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El hombre que fue jueves
Columna
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Escalofrío en la noche

La sala Beckett parece un cruce de laberinto en ruinas y casa del terror, con cuatro espacios, cada uno para una pieza del Santo Patrón, escritas en su última época

Marcos Ordóñez
El dramaturgo irlandés Samuel Beckett, en 1964.
El dramaturgo irlandés Samuel Beckett, en 1964.Agencia Magnum

La sala Beckett parece esta noche un cruce de laberinto en ruinas y casa del terror, o la sucursal irlandesa del Club Silencio de David Lynch. Cuatro espacios, cada uno para una pieza breve del santo patrón, escritas en su última época, ahora traducidas y dirigidas por Sergi Belbel: Passos (Footfalls), Bressol (Rockaby), No jo (Not I), Anar i tornar (Come and Go). Tres grandes actrices: Rosa Renom, Sílvia Bel y Míriam Iscla (por eso han titulado la función Beckett’s Ladies). Como el miedo en teatro es inusual, aviso de que esta lo produce: sus raíces están en la oscuridad, la pérdida, la locura, el contagio. Belbel había cultivado el escalofrío escénico en La dona incompleta, de David Plana, en la primera sala Beckett, hará sus buenos veinte años. Para lijar el miedo, a la entrada se entregan unas hojas en las que asoma la mirada de lechuza irónica del señor Samuel: se ruega “desplazarse en silencio”, “no aplaudir hasta el final” (porque el público sigue la función en tres grupos alternantes) y “disculpar si estas instrucciones son casi más largas que las obras”.

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Casas desoladas, campanadas lejanas. En Passos, Rosa Renom (May) podría ser una huérfana dickensiana que sigue el ritual nocturno de caminar, pasillo arriba y abajo, como si ese fuera su único recorrido posible, mientras dialoga con la voz de una madre invisible (Sílvia Bel, con inusitados ecos de Baby Jane). En Bressol, otra variante del mismo tema: Sílvia Bel es ahora otra hija obsesiva, con el vestido de duelo de su madre, evocando el pasado o lo que cree recordar de él, sentada en un balancín que no deja de moverse sin ir a ninguna parte, al ritmo de su propia voz, grabada o en directo, pero en ambas enloquecida. Bel, que es pura luz, aquí parece el fantasma vivísimo de una decapitada. Qué miedo dan sus ojos desorbitados, su voz feroz, su grito de supervivencia: “¡Más! ¡Más!”.

En No jo escuchamos a una tercera mujer que lo ha perdido todo salvo la capacidad de seguir hablando. Oscuridad densa. Flota, en lo alto, la boca (dientes, labios, voz) de Míriam Iscla, vagamente iluminada. Cuesta seguir ese monólogo enfebrecido con, quizás, ecos de una pasión antigua. Hay otra boca flotante en los soliloquios últimos de Beckett (That time), pero hoy no toca, porque la protagonista era, en mi memoria, una cabeza en lo alto de la negrura. Lo que toca es cerrar con las tres damas de Anar i tornar, Vi (Iscla), Ru (Bel) y Flo (Renom), que tienen las maneras de quienes han vuelto a la infancia. Jugando a mamás cuádruples, diciéndose secretos a la oreja, con sombreritos de colores que les tapan la cara. Sentadas en un banco, se levantan, dos pasos, vuelta. Para salir, tal vez, del laberinto con una sonrisa. O para quedarse sonriendo como Winnie. A Winnie le sentaría bien llevar uno de esos sombreros. Cada vez que vuelvo a uno de esos textos solitarios pienso que a Beckett ya le habían dado el Nobel. Y seguía escribiendo.

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