alemán y en nombre de los 12.000 judíos perseguidos, aquí tienes tu documento!”. Como otro joven que tampoco era buen tirador y también la lio, Gavrilo Princip -el magnicida de Sarajevo-, Grynzspan tuvo la chamba de colocar bien dos de sus disparos. Uno de ellos causaría la muerte a Vom Rath —aunque Koch sugiere que ya estaba gravemente enfermo, casi moribundo a causa de una tuberculosis— tras una agonía de dos días, que los nazis siguieron con el alma en vilo, esperando perversamente que ocurriese.
Cumplido su propósito, el chico judío se entregó sin resistencia ávido de hacer una declaración tipo el speech de Greenberg / Shyloch en To be or not to be. “La noticia era perfecta para los planes de Hitler”, explica Koch, “el asesinato de París era exactamente lo que el dictador había estado esperando y poco después él y Goebbels empezaron a planear la propaganda para hacer una masiva campaña antisemita que dos noches más tarde se convertiría en la Kristallnacht”. El historiador subraya que ese ataque contra los judíos fue un preludio del Holocausto, lo que arroja una terrible responsabilidad añadida sobre el adolescente asesino. Utilizado por los nazis como pretexto, Grynszpan, que creía ser la mano justiciera de Dios, se convertía en peón de Hitler. Entretanto, transformaron a Vom Rath en un nazi de bandera, cosa que desde luego no era; le ascendieron póstumamente y le dieron un funeral de Estado.
Koch relata cómo en la Francia de 1938, que buscaba la distensión con los nazis, tener que afrontar el caso del crimen resultó una verdadera patata caliente. De hecho, el juicio se fue retrasando (al final nunca lo hubo), mientras nazis y antinazis se enfrentaban por el suceso en la arena internacional. Hitler y Goebbels urdieron la teoría de una gran conspiración de la que el asesinato de Vom Rath era solo la punta del iceberg —y procedieron a desatar su estallido de violencia antisemita, sugerido, apunta Koch, por Eichmann—, mientras que desde el otro bando se destacó la desesperación de los refugiados judíos por lo que estaban haciendo los nazis en el Reich. En el mundo judío, la acción de Grynszpan fue vista en general con espanto: flaco favor hacía dándole motivos a Hitler. Hanna Arendt llegó luego a llamar “psicópata” al joven y a sugerir que podía haber sido un instrumento de la Gestapo. Según Koch, sin embargo, la acción del chico fue un acto absolutamente individual y fortuito del que los nazis se aprovecharon a posteriori.
Cuando los alemanes invadieron Francia, Grynszpan, al que los franceses fueron trasladando de cárcel y que pidió alistarse para combatir, pasó unos meses perdido en la vorágine. Se negó a escapar y finalmente lo capturaron los nazis, que habían enviado a una unidad especial de la Gestapo en su busca. Hitler y Goebbels estaban interesadísimos en él, no solo como asesino de un alemán, sino, destaca Koch, para poder seguir utilizándolo con fines propagandísticos. En vez de cargárselo, lo trataron con cierta consideración (la consideración que podía haber en los lugares que recaló, como los sótanos de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse 8, la prisión de Moabit o el campo de Sachsenhausen, donde le llamaban Bube, chavalito), mientras se preparaba su juicio que serviría para volver a justificar la persecución de los judíos. Ese juicio farsa no llegó tampoco a celebrarse. Koch afirma que fue porque Grynszpan, escarmentado y atormentado por la forma en que le habían usado antes, amenazó, muy valientemente, con declararse prostituto y explicar al tribunal que había tenido un lío sexual con Vom Rath. Aunque fuera mentira, los nazis, que lo que querían era llevar al banquillo de los acusados la supuesta conjura del judaísmo mundial, no podían permitirse semejante testimonio público. Ellos querían protocolos de Sión y el chico amagaba con una fantasía gay.
El testimonio de Eichmann
Grynszpan logró así que no le llevaran los nazis a juicio, que se pospuso (Goebbels se mostró muy contrariado en su diario: hay que ver cómo son estos judíos, escribió). Pero eso fue probablemente, recalca Koch, la sentencia de muerte del joven. Se ha dicho que la Gestapo lo eliminó en verano u otoño de 1942; el autor considera que pudo ser más tarde, pues el propio Eichmann, en su juicio en Jerusalén en 1961 —donde estuvieron como testigos el padre de Grynszpan y uno de sus hermanos— declaró sorprendentemente haberlo visto e interrogado “al final de la guerra”. “Tenía buen aspecto, era menudo, un muchachito”, declaró el genocida. “Lo que pasó después no lo sé. No volví a oír hablar del asunto”. Que la última noticia que tengamos del joven judío sea por la boca de reptil de Eichmann pone un broche final bastante siniestro a su rara y desgraciada historia. “Puede que haya sido en parte héroe y en parte tonto, pero hay algo trágico en su pequeño destino”, cierra por su parte Koch. “Un chico temerario, bobo e intrépido”, que de alguna forma se redimió al no “dejarse utilizar una vez más como arma contra su pueblo”, decidiendo en cambio morir en la oscuridad y la insignificancia de la que había salido, “olvidado y solo”.
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