Andrew Nagorski y los cazadores de nazis: “Eichmann era mejor presa que Mengele”
Viena. No es mal lugar desde luego para quedar con el autor de un libro sobre la caza de nazis. Camino de la cita con Andrew Nagorski me desvío para pasar por la esquina de Linke Wienzeile y Köstlergasse donde se alzaba supuestamente el Hotel zur Opera, ese nido de serpientes en el que se escondía el teniente de las SS Max Altdorfer (Dirk Bogarde) camuflado de portero de noche en el filme de Liliana Cavani. En el lugar hay una farmacia y no se ve ni un nazi. En realidad, en la ciudad que tanto conjura en la memoria imágenes de personajes esquivos y de persecuciones entre el eco de los pasos en las callejuelas adoquinadas llenas de niebla y sombras, hoy reina una atmósfera alegre y hace un tiempo cálido y soleado. La gente se arremolina parloteando en los parques y terrazas. En busca de un ambiente más acorde con el tema, camino hasta la Judenplatz y me doy de bruces con el monumento a los 65.000 judíos austriacos asesinados por los nazis entre 1938 y 1945: una especie de tabernáculo blanco compuesto por lo que asemejan ser cientos de libros alineados.
Precisamente Simon Wiesenthal, el más conocido de los cazadores de nazis, el gran icono de la persecución de los criminales y superviviente él mismo de Mauthausen, fue uno de los impulsores del memorial, construido en un lugar que ya fue objeto de la brutalidad antisemita en 1421, cuando se eliminó a la comunidad judía vienesa —muchos optaron por el kidush Hashem y el autosacrificio antes que acabar quemados en estacas— y se arrasó la sinagoga que se alzaba ahí. Wiesenthal, en contra de la idea de que los austriacos habían sido las primeras víctimas de los nazis, recordaba siempre la implicación austriaca en el III Reich. Aunque solo suponían el 10 % de la población del imperio de Hitler, decía, los austriacos fueron responsables del 50% de los crímenes de guerra, y tres de cada cuatro comandantes de campos de concentración eran austriacos, lo que parece apuntar a una verdadera especialidad nacional, como la tarta Sacher.
“Los nazis fugados llevaron tras la guerra, por lo general, vidas mucho más miserables que las que les imaginó la ficción. Temían siempre que les descubrieran”.
El célebre y premiado periodista (tres décadas como corresponsal de Newsweek en diferentes países) e historiador estadounidense Andrew Nagorski (nacido en Edimburgo en 1947, hijo de refugiados polacos católicos que emigraron luego a EE UU) ha escogido Viena para la entrevista con motivo de su último, emocionantísimo libro Cazadores de nazis (Turner), fruto de una meticulosa y a la vez apasionante investigación sobre las valerosas personas que persiguieron sin descanso a los criminales del III Reich desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. A través de las páginas desfilan, junto a los viles nazis que son sus presas —y de los que se ofrece también un detallado retrato—, un puñado de sensacionales personajes. Entre ellos, Rafi Eitan, que lideró el comando israelí que pilló en Buenos Aires a Adolf Eichmann, el cerebro de la logística de la Solución Final; Benjamin Ferencz, que (aparte de haber visto desnuda a Marlene Dietrich) llevó a juicio a 22 mandos de los Einsatzgruppen (escuadrones de la muerte itinerantes, responsables de innumerables asesinatos en masa en el Este), entre ellos Otto Ohlendorf, uno de los mayores asesinos en serie de la historia; la animada pareja formada por Beate y Serge Klarsfeld, que persiguieron encarnizadamente a los oficiales de las SS responsables de la deportación de los judíos franceses y fueron la pesadilla del “verdugo de Lyon”, el capitán Klaus Barbie; Fritz Bauer, que logró llevar ante los tribunales a un grupo de guardias y médicos de Auschwitz, incluido el doctor Klehr, que inyectó fenol a unos 20.000 prisioneros, y el sargento de las SS Boger, un ogro que en una ocasión estampó a un niño contra la pared agarrándolo por los pies; y, por supuesto, el gran Wiesenthal, paradigma del cazador de nazis freelance (abrió oficina en Viena) y entre cuyos trofeos se cuentan la guardiana conocida como “la yegua de Majdanek” (por las patadas que daba) y el oficial de la Gestapo que detuvo a Ana Frank, nada menos. Ese tipo, Karl Josef Silberbauer, era vienés, por cierto, y seguía trabajando para la policía de Viena cuando Wiesenthal lo descubrió.
La cita con Nagorski es en el café Prückel, en la calle Stubenring, un lugar habitual de los artistas y escritores, y cuya oferta de pastelería resulta un desafío a la templanza. El autor, enjuto y serio, y que ha salido del hotel Marriott y no de las alcantarillas a ritmo de cítara como Harry Lime, pide un chocolate con nata, lo que parece algo un tanto fuera de lugar, desde luego no con el sitio, pero sí con el tema de la conversación.
Vaya grupo abigarrado y heterogéneo sus cazadores de nazis. Pero no los retrata como superhéroes, sino como hombres y mujeres bastante corrientes. La banalidad del bien, podríamos decir. No se parecen a los del cine. No. Todos estamos muy influenciados por la imagen que ha dado la cultura popular de los cazadores de nazis, especialmente Hollywood en películas como Los niños del Brasil, Marathon Man u Odessa. En realidad no eran aventureros intrépidos que se metían en las selvas de Sudamérica a buscar a peligrosos torturadores.
Tampoco los malos, los nazis perseguidos, son como el Gregory Peck/Mengele de la primera película que ha mencionado, o el Laurence Olivier/doctor Szell, el exterminador reciclado en dentista, de la segunda. Por cierto, Olivier es un caso curioso porque también interpretaba al cazador de nazis, un trasunto de Wiesenthal, en Los niños del Brasil. Ciertamente. Los nazis fugados llevaron tras la guerra generalmente vidas mucho más miserables, temiendo continuamente ser descubiertos y sin nada del maligno glamour y la siniestra conspiración por un IV Reich que les imaginó la ficción. A menudo no se les encontraba porque nadie imaginaba que estuvieran viviendo de manera tan precaria y en lugares tan humildes. Curiosamente, ellos se creyeron también la leyenda que se forjó en torno a sus perseguidores y, como muestran sus diarios, temían que los atraparan unos supercazadores de nazis que, simplemente, nunca existieron.
¿Cuál es el origen de su investigación y de su libro? Siempre me ha interesado la manera en que los alemanes han lidiado con su pasado, la guerra y el Holocausto. Aunque vivo en Florida, mis orígenes familiares son polacos. Mi padre, incorporado a filas, escapó por los pelos tras la invasión alemana. En Cazadores de nazis he juntado mucha información que he reunido durante largo tiempo, para mis artículos y mis libros sobre la Segunda Guerra Mundial, mis contactos y entrevistas de años, como con Wiesenthal y otros cazadores y supervivientes. Finalmente lo que me llevó a escribir fueron los juicios recientes, ya prácticamente los últimos, y el hecho de que se puede tener una visión completa de la historia en su principio, su parte de en medio y su terminación. Me pareció también muy interesante poder ver en conjunto a esa gente que, pese a ser un grupo tan pequeño, mantuvo durante años, algunos muy difíciles, viva la llama de la caza de nazis. No por venganza, como se cree a menudo y han plasmado el cine y las novelas, sino por sentido de justicia y para algo fundamental: que no se perdiera la memoria de las atrocidades que se perpetraron. Uno de los logros principales de los cazadores de nazis ha sido educar al público sobre lo que fue el nazismo.
Escribe usted que tras un primer momento en que se atrapaba y castigaba bastante sistemáticamente a los nazis, luego se bajó la guardia. Después de los procesos de Núremberg, con la Guerra Fría cambiaron las prioridades de los Gobiernos. El enemigo era ya otro. Por eso fue tan importante la existencia de esos cazadores individuales, aficionados y extraoficiales en buena medida, que literalmente obligaron muchas veces a las instancias gubernamentales a actuar. Es lo que pasó en EE UU, donde vivían con impunidad nazis como John Demjanjuk, que aunque resultó no ser el Iván el Terrible de Treblinka, sí había sido guardia en Sobibor. Se calcula que entraron más de 10.000 criminales de guerra en la oleada de refugiados tras la guerra, especialmente ucranios y bálticos, grupos a los que se favorecía por ser anticomunistas. La mayoría se convirtieron en vecinos silenciosos.
No serían superhéroes los cazadores, pero todos eran valientes. Eso sin duda. Tenían coraje. Eran…, hay un bonito término en yidis, chutzpah, atrevidos, corajudos, osados. Mire a Beate Klarsfeld, tan temeraria, que abofeteó al canciller alemán Kiesinger, frente a sus escoltas, por haber sido miembro del partido nazi. Esos cazadores, judíos o no, tenían esa cualidad. Y eran personalidades fuertes.
No eran gente fácil. Usted revela, y ese es uno de los hilos conductores de su libro, que generalmente se llevaban a matar entre ellos. Sí, se enfrentaron, se criticaron y se detestaron. Nunca formaron un frente común. Hubo mucha rivalidad. Un caso muy claro es el de Wiesenthal e Isser Harel, el jefe del Mosad en la época de la captura de Eichmann. Harel, como otros cazadores de nazis, no soportaba el protagonismo que se arrogaba Wiesenthal (y que le concedían los medios). Y a este le molestaban a su vez algunas actividades de Tuvia Friedman, también superviviente del Holocausto, o de los Klarsfeld, cuyo perfil izquierdista era contrario a sus ideas. Había muchos celos entre todos ellos. Por quién pilló a Eichmann, por ejemplo.
Así que los buenos no eran un frente homogéneo. Se me ha criticado por explicarlo. Me dicen que desprestigio con ello la caza de nazis en su conjunto. Pero en realidad creo que hace más humanos a los cazadores. Nadie es perfecto. Tenían ambiciones, egolatría, envidias. Todo eso hace la historia más interesante.
El tema de Kurt Waldheim, por ejemplo, produjo un enfrentamiento muy fuerte. Sí. No solo entre cazadores de nazis. El descubrimiento de que el ex secretario general de Naciones Unidas —y en aquel momento candidato a la presidencia austriaca— había mentido acerca de sus actividades durante la Segunda Guerra Mundial y había estado en los Balcanes bajo el mando del brutal general Löhr, un criminal de guerra, provocó una gran tensión en el país y entre la comunidad judía de Austria y el Congreso Judío Mundial.
En ese caso, usted mismo fue un poco cazador de nazis. Le entrevistó entonces, le puso contra las cuerdas y él se enfadó mucho. Sí, yo había escrito en Newsweek cosas que le desagradaron.
¿Era un nazi Kurt Waldheim? No siempre es todo blanco o negro. Sus reacciones fueron las de alguien culpable. Probablemente no de una culpabilidad penal, pero sí moral. Fue un oportunista como muchos otros. Lo peor fue la forma en que mintió sobre su biografía.
Decía antes que le cazó un poco usted… Gracias, pero en todo caso fue una aportación muy modesta. Mucho más valiente fue el periodista Sam Donaldson, de la cadena ABC News, que localizó en Bariloche a Erich Priebke, el capitán de las SS que orquestó la matanza de las Fosas Ardeatinas, en Roma. Le puso contra las cuerdas con sus preguntas hasta el punto de que el nazi le espetó furioso: “¡Usted no es un caballero!”. Lo que desde luego resulta chocante. Argentina acabó extraditando a Priebke a Italia, donde murió en arresto domiciliario en 2013 con 100 años. A menudo los medios desempeñan un papel fundamental. Los cazanazis, especialmente los privados, dependen mucho de ellos para empujar a los Gobiernos a poner en marcha medidas judiciales.
¿Cómo era Wiesenthal? Me gustaba mucho. Hablábamos en polaco a menudo. Tenía sentido del humor y de la ironía, pero podía enfadarse mucho. Desde luego no era, como lo han pintado algunos, un James Bond judío.
En su libro convierte usted la caza de nazis en una verdadera narración. Es la historia de un drama de verdad. Una historia que trata sobre temas como la noción de justicia y la propia naturaleza humana, que habla del precio que se paga por perseguir un mal como el del nazismo y de cómo se lidia con estar en contacto con eso. Y de qué lecciones se derivan de ello.
Si nos atenemos al número de condenados, es la crónica de un fracaso. Fue un crimen enorme, el mayor que se haya visto jamás. Era imposible condenar a tantos perpetradores. No hacía falta ir a la jungla a buscar nazis, bastaba con abrir el listín de teléfonos de Colonia. Ciertamente, las cifras de éxitos pueden parecer desoladoras. Por ejemplo, de los 3.000 miembros de los Einsatzgruppen de los que Ferencz tenía datos incriminatorios, solo cuatro fueron ejecutados. Pero bueno, ahí está el comandante de Auschwitz, Rudolph Höss, atrapado y ahorcado, y además después de conseguir que hiciera algo tan importante como escribir sus memorias, uno de los testimonios más claros sobre el genocidio nazi; y están Eichmann, Barbie…
¿Cuál es su historia favorita de la caza de nazis? Depende. Me fascinó descubrir el motivo que tenía el polaco Jan Sehn, probablemente el cazador más original y el que llevó el caso contra Amon Göth, el comandante del campo de Plaszow que interpreta Ralph Fiennes en La lista de Schindler: su hermano Józef fue colaboracionista con los alemanes. Desde luego, no todos los polacos fueron héroes, como pretende ahora su Gobierno en su intento deshonesto de lavar la historia. Pero quizá lo mejor fue averiguar que existía un plan B para trasladar a Eichmann desde Argentina a Israel. Dado que no había vuelos regulares, de no haber conseguido finalmente transportarlo a escondidas en el avión de una delegación oficial, lo habrían llevado en un barco que cargaba… ternera kosher.
“Nunca existió tal cosa como un comando vengador de judíos que ejecutara a los nazis. Eso son fantasías. Un mito de la posguerra”.
Ya solo quedan peces pequeños, ¿no? Sí, pero ha cambiado sustancialmente la visión sobre su responsabilidad. Antes había que probarles crímenes individuales, llamar a testigos que muchas veces ni siquiera habían podido mirar a la cara al verdugo durante su cautiverio. Ahora, y es un gran avance, se entiende que si alguien sirvió de guardia de las SS en un campo, ya es directamente cómplice de un crimen. Si te alistabas en la fábrica de matar, desempeñabas un papel. En realidad es lo lógico: si una pandilla entra en tu casa y mata a tu familia, quieres que paguen todos aunque uno aduzca que él solo conducía el coche. Muchos de los juicios de ahora se convierten en procesos largos y los nazis mueren por el camino o son liberados en razón de su ancianidad, pero no importa: se ha juzgado al pasado y se ha dado una lección. No me parece en absoluto que sea inútil.
Los grandes nazis pagaron. De los líderes no escapó ninguno. Es cierto en parte. Hitler, Himmler, Goebbels, Goering, Rudolf Hess…
¿Bormann? Pese a las muchas aseveraciones pseudonovelescas de que seguía vivo, murió tratando de escapar de Berlín durante la batalla por la ciudad. Es seguro. No está claro si se suicidó. Pero mucha gente de menor rango no pagó sus crímenes. De los mandos de los Einsatzgruppen, solo cuatro fueron ahorcados, como le he dicho. Muchos se libraron con penas cortas de prisión, ¡y eran asesinos de masas! Mengele y Aribert Heim, el Doctor Muerte, fallecieron en libertad, huidos, el primero ahogado en una playa de Brasil y el segundo en El Cairo.
Escribe usted que a Mengele lo podían haber capturado al mismo tiempo que a Eichmann, ¡vaya doblete hubiera sido! Sí, un gran dos por uno, pero hubo que elegir, y se escogió a Eichmann. Era una presa más importante, un personaje mucho más central. Mengele, que realizó experimentos humanos en Auschwitz y tenía esa obsesión por los gemelos, era quizá más directamente monstruoso, pero Eichmann era el mismísimo engranaje del exterminio. El hombre que podía explicar ante el mundo cómo se había organizado el Holocausto. La captura de Eichmann hizo que Mengele pusiera pies en polvorosa. Al menos ya nunca se sintió a salvo.
Usted era un niño, pero vivió especialmente la caza de Eichmann. Sí, supe que algo pasaba. Lo sé porque una vez en un bar le dije a mi padre que aquel tipo del bigote que teníamos sentado delante era sin duda Adolf Hitler.
¿Existió Odessa? No en la escala que describió Frederick Forsyth en su novela, en la que, por cierto, lo asesoró Wiesenthal. Le dio incluso el villano, que es un nazi real, el SS Eduard Roschmann. El propósito de Wiesenthal era forzar con la novela a que Roschmann, huido, saliera a la luz, pero nunca se le capturó. La verdadera Odessa era más bien una línea de escape de ratas y poco más.
¿Y qué hay de Otto Skorzeny? ¿Era ese bocazas fanfarrón que se dice ahora? Pues resulta que es verdad que trabajó para el Mosad. Me lo confirmó Rafi Eitan, que fue uno de los que le reclutó para eliminar a los científicos alemanes que colaboraban en el programa de cohetería de los egipcios.
Los cazadores de nazis no mataban a sus perseguidos, pero hay un par de excepciones. Nunca existió tal cosa como un comando vengador de judíos que ejecutara a los nazis. Eso son fantasías. Un mito de la posguerra. Hubo alguna acción individual que acabó con la vida de algún nazi, como Tscherim Soobzokov o René Bousquet, pero son casos contados.
Bueno, y está el caso del comando del Mosad en calzoncillos. Es verdad. Eso fue muy real. Esperaron así en una habitación, para no mancharse de sangre, al antiguo capitán y aviador letón Herbert Cukurs, que participó como policía auxiliar de los nazis en la matanza de 30.000 judíos en el gueto de Riga, aunque en Letonia aún hay quien lo reivindica y hasta se le ha dedicado un musical. Se había escapado a Brasil. Los agentes lo atrajeron a una trampa en Montevideo en 1965, en una urbanización llamada Shangri La, y lo mataron a disparos y a golpes de martillo. Se defendió como un animal salvaje herido. Lo dejaron dentro de una maleta con una nota firmada “Los que nunca olvidarán”. La operación contó con autorización oficial y es el único caso en que el Mosad ha ejecutado a un criminal de guerra nazi. Era un asesino de poca monta en cuanto a jerarquía, pero todo indica que alguien en el mando del Mosad tenía una cuenta personal pendiente con él y se dijo: “Al infierno con los procedimientos”.
¿Tenemos muy mitificado al Mosad? Son muy efectivos en la lucha contra el terrorismo. Y su reputación es merecida. Pero los nazis no han sido su prioridad. Su objetivo era la supervivencia de Israel. Una vez Eitan, el hombre que cazó a Eichmann, me dijo que les preocupaba más el KGB y la posibilidad de que con los judíos orientales emigrados se les infiltraran agentes comunistas en Israel. Cuando Bauer les dio la pista para dar con Eichmann, tardaron dos años en ponerse manos a la obra.
Aquello no tuvo continuidad. Probablemente el secuestro de Eichmann salió demasiado bien y volver a hacer algo semejante era un gran riesgo, ¿no? Fue una operación muy compleja e Israel pagó un precio político muy alto.
¿Qué le ha parecido la película Negación? Muestra muy bien la tensión de la época. Nos olvidamos de lo fuerte que era el negacionismo en los noventa. Hubo mucha amnesia. Cosas que estaban clarísimas en los cincuenta se han olvidado. Un mérito de los cazadores de nazis es hacernos recordar.
¿Hemos llegado ya al fin de la caza? Es el fin del proceso activo, por razones biológicas. Quizá haya gente aún, pero ya no pueden ser muy representativos. En todo caso, no es el fin del debate sobre lo que pasó, ni de la necesidad de la memoria. Algo hemos aprendido. Que ya no vale decir “cumplía órdenes” y que nunca más valdrá. Pero mientras haya personas que ignoren lo que pasó o duden sobre ello, la caza de nazis no habrá terminado.
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