Todas las respuestas a ‘El cuento de la criada’
Margaret Atwood convierte 'Los testamentos', la secuela de la novela de 1984, en un libro necesario
Durante años, los suficientes como para correr el riesgo de quedar enterrada en el alud de cuantiosas y cada vez más extravagantes distopías —pensemos que precedió incluso al artefacto que, dicen, inició la reconciliación de lo fantástico con lo mainstream: Matrix—, El cuento de la criada se mantuvo en un no siempre visible primer plano para los amantes del género que la consideraron un clásico instantáneo por su condición de misterio aterrador. Acertó Atwood en el punto de vista, tan acorde con la historia narrada: cerrado, cerradísimo, tan limitado como las libertades de la protagonista. Lo que ve y sabe el lector es mínimo. La historia es tan críptica que resulta a la vez fascinante y terrorífica. Lo único que se nos dice es que el mundo ha cambiado, no sabemos cómo ni por qué. Que somos una Criada y que no tenemos derecho a nada porque somos un instrumento del poder. Que el fanatismo religioso ha devenido en esclavitud sexual en el país que no había hecho otra cosa que jactarse de su libertad. Sí, Estados Unidos, la República de Gilead.
La historia que se cuenta, es, como en 'El cuento de la criada', hija de su tiempo, y he aquí el otro acierto
No era nada sencillo volver a Gilead, y mucho menos después de que un simplemente esbozado universo fuese asaltado por el detalle pormenorizado de la ficción televisiva —obligada a hacer un mundo dentro del mundo del que parte, y a multiplicar personajes y subtramas—. Una ficción televisiva además que ha hecho de aquella pieza única e incomprensible un fenómeno catódico. ¿Era necesario hacerlo? Después de leer Los testamentos, el lector, en especial, aquel lector que durante años mantuvo El cuento de la criada entre sus distopías favoritas, y al que quizá le parezca demasiado todo lo que ha hecho la televisión con ella, se dirá a sí mismo que sí. Que era más que necesario. Como bien dice Atwood, necesitábamos respuestas. Y todas, sí, están en Los testamentos. En realidad, la única que quería darse la escritora era la de cómo cayó Gilead – porque Gilead tenía que caer, he aquí la necesidad del cierre –, porque dice, y el mensaje es esperanzador dados los tiempos que corren, “los totalitarismos pueden desmoronarse desde dentro cuando fracasan en el cumplimiento de las promesas que los llevaron al poder”.
¿Y qué hace falta para que algo explote desde dentro? Alguien que lo haga explotar. Una vez más, Atwood – y su voz, esa voz única, que está ahí desde La mujer comestible, desde Ojo de gato, algo perversa, algo cruel, durísima, decidida a huir, como sus personajes, de la compasión y la derrota – da en el clavo con el punto de vista. Lo divide en tres y al hacerlo, orquesta, incluso formalmente, la traición, a la manera tan elegantemente críptica en que lanzó la historia de Defred al mundo en aquel lejano 1984. Nos alejamos de las Criadas – hay una escena en que una de las protagonistas, siendo niña, literalmente guarda la suya en un cajón, porque le tiene miedo, porque no puede verla; es una de las muñecas de su casa de muñecas con la que imita lo que pasa en su propia casa –, y nos sumergimos en la vida de la aparentemente pérfida Tía Lydia – una de las Fundadoras de la República –; Agnes, la niña que ha nacido y crecido en Gilead y no conoce (ni desea) nada más, y Daisy, alguien que ve Gilead desde fuera, e incluso se suma a las marchas contra el régimen, sin saber lo peligroso que puede ser para ella en concreto.
Sus narraciones, en primera persona, se presentan como documentos – entre los que destaca el firmado por Tía Lydia, en el que Atwood se limita a ser Atwood, habla, abiertamente, de envejecer, y de la posteridad, y de lo absurdo del totalitarismo: “Qué tediosa la puesta en escena de la tiranía, la trama es siempre la misma”, escribe, por ejemplo, en lo que parece una larga conversación prepóstuma —que al final ocuparán un lugar similar al que ocuparon las cintas de cassette de Defred—. ¿La historia que se cuenta? Es, como la primera, hija de su tiempo, y he aquí el otro acierto. Dice la propia Atwood en una nota al final que el libro se escribió en parte en la imaginación de quienes leyeron El cuento de la criada y que 35 años dan para “una larga combinación de respuestas posibles”. También que las respuestas han cambiado a medida que la sociedad lo hacía “y que las posibilidades se materializaban en realidades”.
Los testamentos actualiza, en ese sentido, el mensaje y lo hace con el mismo alto nivel que su impactante y clásica predecesora. Añade Atwood a las distintas formas de opresión contenidas en el clásico las que reinan hoy en día, empezando por el hecho de la imposibilidad de escapar del lugar del que procedes cuando es un lugar horrible porque, simplemente, el resto del mundo cree que no es su problema. Y así, funciona como una distopía clásica, que ataca, con fervor, el presente – el cruce de fronteras, el drama de los refugiados, en un recta final protagonizada por la televisiva Pequeña Nicole— desde un futuro indeseable que, en realidad, nunca fue un futuro (nunca lo son), que siempre fue un cuento, una fábula, un mundo aparte por fin, por completo definido, una ucronía recopilatoria de la manera en que el hombre es, ha sido, y es más que probable que siga siéndolo, un lobo para el hombre, y, sobre todo, para la mujer. “Los ciudadanos de muchos países, incluido Estados Unidos, están sometidos a más tensiones hoy que hace tres décadas”, dice Atwood en la nota final. Y sí, esta es su historia.
Babelia
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