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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cincuenta maneras de acabar con tu amante

Ahora hay más orden y menos abusos a los cuerpos, pero por un instante se echa de menos aquel salvaje Oeste donde la vida salía a borbotones al doblar la esquina de casa

Estrella de Diego
Página de 'Estrellita va a New York' (1981), exhibida en la muestra de Ceesepe en la Casa Encendida 'Vicios modernos. Ceesepe 1973-1983'
Página de 'Estrellita va a New York' (1981), exhibida en la muestra de Ceesepe en la Casa Encendida 'Vicios modernos. Ceesepe 1973-1983'

Las salas de abajo en la Casa Encendida están llenas de chicas sexy y paquetones —dibujados, claro—. Quizás debería pedir disculpas por empezar con tan mal tono, por escribir tan malsonante palabra con un toque de incorrección política incluso. Pido disculpas, pero no se me ocurren maneras alternativas para referirme a esos variados cuerpos del delito que abarrotaron las páginas de El Víbora, una de las revistas de cómic más cañeras de finales de la década de 1970. Entre sus páginas se publicaría, en 1981, el más mítico de los muchos relatos míticos que poblaron los principios de aquellos años de cambio. Me refiero a la historia de Estrellita en Nueva York que, releída ahora, es una historia no exenta de problemas hasta legales, porque la narración —con Picasso y los seres cubistas como telón de fondo— tiene de protagonista a la que parece una menor, Estrellita, deseada por todos los que habitan los lugares sórdidos de cabaret que tanto fascinaron a su autor, Ceesepe, y al resto de los que compartimos época con él.

Eran años de excesos y desbordamientos; de subirse a un taxi con un gin tonic en la mano y seguir a otro taxi entre desparrames, como si no hubiera un mañana. Eso sí, eran excesos cultos y cubistas, con Picasso y Nueva York al fondo, modernidades arrebatadas por el franquismo que se perseguían con avidez en los conciertos del Marquee —siempre lleno—, remedo provinciano del otro, el de Londres, el auténtico.

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Sin embargo, en este paseo por la Casa Encendida, rodeados por cuerpos infinitos —porno duro o sexo gore de la adolescencia de Ceesepe dibujado en cuadernitos primorosos—, nos parece que lo auténticamente moderno estaba ahí, en las imágenes de los travestis y el deseo truculento que hoy exige una aclaración a la entrada: lo que están a punto de ver puede herir sensibilidades. Da cosa ver toda esa modernidad arrastrada al estilo de Pepi, Luci, Bom... —la mejor película de Almodóvar, por cierto—, convertida en material de archivo, como si uno mismo fuera un poco material de archivo también. Ahora las sensibilidades se hieren y no se puede llevar cristal en la mano lejos de la terraza del bar. Hay más orden y menos abusos a los cuerpos, pero por un instante se echa de menos aquel salvaje Oeste donde la vida salía a borbotones al doblar la esquina de casa, para bien y para mal.

En otra sala de la Casa Encendida el espacio se ha convertido en una pista de pádel. He pensado que era una propuesta de integración del barrio de esas tan estupendas de la Casa. Ha resultado ser una obra. Y he pensado lo que decía Breton, que el tiempo nos roba los ojos de la juventud. Por eso me habrá parecido una propuesta un poco absurda. O igual es un poco absurda. Ni sé.

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