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Crítica | Los informes sobre Sarah y Saleem
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La vida como campo minado

Muayad Alayan habla de la permeabilidad de la esfera de lo íntimo a las tensiones de un contexto político que hace que cada gesto levante sospecha

Adeeb Safad y Sivane Kretchner, en el filme.
Adeeb Safad y Sivane Kretchner, en el filme.

Cuando, tras la vehemente secuencia introductoria de Los informes sobre Sarah y Saleem, el relato presenta, con trazo sintético y revelador, a los cuatro personajes de esta película tan compleja y resbaladiza como la vida uno se queda con la seguridad de estar en muy buenas manos. El tándem formado por el director Muayad Alayan y su hermano guionista Rami Musa Alayan revela unas capacidades narrativas que recuerdan en no poco medida las del iraní Asghar Farhadi, de cuya Nader y Simin, una separación (2011) podría ser este trabajo su competente contrapunto palestino, porque lo que comparten ambos discursos es la capacidad de relacionar lo personal y lo político, lo privado y lo público con una mirada humanista que sabe que cada personaje tiene sus razones (y su punto de vista). También comparten una palpable facilidad para desarrollar un renovado registro realista marcado por acusado sentido de la localización y por la loable tendencia de hacer invisibles sus inteligentes decisiones de puesta en escena, que de tan orgánicas parecen más recogidas (al vuelo) que diseñadas.

LOS INFORMES SOBRE SARAH Y SALEEM

Dirección: Muayad Alayan.

Intérpretes: Sivane Kretchner, Adeeb Safadi, Maisa Abd Elhadi, Ishai Golan.

Género: drama. Palestina, 2018.

Duración: 127 minutos.

Saleem es palestino y repartidor de una empresa panadera. Sarah es israelí y propietaria de un café. Las diferencias de clase, credo y cultura no impedirán que entre ellos surja una relación adúltera, que más que pasional parece, por ambas partes, un puro alivio de tensiones traídas de casa, del trabajo o del territorio. David, el marido de ella, es un militar al que el cineasta presenta llegando a la zona acordonada donde yace un cuerpo muerto, sobre el que alguien preguntará si se trata de un judío o de un musulmán. A Bisan, la esposa de él, la descubrimos contemplando una cuna en un escaparate, con un brillo en la mirada que en medio segundo neutraliza el potencial tópico dramático para decir muchas cosas sobre el personaje.

Lejos de discursos bienintencionados y razonablemente sensibles como Una botella en el mar de Gaza (2011) que aplicaban sobre el conflicto palestino-israelí el eco de Romeo y Julieta –el amor como territorio de cuestionamiento de conflictos heredados-, aquí las cosas van por otro lado y son mucho más complicadas. De lo que habla Muayad Alayan es de la vida como campo minado, de la permeabilidad de la esfera de lo íntimo a las tensiones de un contexto político que hace que cada gesto levante sospecha, y, también, de las consecuencias que tiene cada decisión, incluso cada titubeo.

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