Un sillón en la RAE para la inteligencia artificial
Los expertos debaten la necesidad de un código que armonice el idioma que utilizan las tecnológicas
La palabra fetiche en todos los congresos de la lengua es “unidad”, a la que a veces se le añade “diversidad” para que no se confunda con “uniformidad”. Pero la unidad tiene una historia. En el siglo XIX, con las independencias de las repúblicas americanas, algunos auguraron que el castellano sufriría en el nuevo continente una fragmentación similar a la siglos atrás había sufrido en el viejo el latín. Pese a ocurrencias pasajeras como la de proponer el francés como lengua oficial para Argentina, el español sirvió para cohesionar los nuevos Estados: en muchos de ellos, la dispersión de las lenguas indígenas hacía necesaria una común. Hasta entonces, como recordó ayer Carme Riera, había triunfado la estrategia de Pentecostés: predicar a cada uno en su lengua. De ahí que los misioneros se afanaran en aprender las lenguas originarias en lugar de enseñar castellano a los indios. Para que al cisma político no le siguiera uno lingüístico, la RAE nombró académicos correspondientes al otro lado del Atlántico y animó la creación de academias en cada país. La naciente vocación panhispánica conjuró el peligro de balcanización y la unidad quedó asegurada durante 200 años.
Hoy el peligro de dispersión no viene por el lado de la filología nacionalista sino por el de la tecnología global. Por eso, insistió Santiago Muñoz Machado, director de la RAE, el congreso dedicará varias sesiones a la inteligencia artificial: “Actualmente hablan español más millones de máquinas que de hombres”. Máquinas, dijo, que ya son “capaces de crear variables semánticas. La lengua de la inteligencia artificial tiende a diversificarse y hay que tomar medidas”. No es casualidad que la primera sesión de trabajo del congreso de Córdoba estuviese dedicada a este tema ni que en ella participaran José María Álvarez-Pallete, presidente de Telefónica, y Chema Alonso, jefe de datos de la compañía de telecomunicaciones, que se presentó como “hacker” en la acepción buena –la segunda – que la palabra tiene en el diccionario académico.
Ambos insistieron en que los algoritmos de los correctores automáticos, basados en la recurrencia de información, tienden a viralizar errores –infinitivo en lugar de imperativo– y a reprimir, por infrecuente, la parte más creativa de la lengua: “De las 93.000 palabras del diccionario, Word señala como incorrectas 7.500”, explicó Álvarez-Pallete, que insistió en que no era el momento de la tecnología –“ya está aquí”– sino de las humanidades y la regulación. Si las academias, reconoció Muñoz Machado, no elaboran un código que pueda ser aplicado por todas las empresas tecnológicas y garantice la unidad de la lengua, “el español de las máquinas hará que no nos entendamos”. La variante lingüística que empleen “dependerá de la corporación que las cree”. Sería como dejar el paso de un idioma a otro en manos del traductor de Google. Chema Alonso ilustró el porvenir con un ejemplo extremo pero elocuente: “Dado el crecimiento vertiginoso de los programas de reconocimiento de voz, en el futuro podríamos tener niños con acento Alexa o con acento Siri”. Si nadie se ocupa del español de las máquinas en Bogotá o Buenos Aires, lo harán en Silicon Valley. Tal vez por eso Álvarez-Pallete terminó su intervención pidiendo un sillón en la Academia para la inteligencia artificial.
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