Alacranes como joyas
Ver a Francisco Toledo caminar por las calles de Oaxaca era como ver un concepto. No caminaba él: caminaba el pueblo
“El agua de los cántaros sabe a pájaros”, escribió el poeta Carlos Pellicer. Francisco Toledo se apropió de la naturaleza con una sensualidad semejante. Sus cuadros muestran una fauna erotizada, en orgánica concupiscencia. Las liebres, los coyotes, las tortugas, los sapos, las iguanas y los saltamontes practican ahí los placeres que no les asigna la conciencia humana. El artista juchiteco postula una biodiversidad liberada, ajena al principal de los depredadores, que caza con fusiles, pero también con los ojos.
Toledo fundó museos, una escuela de artes, un jardín botánico y la biblioteca para ciegos Jorge Luis Borges. Además, impidió la construcción de un desmesurado centro de convenciones, una esperpéntica estatua del Quijote, un McDonald’s que hubiese agraviado un santuario de la gastronomía donde el mole va del negro al amarillo.
En una ocasión encontré en los portales de Oaxaca a unos campesinos que habían atrapado un ocelote. ¿Quién iba a cuidar de ese felino sagrado? Habían viajado ocho horas en autobús para encontrarse con la única persona que podía resolver el dilema, el maestro Toledo.
Nacido en Juchitán, en 1940, Toledo pasó de un pueblo a otro en su infancia, siguiendo a un padre perseguido por sus ideas políticas. Desde ese momento hasta su muerte, ocurrida hace dos días, concibió inesperadas formas de la belleza. Actualmente, el Museo de Culturas Populares de la Ciudad de México exhibe una muestra que ha adquirido valor testamentario, Toledo ve, donde el artista mezcla la artesanía con las más diversas formas del arte. La exposición carece de cédulas porque el pintor decidió borrar la frontera entre las piezas que merecen ser firmadas y las maravillas anónimas de los mercados. Ningún material le fue refractario. Dejó su huella en textiles, mosaicos, cerámicas, radiografías, juguetes, fotografías, relojes, troncos de árbol y herrerías. Convencido de que el arte no existe en soledad, se apropió de trozos de naturaleza y técnicas artesanales. En sus collares de papel, transformó el miedo en hedonismo, y usó cangrejos y alacranes como adornos atrevidos. Ilustró libros de Collodi, Borges y Monsiváis; con el historiador Alfredo López Austin hizo un gozoso prontuario de escatología cosmológica, Una vieja historia de la mierda, donde hasta los muertos “van de cuerpo”. Su afán de colaboración incluyó a los voraces insectos: espolvoreó azúcar sobre la pintura para que las hormigas la intervinieran con sus caminatas.
Lector de tiempo completo, fue el principal usuario de las bibliotecas públicas que fundó; editó libros de poesía y la revista Alcaraván, donde los traductores recibíamos cheques que no nos atrevíamos a cobrar porque valían más que cualquier billete. Enemigo de hablar en público, prefería expresarse con las manos. El poeta Luis Cardoza y Aragón, compañero de viaje de los muralistas (suyo es el aforismo: “Los tres grandes son dos: Orozco”), contaba que se reunió con Toledo en el Café Viena de la Ciudad de México; ambos fueron acorazados por la timidez y no dijeron nada. Al día siguiente, realizaron un singular trueque. El pintor mandó un óleo para compensar su silencio. Cardoza podría haberle enviado el manuscrito de su célebre frase, “La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre”, pero prefirió regalarle una alfombra guatemalteca.
Toledo recibió invitaciones del grand slam de los museos, pero no siempre quiso viajar. Los aviones le parecían desagradables (“tienen colores horribles por dentro”, decía). En su juventud, vivió en París y recorrió Europa, pero prefería la tierra donde se asolean las iguanas.
Con los años, su rostro de profeta o decano de la guerrilla adquirió un rango emblemático. El tiempo le dibujó arrugas de una experiencia llevada con orgullo, saldo de un temperamento intenso. Cuando se enojaba, podía encerrarse una semana; luego volvía a caminar por las calles de Oaxaca, con un andar ágil y los faldones de la camisa sobre el pantalón. Verlo era como ver un concepto. No caminaba Toledo: caminaba el pueblo.
Lo encontré por última vez afuera de la catedral de Oaxaca y hablamos un rato de Paul Theroux, que acababa de entrevistarlo. “Es un buen gringo”, sonrió, dando por cerrada la conversación. Siguió de largo mientras yo le mandaba un WhatsApp a mi pareja, diciendo que había visto al maestro. “Pide un deseo”, me contestó.
Tal fue el peso de Francisco Toledo en un país que aspira a las recompensas de la magia y donde un artista vivió para repartirnos la fortuna.
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