Los Oscar son como las bodas: lo mejor pasa en el bar
En la gran gala de Hollywood los invitados huyen a tomar algo en medio de la ceremonia, las señoras se descalzan y con los preparativos hay lío, mucho lío
Asistir a los Oscar es como ir a una boda, hasta las últimas consecuencias. No se percibe de buenas a primeras por lo abrumador del arranque, con la cola de limusinas, esa interminable alfombra roja, los flashes de la prensa y tantos rostros conocidos a escasísimos metros de distancia. La fábrica de los sueños sabe organizar una fiesta y en el 6801 de Hollywood Boulevard, donde se alza el teatro Dolby, parece que se acaba el mundo. Conforme avanza la velada, sin embargo, empieza a manifestarse la verdadera naturaleza del evento. El “¿y usted por quién viene” suele ser “en qué producción participa”; el bar de al lado de la iglesia, al que huyen los cuñados y los primos en medio de la misa, es la barra del vestíbulo, solo que en este caso andan por ahí Willem Dafoe o Christian Bale, este último con cara de pocos amigos. Y en el ecuador de la noche, las divas anónimas merodean por los pasillos descalzas o con zapatos de bailarina y los tacones de vértigo en la mano, molidos sus pies como en cualquier festejo con orquesta. Lejos de las cámaras, todo se vuelve prosaico.
“Nuestra película, la nuestra es la película del año”, dice un simpático Dafoe de regreso a la platea tras una pausa en el vestíbulo, aunque no se atreve a valorar sus posibilidades como mejor actor, categoría para la que está nominado pero que se llevará Rami Malek, por su papel de Freddy Mercury. Daniel Craig y Rachel Weisz charlan en un corrillo con dos tipos hasta que en un momento dado a Craig le entra una llamada en el móvil y se separa levemente para hablar con expresión grave y una mano en el bolsillo. James Bond, vestido de esmoquin, parece serio mientras habla por teléfono y no se puede imaginar otra cosa que no sea que se va a una misión, pero parece que toma la dirección al baño de caballeros, aunque se acaba perdiendo entre el gentío y, quién sabe.
El teatro Dolby, con capacidad para más de 3.000 personas, no es ningún olimpo del celuloide, sino un microcosmos con su lucha de clases
La fecha daba para la incertidumbre. En los preparativos hubo jaleo —de nuevo, como en cualquier buena boda que se precie—. La Academia pensó en otorgar un Oscar a la película “popular”, categoría que no quedaba claro cómo se valoraría pero evidentemente no era la calidad, y hubo tantas protestas que reculó. Luego decidieron acortar la ceremonia entregando cuatro de los galardones fuera de antena, durante las pausas publicitarias, y se repitió el guión: les dieron leña y rectificaron. Hasta el presentador de la gala que habían buscando, Kevin Hart, se dio de baja por los chistes homófobos que había publicado en el pasado.
Más que para conductor, se había puesto la cosa para relator internacional, en definitiva, pero la Academia optó por no utilizar ni lo uno ni lo otro. Tras un potente arranque con dos éxitos de Queen, la ceremonia comenzó con el premio a la mejor actriz secundaria, que recibió la afroamericana Regina King. A su madre, la profesora jubilada Gloria Darby, se le caía la baba un rato después, en el bar. “Es muy buena hija, no sé, esto es abrumador”, decía. En el discurso de agradecimiento, la intérprete había sido especialmente sentimental. ¿Imaginó cuando era una niña que algún día la vería recoger un Oscar? “Bueno, sí”, responde, “se lo imaginaba ella, cuando tenía ocho años... ¡jugaba a eso!”, responde la madre, y se echa a reír.
Un muro de personas rodea a Emma Stone cerca de la barra. Va vestida de Louis Vuitton y parece completamente ajena a que, en esos momentos, mientras ríe y departe en el corrillo, las redes sociales se han puesto a crear memes en los que se compara el vestido con un gofre. Cerca de allí, los primeros premiados empiezan a posar en grupo con las estatuillas en la mano. Están prohibidas las fotos dentro del teatro, salvo para consumo interno, así que las grandes estatuas de Oscar que adornan cada planta son un continuo trajín de posados y selfies. No es donde uno se va a encontrar a Glen Close o Lady Gaga, porque el teatro Dolby, con capacidad para más de 3.000 personas, no es ningún olimpo del celuloide, sino un microcosmos con su lucha de clases. A la ceremonia se llega en limusina, pero también en Uber, a pie, o en carrito de golf. Si las grandes estrellas y los nominados se sientan en el patio de butacas, las clases medias se sitúan del mezzanine 1 para arriba, hasta el gallinero.
Donde se corta el bacalao —eso está claro— es en el bar de la planta baja, la de los divos. Dice Abraham Laboriel, batería de Paul McCartney y quien hoy ha tocado la percusión en la actuación de Lady Gaga con Bradley Cooper, que es una mujer fabulosa, muy divertida, mucho más cercana que lo que aquellas extravagancias de los vestidos de filetes de carne de hace unos años permitían observar. “Es estupenda, estupenda, y es tan guay que haya ganado la canción...”, exclama. Cada vez que se abandona la butaca, durante una pausa, no se vuelve a entrar hasta la siguiente, y los invitados siguen entonces la ceremonia a través de una pantalla gigante.
Los artistas empiezan a abandonar el teatro. Bradley Cooper y su pareja, la modelo Irina Shayk, atraviesan el vestíbulo como una exhalación, igual que la tenista Serena Williams. Spike Lee, sin embargo, se recrea un poco más recibiendo felicitaciones. Una cola de gente quiere fotografiarse con Sam Elliott, quien es de largo el que más paciencia demuestra con los fans hasta que, en un momento dado, le pregunta a otro tipo al oído. “¿Dónde demonios se va ahora?”. El sitio se vacía. Un joven alto y esbelto, con un par de sandalias de Jimmy Choo en las manos, camina algo perdido, buscando probablemente a la dueña. No le hace justicia ninguna comparación con Cenicienta, este hombre lleva los zapatos de los dos pies, todo un salto cualitativo.
Babelia
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