Viajar al espacio exterior de Internet
Ir por el mundo sin conexión a la Red te conecta con la vida de carne y hueso y acaba con la ansiedad
Se dice que las personas viajamos para "desconectar", pero yo quería desconectar de una manera radical, de una vez por todas, por eso decidí emprender unas escapadas de fin de semana sin mi smartphone. Viajar sin ese teléfono que es más inteligente que tú, sin Internet de ningún tipo, es como viajar dejando en casa una parte de tu cuerpo, porque ahora somos ciborgs y el móvil es un órgano más de nuestro organismo. Como viajar sin brazos, sin piernas o sin cerebro. Nos prometieron que los smartphones nos iban a dar más libertad: lo que han hecho en realidad es ponernos una cadena más larga. La que yo me disponía a romper.
Algunos amigos, visiblemente asustados, me preguntaban si estaba seguro de mi decisión. "A ver si va a pasar algo", me decían. Es tan precaria la vida. Yo pensaba que la Humanidad ha vivido sin este cachivache seductor, adictivo y horroroso durante miles de años sin problemas (bueno, problemas ha habido), pero sembraron en mí la semilla de la duda, de modo que le planteé mis zozobras a mi psicoterapeuta.
- Si pasa algo realmente importante te vas a acabar por enterar.
Hice varios viajes offline: a Zamora, a Benidorm o a Cuenca, aunque el primero y mejor fue a Ávila, una ciudad mística muy propicia al retiro espiritual y a la desconexión del mundo. Y a la conexión con lo inefable, aquello que se siente pero que no se puede expresar, muy zen, muy Wittgenstein. Seguro que el 5G no traspasa las sólidas y longevas murallas de Ávila.
Cuando iba en el tren, saliendo de la Comunidad de Madrid, vi por la ventana correr a los ciervos del monte de El Pardo. Es la magia de viajar desconectado, pensé, que dejas el móvil en casa y se te aparecen hermosos animales de majestuosa cornamenta. De haber llevado el móvil hubiera estado mirando Facebook en vez de este prodigio natural. No hay red social, ni like, ni stories, que semeje a un ciervo galopando. Esos ciervos influencers. Eso sí, eché de menos no poder subir una foto a Instagram: todavía estaba empezando mi desinfoxicación.
El primer día fue raro, como si cruzara un desierto y su extraña desolación sin nombre, como dijo el poeta Valente (cuando no había móviles). Me rebuscaba mecánicamente en el bolsillo del pantalón el maldito gagdet y no estaba allí, sino en mi mesilla de noche en Lavapiés, a muchos kilómetros. Tenía que preguntar las direcciones a los nativos, sin Google Maps que me guiara. La hora la consultaba en los relojes de las iglesias, como en aquellos tiempos pretéritos en los que los campanarios comenzaron a marcar el ritmo del trabajo y de la vida. Algo me faltaba, pero otras cosas iban naciendo. ¿La ansiedad cotidiana? Estaba, también, de vacaciones.
En Ávila está el Centro de Interpretación de la Mística, que es un pequeño museo que parece un poema, porque es muy difícil enseñar una cosa tan intangible como lo místico (por eso es místico). Pero ahora sin móvil, me identifiqué con sabios como Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o el judío Moshé de León, que habían vivido en la ciudad castellana y que no tenían ni wifi ni datos móviles pero sí una conexión de alta velocidad con lo ultramundano (hay quien dice que el éxtasis de Teresa venía provocado por el cornezuelo del centeno, un hongo alucinógeno que supuestamente había en el pan que comía). De todas formas, tampoco pillamos drogas: ni siquiera la mayor droga contemporánea: el scroll infinito de las redes sociales, que nunca cesa, el bombardeo informativo, el gustirrinín dopamínico del like.
En las comidas y cenas la celeste Liliana y un servidor no teníamos memes que enseñarnos, ni nadie al que guasapear ignorando al otro, ni cosas urgentes de trabajo (“apagar fuegos”), de modo que nos dedicamos a eso tan vintage de la conversación. Sin el móvil éramos como unos jóvenes enamorados en su primera cita, unos usuarios de Tinder o unos participantes de First Dates. La falta de conexión nos conectó más entre nosotros. Y sabíamos que Facebook no podría vender nunca nuestro viaje a Cambrigde Analytica: era como jugar al escondite con Mark Zuckerberg, como cuando te vas de botellón a escondidas de tus padres.
Como carecíamos de Netflix, Filmin o HBO, mirábamos en los periódicos (nunca fueron tan útiles los periódicos) la programación televisiva. Así que teníamos que estar a las once de la noche ante la tele del hotel para ver la peli que nos ofrecían, sin ninguna capacidad de elección (qué tranquilidad no tener que elegir entre la oferta infinita). Era como ir al cine: si llegábamos tarde nos perdíamos la peli, y no se podía parar: para ir al baño había que esperar a los anuncios, si es que había. Era emocionante. Solo faltaban las palomitas.
Sobre todo, leer. Mi capacidad de atención se ha mermado notablemente con la infoxicación digital, de modo que no puedo avanzar más de dos páginas de un libro sin necesitar otro nuevo estímulo o trincar el smartphone, a ver qué pasa en el mundo. Llaman FOMO (miedo a perderse algo, por sus siglas en inglés) a esa adicción a la constante actualización de la realidad. Y allí, en Ávila, en Zamora, en Cuenca, en Benidorm (donde llevamos los móviles pero los metimos en la caja fuerte del resort), pudimos leer como hace tiempo que no leíamos: los libros parecían quedar pulverizados ante nuestra mirada hambrienta. Además, sustituimos el porno online y el cariño en los tiempos del WhatsApp por el amor acrobático practicado en carne y hueso. La realidad supera a la ficción.
Lo peor de volver en el tren de Ávila a Madrid, después de esa aventura en el espacio exterior a la Red, no fue avistar en la lejanía la sempiterna boina de smog rodeando las Cuatro Torres Business Area, sino llegar a casa, encender el móvil y comprobar que la realidad virtual, que es más real que la real, volvía a absorber nuestros cerebros como un pulpo celoso.
Babelia
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