Invasión ‘influencer’
Los influencers viven como si la vida fuera una película y el mundo un decorado
Hay en Madrid mucha gente besando el aire. Ponen los labios como una flor. Aspiran los mofletes. Entornan los ojos. Alzan el brazo al sol, empuñando orgullosos el smartphone. Y se hacen una selfi. Son los influencers y están, cada vez más, entre nosotros. Si Madrid te abraza, como decía Carmena, tú vas y le besas.
El poco tráfico en la Gran Vía les viene muy bien, esta es otra de las ventajas de Madrid Central, que es una medida pro influencer. El otro día vi a una esperando pacientemente una y otra vez a que el semáforo se pusiera en verde para ocupar el espacio central de la calle y hacerse una foto como si fuera la reina del mundo, sujetándose la pamela. Al fondo, la Torre de Madrid, los Starbucks le rinden pleitesía, las nubes parecen pegatinas cuando les pones cierto filtro del Instagram. Desde fuera era ridículo, pero lo importante es el adentro (el adentro de las redes).
Influencers hay muchos, todos somos un poco dependientes y un poco influencers, víctima y verdugo al mismo tiempo. Eso sí, unos somos más influencers que otros. Si ven a uno por ahí haciendo la selfi con el móvil guarro, no es muy allá. Si va acompañado de un fotógrafo con una buena cámara, un camarón de la isla, con un objetivo como un obús, es que ya influye bastante. El no va más de la influencia es cuando el individuo o la individua arrastran un equipo que incluye a maquillador, estilista y puede que hasta representante. Los grandes influencers de hoy en día son pequeñas empresas que dan de comer a muchas familias, como muchos se han empeñado en dejar claro. ¡Están creando empleo a la vez que tendencia! No todo el mundo puede decir eso.
Los mejores, o los peores, según se mire, son los influencers de museo. Es preciso que al influencer le interese el arte contemporáneo, al menos para hacerse una foto con él de fondo (para eso ha quedado la vanguardia). He visto a varios en el Reina Sofía, pero la más escandalosa que he logrado avistar fue a una menuda joven oriental vestida de negro, en el neoyorkino Whitney Museum, que actuaba como si el museo fuera un mero decorado para sus poses y sus besos aéreos. Arrastraba a otro lánguido joven, también vestido de negro, al que solo le faltaba ponerle una correa, para que le sacara las fotos. Sus ojos decían: sácame de aquí, me están apuntando con una pistola.
Lo bonito de ser influencer es eso, que vives como si la vida fuera una película y el mundo solo fuera un decorado: hay cafés espumosos, mesas de madera vieja, viento de la playa, trapos guays, amigas adorables, ternura algodonosa, expresionismo abstracto, saltos acrobáticos, algún coctel raro (pero sin abusar), mogollón de complementos, ni rastro de la cocaína.
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