Quien ríe el último
Al ver 'Joker' es fácil inferir que a Todd Phillips el movimiento de los indignados -y sus derivadas- se le antoja, esencialmente, una payasada.
“El secreto de la gracia de los clowns es que se caracterizan de calaveras”, sintetizó Gómez de la Serna en una greguería que tiene su réplica en una cartelera donde el Pennywise de It. Capítulo 2 y el Arthur Fleck de Joker proponen, cada uno a su manera, que el secreto de la eficacia de la Muerte está en caracterizarse de clown. En la película que Todd Phillips ha dedicado a la génesis del célebre supervillano del universo D. C., el Joker deja en suspenso el remate de un chiste en plena emisión de un programa televisivo. Su presentador, Murray Franklin -interpretado por un Robert De Niro en el que confluyen la memoria de Travis Bickle y Rupert Pupkin: la película es una cámara de ecos-, le indica que tanto él como su audiencia están esperando ese remate, la punchline. “Aquí no hay punchline”, replica el tortuoso personaje, al que Joaquin Phoenix insufla un retorcimiento expresionista sin parangón desde Conrad Veidt. Los detractores de la película no pueden decir lo mismo, porque, al final de la controversia que ha rodeado al estreno, sí ha habido al menos una punchline bastante sorprendente.
El recuerdo de la tragedia que se vivió el 20 de julio de 2012 en la sala Century 16 de Aurora (Colorado), cuando un francotirador se cobró doce víctimas mortales e hirió a otros setenta espectadores durante una proyección de El caballero oscuro: La leyenda renace, abrió la polémica: familiares de las víctimas dirigieron una carta a Warner Bros. temiendo en Joker un potencial poder inspirador para futuras explosiones de violencia. El comprensible duelo se dejaba llevar en su mensaje por esa inercia, siempre tan resbaladiza, de establecer relaciones de causa / efecto entre representación y realidad. Cuando Joker ha llegado a las pantallas tras su arrollador paso por el festival de Venecia, dos cosas han quedado claras: a) que Joaquin Phoenix se deja la piel ofreciendo una interpretación que es a todas luces memorable, y b) que Phillips no celebra -ni convierte en héroe- a su protagonista. Sobre este último punto, no obstante, convendría añadir algo más: lejos de ser el discurso transgresor que cree ser, Joker sigue la estela de la película de Nolan antes mencionada, donde las resonancias del movimiento Occupy Wall Street se asociaban al reinado del terror tras la Revolución Francesa. Viendo Joker es fácil inferir que a Phillips el movimiento de los indignados -y sus derivadas- se le antoja, esencialmente, una payasada.
Críticos tan relevantes como A. O. Scott (The New York Times), Stephanie Zacharek (Time) y Richard Brody (The New Yorker) no han sido precisamente benévolos con la película. Para este último, el modo en que Phillips y su coguionista Scott Silver se inspiran en sucesos reales para dar forma a algunas situaciones del relato -el caso de los Cinco de Central Park, el tiroteo de Bernhard Goetz en 1984- define como un libro abierto la cínica agenda política de este trabajo. Poco ha tardado Todd Phillips en alzar la voz contra la izquierda y la era de la concienciación global, aduciendo que lo que le ha llevado a hacer una película tan oscura es la imposibilidad de seguir haciendo comedias -su especialidad- en tiempos de “ofendiditos”. ¿Les suena? Un perfecto remate al final del chiste, que le ha merecido la befa tuitera de un compañero de gremio, Taika Waititi, que, en la era en que supuestamente no se puede bromear sobre nada, ha estrenado Jojo Rabbit, película donde un niño alemán discute con su pintoresco amigo imaginario, Adolf Hitler, sobre qué hacer con la niña judía que su madre ha escondido en el ático.
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