‘Urbicidio’, la aniquilación cultural como arma de guerra
Un ensayo radiografía las causas de la destrucción del patrimonio por dictaduras, terroristas e incluso democracias. Los ataques del ISIS muestran la vigencia de la teoría
A Dietrich von Choltitz le debemos que París sobreviviera a la barbarie nazi. El gobernador militar de Alemania en la capital francesa se negó a cumplir las órdenes de Hitler y no voló por los aires la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la catedral de Notre Dame o Los Inválidos. La retirada de los alemanes evitó que se rematara el trabajo con cohetes V2, tal y como estaba previsto. Hitler quería borrar del mapa la ciudad como tantos otros han hecho en otros sitios. Asesinar una ciudad, borrar del mapa los vestigios culturales de un pueblo para cambiar el pasado, negar su existencia. Esto es lo que se conoce como urbicidio, concepto que Robert Bevan desarrolla en La destrucción de la memoria (La Caja Books), un multidisciplinar relato de la barbarie contra la cultura usada como arma de guerra.
Mao, Stalin, Al Qaeda, Hitler, Pol Pot o los Aliados en la II Guerra Mundial han usado esta herramienta que hunde sus raíces en la antigüedad. “La Noche de los cristales rotos en 1938 es el mejor ejemplo de la relación directa entre una aniquilación cultural y el genocidio posterior”, asegura a EL PAÍS el autor, un periodista y escritor obsesionado desde niño con el rastro que dejan los edificios destruidos. “Fue la guerra en Bosnia, sin embargo, la que me hizo darme cuenta de que la destrucción y estas muertes estaban entrelazadas. Esta idea ya había expuesta por Raphael Lemkin para establecer el concepto de genocidio durante los años treinta”, añade Bevan para situar el debate.
Hay múltiples razones para atacar el corazón cultural de una civilización. Cuando Al Qaeda derriba las Torres Gemelas en el 11S lo hace por su eficacia propagandística y por el daño moral que inflige entre los estadounidenses. Ese daño moral, y la venganza, están también detrás de la reducción a cenizas de la mayor parte de las ciudades alemanas por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. “Siempre hubo una absoluta falta de respeto a la cultura alemana por parte de EE UU y Reino Unido, algo que no ocurrió para nada en Italia. A veces los centros medievales eran bombardeados simplemente porque sus vigas de madera ardían bien”, asegura el autor antes de subrayar una paradoja: al destruir un centro de refinamiento como Dresde, los Aliados atacaban el corazón de su propia herencia cultural.
La “tormenta totalitaria” nazi y comunista que se extendió por parte del mundo tenía sus propias motivaciones. “La megalomania arquitectónica que parece ser sinónimo de la tiranía se explica en parte por ese deseo de borrar, renovar y controlar”, explica Bevan. Los nazis convirtieron Polonia en un inmenso campo de muerte. Aquí la destrucción cultural iba pareja a la humana. De los 957 monumentos listados en Varsovia antes de la Guerra se destruyeron 782 y 141 quedaron seriamente dañados. La ciudad fue prácticamente borrada del mapa. Bevan avisa de los riesgos de infravalorar estos ataques: “Los edificios pueden ser como la magdalena de Proust. Son muy simbólicos, pero si tú eliminas los monumentos de una comunidad es más fácil –para el perpetrador que pretende que esa gente no ha existido, que no han ocupado ese espacio– falsificar el pasado”.
Poco caso hizo Stalin a los llamados de Trotski para establecer cierta continuidad cultural y librarse del arte burgués superándolo. El ejemplo más paradigmático de su plan para borrar vestigios del pasado es el de la Catedral de Cristo Salvador en Moscú. Con una altura equivalente a 30 plantas, una cúpula de 176 toneladas y un iconostasio con más de 422 kilos de oro, Stalin ordenó derribarla para crear un monumental Palacio de los Soviets, un edificio equivalente a los seis rascacielos más grandes de Nueva York que nunca se construyó. En su lugar, en los cimientos dinamitados de la iglesia, ahora reconstruida, hubo durante décadas una piscina.
“Tibet nos ofrece un interesante ejemplo de cómo un pueblo puede ser desarraigado no con el asesinato de masas sino a través de la supresión de su lengua, su cultura y su arquitectura tradicional”, cuenta Bevan para apuntar a un caso único en el que la represión, la demografía y el crecimiento urbano, ayudados por un turismo al que no parece importarle, han sido esenciales para reducir a la nada la auténtica herencia budista en la zona.
Sobre la demolición de lugares históricos por parte del ISIS, posteriores a la publicación del libro en su versión original, Bevan cree que hay una “motivación doctrinal” tras la que se esconde “una lucha por el poder” en la región, aunque duda de los beneficios comerciales que los terroristas buscaban con el expolio de los museos o la venta de tesoros arqueológicos. Otros autores sí creen que, como en otras ocasiones, había un alto interés económico.
¿Qué ocurre con vestigios del pasado que loan a una dictadura como, por ejemplo, el Valle de los Caídos o los cientos de estatuas de Lenin derribadas en Europa del Este? “Si se elimina toda la herencia cultural hay un peligro de que aparezca un agujero en el registro histórico que puede llevar al olvido. Creo que no hay una regla general pero considero que estos sitios tan controvertidos deben añadir algo que les contextualice y debe hacerse a una amplia escala, más que añadir simplemente una placa interpretativa”, reflexiona.
A lo largo de todo el libro, Bevan defiende con beligerancia la idea de la verdad o de, al menos, su búsqueda. Cree, también, que estamos en un mundo que combina las amenazas del pasado con nuevos actores y peligros. Sin embargo, hay motivos para el optimismo. La destrucción parcial de Dubrovnik durante la Guerra de los Balcanes o la voladura de los budas de Bamiyan por los talibanes en marzo de 2001 son dos puntos de referencia para el autor, dos momentos en los que la información y la movilización internacional hicieron imposible que los perpetradores sumieran en el olvido a las víctimas. “El trabajo de la arquitectura forense que ha tenido lugar en los últimos años ha sido fundamental en los tribunales. Esto es importante porque la ‘intención’ se ha convertido en un concepto esencial para perseguir el genocidio”, añade, para abrir otro camino a la esperanza. Mientras, como reza la placa de la biblioteca de Sarajevo, arrasada por los serbios en 1992: “Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros”.
Mercantilizar la ruina: de Berlín a Pol Pot
El final de algunos símbolos no deja de ser paradójico. Volker Pawlowski, un obrero berlinés de la construcción, compró 150 metros del Muro de Berlín, derribado rápidamente casi en su totalidad, para venderlo en trocitos y con certificado de autenticidad. Este proceso de mercantilización tiene un precedente: cuando la Bastilla fue tomada en la Revolución Francesa y poco después derruida, pedacitos del edificio fueron vendidos como reliquias laicas. De esa época vienen también conceptos como vandalismo o patrimonio. En una versión más siniestra de esto, el régimen de los jemeres rojos en Camboya dejó a un lado en su plan de destrucción total de la sociedad anterior el templo de Angkor Vat: les servía de propaganda y para financiar su plan de exterminio humano cultural con la venta de sus estatuas en el extranjero.
Babelia
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