Comemos en el mejor y el peor restaurante de España
Los usuarios de TripAdvisor encumbran al restaurante de Martín Berasategui en Lasarte y crucifican a La Churrería de Comillas
Van a encontrar aquí dos cosas que contarles. Una buena y otra mala. Empezaremos por la mala. En ese tótem contemporáneo que son Internet y las redes sociales destaca, cuando nos disponemos a viajar, TripAdvisor. Ustedes mismos son los que juzgan a través de esta guía. Por ello, salimos a comprobar, pese a poner en riesgo la salud, dos extremos. Viajamos al restaurante mejor valorado de España y al peor. El primero es Martín Berasategui, en Lasarte (Gipuzkoa): tres estrellas Michelin. El menos querido, La Churrería, en Comillas (Cantabria): un mordor gastronómico directamente estrellado.
Lo primero que hay que advertir al llegar a la plaza del pueblo cántabro es una maniobra de distracción. Conscientes de que han salido ya escaldados como un horror, los dueños de La Churrería han cambiado el nombre: ahora se llama La Chocolatería. Todo un alarde de despiste. Lo distinguirán porque cuenta con la marca ineludible de los fiascos: fotos de comida a tutiplén en la fachada, como reclamo. Nos recibe un camarero andaluz con arte para un concurso patrocinado por Los Morancos: “¿Paella? No es paella es pa’él…”.
En la carta podemos elegir menú, plato combinado, raciones, cazuelitas o bocatas. Somos tres. Hay que probar cuanto más mejor. Pedimos cocido montañés, paella, pimientos rellenos, chipirones en su tinta y el plato especial de la casa, que lleva croquetas, chuleta, huevos y ensaladilla. Nos decidimos, como ven, por lo dietético. Toca ir a muerte.
Las mesas comienzan a llenarse de despistados y turistas pese al viento de poniente que sale de la cocina con olor a fritanga. El camarero andaluz cumple con su papel de showman: “¿Cómo se llama usted?”. “¿Yo? Antonio Trujillo Martín, rey del futbolín”. Y te da la mano haciendo un juego de muñeca.
El servicio es amable y rápido. Pero la comida… Llega el arroz. Un aglomerado de colorante con quisquillas, mejillones y dudosas anillas de calamar, junto a granos apilados en diversas pelotas: al meterlas en la boca explotan como petazetas. El cocido es una sopa con alubias duras que desconoce el significado de las palabras compacto y sabroso. Hasta la morcilla ha perdido su esencia en un sinsabor. Eso de primero.
El plato combinado merece párrafo aparte: las croquetas, insípidas; la ensaladilla, una amalgama sosa de patata, zanahoria, guisante y mayonesa sin rastros de atún. La chuleta, un ente blanquecino cocido en una sartén para el que no se ha inventado un grado de afilado en los cuchillos capaz de partirlo en trozos. Pero la sorpresa aparece al darle la vuelta al huevo frito. Hablamos de un alimento noble, contra el que apenas cabe agresión de ningún tipo. Aquí, logran humillarlo del todo: ha sido cocinado sobre una especie de rebozado sobrante de las merluzas del menú, que se ha adherido abajo. Solo llama la atención de la mosca que se posa encima de la yema.
Dejamos casi todo intacto. Algún camarero hace el paripé de sorprenderse, y comprobamos cierto toque sádico del personal: “¿No les ha gustado? ¿Les apetece otra cosa?”. No, por Dios, ni se moleste. Vamos con los segundos: pimientos rellenos agrios a los que no te atreves a dar un segundo bocado ante la certeza de que te van a sentar mal. Calamares crujientes, pese a ser en su tinta. Con una salsa negra que al meterla en la boca parece papilla de maicena.
Lo retiran todo y siguen insistiendo: “¿Podemos arreglarlo?”. Nada, por favor: vamos con el postre. Pudin y helado. El helado, pasa. Pero el pudin queda pegado a la cuchara como una babosa. Jamás una comida tan ultracalórica resultó así de dietética. La pregunta del millón es: ¿cómo es posible, pese a la advertencia de las redes sociales, de no ser capaz de corregirse en años? Tanto esfuerzo cuesta hacerlo bien como mal. Pero el nivel de desastre supone un reto a la catástrofe. Y lo logran. Todo, absolutamente todo es incomestible.
Del ensueño modernista de Comillas pasamos al caótico tumulto con naves industriales de Lasarte. Pero allí se encuentra uno de los mejores restaurantes del mundo y el preferido en la puntuación de TripAdvisor en 2018. Los salones de Martín Berasategui son ventanales a un huerto, perfumados por el aroma de la madera. Tienen un toque zen que hace aún más digerible el viaje hacia los sabores de la tierra y el mar. Me dispongo a catar el menú de 15 platos solo.
Al mirar al frente, te topas con un prado cuyas hojas de césped parecen tener personalidad propia para acoger la flora norteña de higueras, manzanos y hortensias. El menú parece un tratado de materia prima y emulsiones fantásticas. Cada mesa mantiene una distancia suficiente para que te sientas aislado en una cápsula. La esfera del comedor provoca una armoniosa sensación de movimiento entre la coreografía del servicio: alguien te coloca la servilleta, otro aparece con la cesta de los panes, el sumiller te muestra la carta para elegir entre 20.000 botellas con diversas referencias de todo el mundo.
Los platos comienzan a aparecer a un ritmo matemáticamente marcado: olivas aliñadas, tapioca de remolacha y crustáceos, una ilusión plástica de gilda sobre la cuchara que consigue el efecto de su sabor sólido en la boca, un milhojas de anguila ahumada caramelizado o una flor de sepia líquida y crujiente. Hasta ahí los entrantes.
Pero el espectáculo va camino del clímax a base de la ostra con jugo de olivas verdes y un simulacro de perla compuesta por agua de su propio jugo. O a base de la vuelta a las esencias de una sencilla ensalada, presentada como un óleo expresionista en la que distinguimos brotes, mariscos, tomates. Es como un mapa de sabores fronterizos: cada bocado contiene un rasgo diferente entre el vasto territorio del cilantro y la lechuga. El itinerario continúa con mucha concentración en las posibilidades de la cigala. Cada plato lleva su descripción literaria: fondo marino de anís, matices de azafrán, aires de plancton…
El culmen es una trufa con setas y berza. La apariencia del tubérculo busca su trampantojo en el paladar con sabor a foie. Culminan antes de los postres el lomo de merluza a la brasa con tártaro de calamar y el solomillo Luismi asado sobre clorofila de acelgas y bombón de queso. Mi comportamiento hasta entonces ha sido ejemplar. Pero ante eso no puedes resistirte a un vicio: untar el plato.
El dulce es un camino de transición hacia lo dulce entre un limón con jugo de albahaca, judía verde y almendra y una roca helada Pacari con crema de canela y azafrán. El sabor que deja lleva a un dilema. Un sorbo de agua lo puede diluir. Te resistes a que desaparezca. Lo único acorde con la experiencia, cuando termina, es callar y buscar sencillamente el silencio del reposo.