Cuando Madrid se derrite
Imagino Madrid los días ardientes como una gran paellera en la que los ciudadanos nos cocemos al alegre chup chup del verano
El universo es un lugar hostil para la vida humana. A uno le sueltan al azar en el espacio exterior y lo más probable es que acabe en el vacío interestelar a -270 grados centígrados y frito por la radiación ultravioleta. Menos probable, pero igual de letal, sería acabar en el interior de una estrella a decenas de miles de grados. O aparecer cerca de un estallido de rayos gamma, del disco de acreción de un agujero negro o de la explosión de una supernova, aunque esto al menos sería bonito de ver.
Lo único que tenemos es el planeta Tierra, y no hay plan B, protegidos por una atmósfera que es como un papel de fumar y que estamos llenando de porquerías. En la frágil Tierra también hay lugares muy hostiles: el frío polar, el infernal desierto o las profundidades oceánicas. Pero no hace falta irse tan lejos: una ola de calor también nos muestra nuestra fragilidad en plena urbe, en los lugares donde hacemos la vida cotidiana todos los días. Sube unos cuantos grados la temperatura y es que no se puede vivir, ni dormir, ni hacer el amor con cierta solvencia. Tenemos soluciones típicamente humanas y brillantes: poner a tope el aire acondicionado para enfriar nuestra casa o nuestra franquicia textil (a veces con las puertas abiertas) y acabar calentando la ciudad. Un estudio de hace unos años comprobó que según la zona estos chismes pueden calentar la calle hasta dos grados, y mira que la calle está calentita. Bravo.
Pero, más que el calor, lo que peor llevo de la ola de calor que hemos vivido son esos sujetos a los que yo llamo los Constatadores del Calor. Su principal actividad en los días tórridos es recordar cada tres minutos que hace mucho calor, que ay que calor hace, que vaya flama. Como si no lo notase uno mismo, como si fuera un conocimiento secreto al que solo ellos, iluminados por un ente superior, fueran sensibles. Me dijo un científico una vez que con el Cambio Climático, las olas de calor pasarán de durar días a semanas o mesas, causando problemas agrícolas, movilidad en la fauna y mucho más inconvenientes a los humanos. ¿Quién aguanta durante un mes las quejas de uno de estos Constatadores del Calor?
Imagino Madrid los días ardientes como una gran paellera en la que los ciudadanos (unos somos granos de arroz, otros son langostinos, otros mejillones,) nos cocemos al alegre chup chup del verano. Las medias lunas de nalga empiezan a aparecer bamboleantes por debajo del nanoshort vaquero. Imagino que el asfalto de la Gran Vía empieza a borbotear, hirviendo, y que los edificios estilos Chicago comienzan a derretirse lentamente, como melaza, o como el chocolate espeso que sale de dentro del coulant del postre. Bien mirado, un Madrid que se deshace sería el sueño calenturiento de nuestro flamante alcalde revanchista Apisonadora Almeida. Luego nos quedaría la labor de reconstruirlo a su gusto.
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