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Crítica | Ghostland
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los sótanos del suplicio

Con algún hallazgo estético de mérito, Laugier vuelve a exponer sus torturas con una determinación difícilmente soportable.

Javier Ocaña
Crystal Reed y Mylène Farmer, en 'Ghostland'
Crystal Reed y Mylène Farmer, en 'Ghostland'

“Las mujeres son más sensibles a la transfiguración con el martirio. Sobre todo, las mujeres jóvenes”. Una década después de Martyrs (2008) y de la inclusión de esta frase, puesta en boca de una supuesta estudiosa del tormento físico, el francés Pascal Laugier sigue fiel a la pornografía de la tortura que le llevó a hacerse un nombre dentro del terror europeo de explicitud física. Siempre con féminas. Y su última película, Ghostland, reincide en el universo monotemático: tres de sus cuatro largometrajes abordan el sufrimiento de niñas y adolescentes en los sótanos del miedo. Reductos ficticios que, desgraciadamente, están inspirados en historias verdaderas que de cuando en cuando saltan a los medios de comunicación.

GHOSTLAND

Dirección: Pascal Laugier.

Intérpretes: Crystal Reed, Anastasia Phillips, Mylène Farmer, Taylor Hickson.

Género: terror. Canadá, 2018.

Duración: 91 minutos.

Sin la menor intención social y con una mirada de incomodísima ambigüedad, Laugier ha ido variando su estilo, su tono y sus dosis de franqueza visual dependiendo de la categoría de cada una de sus producciones. Con Martyrs, película independiente rodada en Francia, transgresora y de un sadismo sin freno (inolvidable la serie de martillazos a la cabeza en primerísimo plano), entró de lleno en una estética de la mutilación en la que habían triunfado un año antes sus compatriotas Alexandre Bustillo y Julien Maury con Al interior. Unas maneras a las que, aun partiendo del gore y del torture porn, se le adivinaban unas intenciones filosóficas que, sin embargo, nunca llegaban a resultar trascendentes.

En El hombre de las sombras (2012), producción más ambiciosa en lo comercial, con rostros de Hollywood y financiada en Estados Unidos y Canadá además de en Francia, la mirada salvaje de Laugier se vio atenuada. El resultado, más convencional dentro de unos parámetros extremos, contenía una estética más realista, introducía en su cine las continuas revueltas de guion y se adentraba por primera vez en las peculiaridades de los cuentos infantiles.

Por último, en Ghostland, esta vez sin dinero estadounidense, regresa a la desmesura visual y a la aflicción adolescente en grado sumo, aunque con dos de las características de El hombre de las sombras: su aire de cuento, cambiando al hombre del saco por una bruja y un ogro, y los persistentes esquinazos del relato, en una suerte de metalenguaje entre lo contado por una escritora de terror y lo realmente vivido durante su adolescencia en uno de esos sótanos del suplicio.

Con algún hallazgo estético de mérito (la camioneta de aire infantil e interior espeluznante), Laugier vuelve a exponer sus torturas con una determinación difícilmente soportable. Pero desbarra en su expreso homenaje al maestro del terror literario H. P. Lovecraft, al que dedica la película y al que homenajea en su historia con una patética presencia de maquillaje al filo de lo risible. Poco o nada tiene que ver Ghostland con el autor de En la cripta, y sí con las guiñolescas palizas habituales del cine de Laugier y su mirada enfermizamente ambigua de la mujer joven.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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